Capítulo 8

Sídney, Konrad, Verónica y April caminaban hacia los casilleros entre chistes y carcajadas. El diamante seguía inmóvil en el casillero de April, ya había pasado días ahí y ninguno recordaba su existencia.

—¿Saben quién hará esa tarea? —refunfuñó Verónica — ... Yo no.

—Está súper fácil Vero, la podemos hacer juntas si quieres —propuso April.

—No quiero.

—¡Tarea! —exclamó Sídney —, ¿Cuál tarea?

—La de algebra ... la que nos dejaron el primer día —respondió Konrad viendo que su amigo seguía confundido —. Las cuatro páginas del libro...

—¡Ah! —exclamó Sídney —, creo que ya recordé.

—No te preocupes, Sid, te enviaré las instrucciones y si quieres también puedes unirte a Vero y a mí, y la hacemos los tres.

—Que no voy a hacer la terea —repitió Verónica gruñendo.

—Si la harás —enfatizó April —. ¿O acaso quieres volver a estar a punto de reprobar el año?

Todos giraron en una esquina y vieron a alguien con la cabeza dentro del casillero de April.

—¡Hey! ¡¿Qué haces!?—gritó Verónica.

El extraño los percibió y no dudó en salir a correr. Llevaba puesta una capota que impedía reconocerle el rostro.

Los cuatro instintivamente arrancaron a perseguirlo. Pasaron los casilleros a toda prisa, un pasillo, otro pasillo y llegaron a la cafetería en un abrir y cerrar de ojos. El encapuchado empujó todo lo que se cruzaba en su camino con intención de hacerlos detenerse. Bandejas volaban y alimentos caían sobre los estudiantes, pero ellos no paraban. Una mesa se atravesó en el camino, Sídney y Verónica saltaron por encima y April y Konrad la rodearon uno por cada lado. El extraño, acercándose al prado, lanzó un jugo. Sídney trató de detenerse para no resbalar con el líquido que cayó a sus pies, pero le fue imposible y se vino abajo. April preocupada se detuvo a ayudarlo mientras Konrad y Verónica siguieron corriendo hasta que pasaron de la cafetería al prado.

El encapuchado corrió hacia el bosque sin mirar atrás y ambos chicos lo siguieron. Desafortunadamente cuando entraron al bosque perdieron el rastro.

—¡¿Para dónde se fue?! —preguntó Konrad agitado.

—No sé —respondió Verónica inhalando mucho aire.

—Ve tú por allá y yo me voy por acá —ordenó él señalando dos caminos diferentes.

Konrad siguió su senda y no paró de correr sin tener un objetivo fijo, pero, pocos minutos después sus piernas empezaron a ser más lentas, tanto que tuvo que caminar preso del cansancio.

Sus piernas le ardían en exceso. Ahí era cuando pensaba que debía ejercitarse más. No tenía ni idea de donde se encontraba el encapuchado. Miró a su alrededor y descubrió que tampoco sabía dónde estaba él. En medio del bosque todo lucía similar, arboles de diferentes clases, musgo, una que otra lija silvestre y charcos causados por las constantes lluvias.

Pronto cayó en cuenta de que estaba perdido. Aunque tenía un sentido de ubicación excelente, esta vez no había puesto atención al camino. Si tan solo hubiese sido más cuidadoso.

Cansado, se detuvo a pensar recostándose sobre un árbol y mientras se limpiaba el sudor de su frente recordó las palabras de April.

—Uspiam está rodeado por diferentes barreras naturales. Al norte está la reserva forestal, al oriente la Cordillera de las Carolas, hacia el occidente el océano y finalmente en el sur las plantaciones de lijo y también la reserva forestal.

Dedujo entonces que, si miraba a la montaña Diana coronada por el nevado y la seguía, tarde o temprano llegaría al colegio, ya que este se encontraba al lado de la cordillera.

Cuando por fin se decidió a caminar ya había recuperado un poco el aliento y el dolor en sus piernas había disminuido. Emprendió entonces el camino con el nevado como guía.

Algo se movió sobre un árbol causándole un sobresalto. Cuando detalló en ello, notó que se trataba de una simpática lechuza de cuerpo pequeño, cara color blanco y alas café claro.

Siguió andando y a los lejos escuchó el largo aullido de un lobo que le causó escalofríos. Estaba tan alerta que cualquier ruido lo ponía nervioso.

Todo se quedó en silencio por un tiempo hasta que el sonido de una rama quebrándose llamó su atención. Se detuvo un momento y observó. Sin ver señales de nada raro continuó. Por fin sintió el frío en su cuerpo ahora que ya no estaba caliente por el esfuerzo físico.

Konrad se sentía observado sin razón aparente. Aquella noche de verano cuando encontraron las gemas, había sentido algo similar, pero la mayor parte del tiempo había estado junto a sus amigos, y eso marcaba una gran diferencia. No paraba de mirar nervioso para todo lado, y de pronto otra rama se quebró más fuerte que la anterior.

Esta vez, en lugar de detenerse, apuró el paso ignorando el quemón que sentía en sus piernas agotadas. Observó el piso y notó que el agua de los charcos daba pequeños saltos y que golpes contra el piso sonaban a la distancia. Podría ser cualquier cosa, pero Konrad se imaginó lo peor: el lobo que había aullado y su manada, o aún peor un oso. Todos los pensamientos malos cruzaron rápidamente por su mente, hasta que la racionalización lo calmó. ​Ningún animal haría que los charcos saltaran así, pero ahora la tierra también vibraba al mismo son del agua. Konrad supuso que era un terremoto, como los que ya había sentido tantas veces, aunque el movimiento no se parecía en absoluto, ya llevaba varios minutos y cada vez se hacía más fuerte.

De entre los arboles saltó un monstruo del tamaño de medio pino, fornido, y con la piel verde. Konrad solo lo podía ver por detrás y tras ese salió otro igual, pero más grande, al cual si le pudo ver la cara. Era inmunda, prácticamente deforme, tenía un ojo mucho más pequeño que el otro, su nariz estaba torcida, le faltaban dientes y era calvo.

Konrad se quedó quieto y los vio a ambos. Peleaban con mucha fuerza, pero torpemente. Fallaban la mayoría de los golpes y a veces hasta se golpeaban a sí mismos.

El chico no sabía qué hacer, ¿debía correr y ponerse a salvo? No, era una mala idea, si lo llegaban a ver sería su fin. La lucha siguió, una criatura tomó una rama grande del suelo y la lanzó a su contrincante, fallando y enviándola justo al lado de Konrad.

Los monstruos buscaron la rama con la mirada y antes de encontrarla se detuvieron a detallar al chico. Todos tres permanecieron quietos por unos segundos. Aquellas criaturas se le hacían familiares, las había visto en millones de cuentos, videojuegos y películas. ¡Eran ogros!

Gritos gruesos salieron de las bocas de los ogros junto con una baba verde y pegajosa. Los pájaros salieron a volar de sus árboles y seguro con ellos iba aquella pequeña lechuza que había visto.

Konrad arrancó a correr y los ogros lo persiguieron. Con cada paso lento y fuerte que daban la tierra vibraba y él solo temía por su vida. Pasó árboles y más árboles a toda prisa hasta que un rio se cruzó en su camino. Era el Rio Trocken que más adelante llegaba al pueblo. Indeciso, pero sin otra opción se metió en él. Para su suerte, la corriente no era tan fuerte y entre nadando y caminando llegó a la otra orilla con los gritos de los ogros recordándole que le pisaban los talones.

Salió del agua gateando y así se quedó un momento, estaba empapado botando agua como una cascada. Volteó a ver y los monstruos estaban peleando de nuevo entre ellos en la orilla contraria. Ya ni siquiera lo miraban, era como si se hubieran olvidado de él.

Cambió la posición de su cuerpo sentándose. Su flequillo de cabello negro mojado le cayó sobre los ojos y su cuerpo temblaba de frío incesantemente. Estaba exhausto además de aterrado.

¿Qué eran esas cosas? ¿de dónde habían salido? La reserva forestal guardaba más secretos de los que sabía, pero, ¡¿cómo nunca nadie había visto semejantes criaturas?!

Se puso en pie con mucho esfuerzo para poder levantar la ropa que pesaba un montón por el agua. Ahora estaba aún más perdido y también demasiado cansado.

Con paso en extremo lento, caminó por el bosque. Ahora en lugar de guiarse por el nevado seguía el Rio Trocken que lo llevaría al pueblo en algún momento.

Cualquier ruido o sonido sacaba de quicio Konrad. Si se llegaba a encontrar con los ogros de nuevo, tendría que sacar fuerzas de donde no las tenía y correr otra vez.

El bosque era bello, las manos humanas no lo habían alterado en ninguna parte de la reserva. Todo se encontraba en perfecto estado porque leyes nacionales impedían a Uspiam salirse de sus fronteras urbanas y talar el bosque para crecer. Además, las leyes tenían un efecto secundario; al no poder construir nuevas casas fuera de los límites, la población de Uspiam se había mantenido baja por décadas.

Konrad no tenía ni idea de la hora, solo sabía que los rayos de sol ya estaban desapareciendo y la luna cada vez se hacía más visible. Sus piernas estaban prácticamente inútiles, ya no podía seguir caminando, le dolían demasiado. Se detuvo para tomar un descanso sentándose al lado del rio.

En esta parte el Rio Trocken era más caudaloso y ancho. Si hubiese pasado por ahí seguramente estaría ahogado. Konrad escuchó pasos ágiles desde atrás, y cuando se giró a mirar de quien se trataba, un polvo nubló su visión. Se sintió débil de repente y puso sus manos sobre la tierra para no desvanecerse, pero igual cayó al suelo boca arriba.

Antes de perder el conocimiento descubrió quien le había arrojado el polvo, era el encapuchado extraño y el culpable de su situación.

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