Capítulo 5
Las réplicas del terremoto cada vez eran más sutiles y al final desaparecieron. La villa ya había sido revisada varias veces por los bomberos y se encontraba fuera de peligro. Dorotea descansaba en su habitación atendida por Daven e Iliria.
Los últimos rayos de sol entraban por las pulidas ventanas a la habitación de April, quien tenía los nervios de punta desde el primer temblor.
—¿Es posible que un terremoto tan fuerte esté focalizado en un lugar tan pequeño? —preguntó mientras organizaba la ropa recién lavada en los cajones de su cómoda rústica.
—No sé —respondió Verónica jugando con un lijo recién cosechado —. Si no sabes tú, mucho menos voy a saber yo.
—Según internet es imposible —aclaró Konrad y levantó la vista de la pantalla de su celular —. Básicamente dice que un movimiento telúrico se origina en un hipocentro y sobre este se encuentra el epicentro, que es el punto de la superficie terrestre desde donde se expanden las ondas haciendo que se mueva la tierra alrededor.
—¿Entonces por qué nadie en todo Uspiam, a excepción de nosotros, sintió algo? —preguntó Sídney rascando su cabeza y observando las fotos de recuerdo que tenía April en la pared.
Ninguno tuvo respuesta a esa pregunta, pero todos habían escuchado con claridad las palabras de los bomberos: nadie en el área urbana, ni en las plantaciones cercanas había sentido aquel temblor.
—Pudieron mentir —contestó Verónica mordisqueando el lijo.
—¿Por qué tendrían que mentirnos los bomberos? —preguntó Konrad arqueando una ceja.
Verónica iba a responder, pero nunca encontró las palabras y el silencio llenó la habitación.
Cuando April terminó su labor se acercó a la ventana con la intención de cerrarla, ya que el viento frío empezaba a helar el ambiente. Sus ojos se fijaron más allá de los cultivos, en el océano alumbrado por el sol que se escondía cada vez más, y el olor del aire fresco entro por su nariz.
—Tenemos que ir —dijo sin apartar la vista.
—No.
—Claro que sí, Vero —sostuvo April.
—Que no.
—¿Cierto que tenemos que ir, Sid?
El muchacho solo sonrió y de un salto se acercó a la ventana para vislumbrar también el océano.
—Por supuesto que sí —convino sin pensarlo.
—No quiero —dijo Verónica dejando el lijo a un lado para cruzar los brazos.
Los tres voltearon la mirada hacia Konrad que pensaba a quien apoyar. Sídney y April adoraban la playa y él, no mucho, sin embargo, adoraba pasar el tiempo con sus amigos sin importar el lugar.
—Vamos, chicos —insistió April tomando de las manos a Verónica y a Konrad —. Es el último día de verano que pasaremos juntos, mañana Sid se irá para Lima y pasado mañana yo me iré a Barcelona, no podemos desperdiciarlo aquí encerrados.
—Yo no me siento encerrada para nada —aclaró Verónica —. Tu casa es un mundo completo.
Verónica no sabía muy bien porque no accedía a las peticiones de su amiga. Quizá le daba pereza ir caminando hasta la playa para luego tener que devolverse o, simplemente, no quería darle la razón.
—Está bien —dijo Konrad y se incorporó —. No podemos desperdiciar la última noche de verano, ¿verdad?
April corrió junto a Konrad y le dio un abrazo en agradecimiento.
—Somos mayoría, Vero —dijo —. Tienes que ir, no hay de otra. Ya sabes el trato que tenemos.
¿A qué mala hora Verónica había aceptado ese estúpido trato? Tener que ir juntos donde la mayoría así lo desease. Solo a April se le podían ocurrir semejantes ideas.
—En fin —dijo poniéndose en pie.
April también le dio un abrazo y luego corrió a la cómoda y obtuvo dos vestidos de baño de un cajón.
—Toma —gritó lanzándole uno a Verónica.
La rubia tomó el pequeño bikini en sus manos y lo analizó con desconfianza antes de hablar.
—Da lo mismo irme desnuda a usar esto —gruñó —. ¿Por qué el tuyo es de una sola pieza?
April volvió al cajón y sacó un traje de baño que agradó a Verónica, quien entró al baño a vestirlo.
—Y para ustedes ... mi papá debe tener pantalonetas —dijo y salió de la habitación tan rápido como volvió —. Aquí están.
—Yo quiero la negra —se apresuró a afirmar Konrad.
—¿Tienes algún problema con el naranja, Sid?
—Para nada —dijo él tomando la pantaloneta de aquel color.
Cuando todos estuvieron listos, bajaron corriendo las escaleras, cada uno con una toalla al hombro. La playa no quedaba muy lejos de la villa, pero solo se podía acceder a ella caminando a través de una plantación de lijos.
—¡Apúrense! —exclamó April cuando pasaban frente a los carros estacionados en el inicio del camino empedrado —. Quiero ver el último rayo de sol.
Casi corriendo pasaron las plantaciones. Las lijas, como se llamaba a la planta donde crecía el lijo, empezaban con un enclenque tronco que subía hasta un metro. A partir de ahí, las hojas verdes afloraban y entre ellas el fruto abundaba por montones.
El deseo de April se hizo realidad. Cuando salieron de la plantación y sus pies sintieron la arena dorada, aun le quedaba un suspiro al sol. Mandó sus sandalias y la toalla por el aire y corrió lo más rápido que pudo subiendo por una loma y llegando justo a tiempo a un precipicio no muy alto desde el cual se podía contemplar todo el mar.
—¡Rápido! —gritó a sus amigos sin verlos.
Sídney arribó unos segundos después y se sentó en el borde dejando sus pies descalzos en el aire. Verónica y Konrad llegaron juntos cuando el sol alumbró por última vez aquella tarde.
Los cuatro permanecieron sentados un momento sin decir palabra. Habían visto ese acontecimiento varias veces en sus vidas, justo desde esa loma, pero era imposible cansarse de tal magnificencia. En ese momento se sintieron verdaderamente plenos y no pensaron en absolutamente nada más.
Cuando el sol murió por completo, una pregunta invadió la mente de Konrad.
—¿Dónde ocultaron las gemas? —inquirió.
—En mi maleta —respondió Sídney.
—En una bota en mi zapatero —aclaró Verónica.
—Entre la ropa de un cajón de mi cómoda —contestó April —. ¿Y tú?
—Junto a los libros en la biblioteca del desván.
—¡¿Qué?! —exclamó Verónica abriendo lo ojos.
—Tranquila —dijo Konrad —. Nadie en mi casa entra a la biblioteca, ni siquiera por error.
—Más te vale —advirtió la rubia.
Hubo otro largo momento de silencio. Con intriga admiraron las estrellas que aparecían lentamente en el firmamento nocturno.
—Bueno —dijo Verónica poniéndose en pie —. Si vine hasta acá fue para hacer algo memorable, algo que nunca hemos hecho. Desde que vinimos la primera vez tuve una idea interesante, pero nunca me había atrevido a llevarla a cabo. Si vamos a volver a esa cárcel a la que llaman colegio para nuestros últimos tres años tenemos que saltar al océano.
—Ni loca —se rehusó April poniéndose en pie y alejándose del borde.
—Claro que lo haremos, "¿Verdad Sid?" —la rubia remedó a su amiga.
—¡Sídney! —se pudo escuchar en un grito masculino que sonó con brío seguido de un potente chapuzón.
Ambas chicas se acercaron al borde a ver al agua. Konrad seguía sentado y, abajo, dentro del agua, estaba Sídney.
—Es su turno —gritó emocionado.
Verónica sonrió con complicidad.
—Te espero abajo —le guiñó un ojo a su amiga e intempestivamente se lanzó al vacío —¡Verónica! —gritó tan fuerte como pudo y se hundió en el agua.
—Están locos —se dijo April a sí misma y observó a Konrad —. ¿También lo vas a hacer?
—Pues ... —respondió él —. Ya vinimos hasta acá y Verónica no quería hacerlo. Se lo debes —dijo antes de saltar —. ¡Konrad! —gritó y se sumergió en el océano.
April estaba segura de no querer saltar, pero como bien lo había dicho Konrad, se lo debía a Verónica, además, ya habían saltado tres amigos y a donde iba la mayoría iban todos. Se alejó un poco del borde, cerró los ojos y pensó en algo totalmente diferente.
—¡Mierda! —gritó cuando ya estaba en el aire.
—¡Tu nombre! —gritó Sídney —. ¡Grita tu nombre!
—¡April! ¡April! ¡April!
Al fin había alcanzado el agua y aparentemente seguía viva. Manoteó para llegar a la superficie y cuando estuvo allí tomó una profunda bocanada de aire. Konrad, Verónica y Sídney estaban sumidos en carcajadas. Escuchar a April decir una grosería no tenía precio y ella no pudo evitar contagiarse y estallo también en risas.
Un brillo plateado alumbró el ambiente sin previo aviso y luego un trueno chocó contra el océano a varios metros de ellos. Las risas se detuvieron cuando las gotas de lluvia empezaron a caer sobre sus cabezas.
Perceptivos, observaron hacia donde antes había estrellas y no encontraron nada más que nubes, rayos y truenos.
—Tenemos que volver ya —dijo Konrad —. Si nos alcanza la tormenta estamos muertos.
Sin preámbulo todos iniciaron su viaje a la orilla. Las olas cada vez eran más feroces y los truenos no dejaban escuchar nada.
Sídney fue el primero en alcanzar la arena y luego Verónica apareció gateando y escupiendo agua.
—Maldita sea —masculló entre tosidos.
—¿Estás bien? —preguntó Sídney mientras la ayudaba a incorporarse.
—Me estoy congelando.
—Igual que yo —dijo April acercándose a ellos —. Nos va a dar hipotermia si no nos vamos ya —agregó.
Caminaron pocos pasos antes de caer en cuenta que algo andaba mal.
—¿Dónde está Konrad? —preguntó April antes de regresar al océano corriendo.
—¡Konrad! —gritaron Verónica y Sídney en coro.
La tormenta ya estaba alcanzando la costa y si Konrad seguía en el agua algo terrible pasaría.
—¡Maldita sea Konrad! ¡¿Dónde estás?!
Alguien agarró la pierna de Verónica y ella bajó su mirada. Solo se veía una mano, el resto del cuerpo permanecía escondido entre el agua.
—¡Lo encontré! —gritó y tomó el brazo de Konrad con la intención de halarlo.
Al momento aparecieron Sídney y April y la ayudaron con su tarea.
—Konrad, despierta —dijo April acariciándole el cabello a su amigo.
—Estoy despierto —indicó él.
—¡Por las aguas de Uspiam! —exclamó April —. Pensé que estabas muerto.
Todos volvieron a reír por unos segundos, hasta que un trueno les recordó lo importante de salir de la playa. No se preocuparon en secarse, solo vistieron las sandalias y corrieron a la villa.
Al llegar, el señor y la señora Crimson se encontraban en un balcón sobre la puerta principal. Por un momento April creyó que observaban alerta la tormenta, pero no miraban al occidente, miraban al norte.
La chica se volteó en dirección al septentrión y no distinguió nada. Afanada subió a la segunda planta y llegó al balcón. Antes de poder ver cualquier cosa, lanzó una pregunta.
—¿Qué pasa, mamá? —no obtuvo respuesta —. ¿Papá?
Daven se giró hacia ella y con un ademán la invitó a salir al balcón y así lo hizo. No necesitó seguir cuestionando cuando lo tuvo frente a sus ojos. Enormes llamaradas de fuego ardían sobre una porción de una plantación de lijo y despedían un humo incontrolable.
—¿Son nuestros cultivos? —preguntó April.
—Ojalá lo fueran hija —contestó Daven.
—Son de los Ferraz —aclaró Iliria —, son los únicos cultivos que tienen, sin ellos, quedarán en la ruina.
La tormenta podría ser la salvación. Movió su cabeza buscando la tempestad, pero no la encontró. Veía claramente la loma y más allá ni una sola nube, tan solo estrellas. Dejó el balcón y se encontró a los chicos observando todo desde una ventana. Seguro habían escuchado la conversación con sus padres.
—Ya no está la tormenta —aseguró al llegar.
—¿Qué? —preguntó Sídney.
—No hay nada —respondió y todos se dirigieron al balcón de su habitación.
Era claro, no había ni rastro de la tormenta.
—Es imposible —afirmó Konrad sentándose sobre el borde de la cama —. Las tormentas no desaparecen de un momento a otro.
—Los terremotos tampoco mueven pedazos de tierra en específico —dijo Verónica —, pero así estamos.
—Nada pasaba en Uspiam ayer, y hoy, de repente, hay incendios forestales, tormentas y terremotos.
—Y también vientos fuertes —agregó Sídney y todos lo miraron por un momento —. ¿Qué? —elevó los hombros — ... Vi como varios lijos se desprendían de sus ramas cuando llegamos.
—¡Que alivio! —exclamó Iliria mientras pasaba por el umbral de la puerta de April tocándose el pecho con la palma de la mano.
April no dudó en acercársele.
—¿Alivio? —preguntó.
—Sí, hija, alivio. ¡El incendió se extinguió!
—Sí que son eficientes los bomberos —opinó Konrad al escuchar la noticia.
—Ningunos bomberos —afirmó Daven cuando él, su esposa y su hija entraban en la habitación —. Se extinguió sin ayuda.
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