Capítulo 12

—¡Me dijiste derecha! —gritó Sídney entre suspiros y con su cabello empapado en sudor.

—Nadie te va a decir nada en un partido —dijo Verónica lanzando el balón con una patada —. Y menos lo hará Paulo cuando estén compitiendo por la capitanía.

El balón voló unos metros por la cancha y Sídney brinco para detenerlo con el pecho, rebotó en su rodilla y fue a dar bajo su pie.

—¡Si haces gol, paramos por hoy! —gritó Verónica.

Llevaban más dos horas practicando y era momento de detenerse, Sídney no daba más. Decidido, echó a correr haciéndole camino al balón con sus pies.

—No has logrado anotarme ni un solo gol —le recordó su amiga preparándose para hacerle frente.

Con destreza amagó hacia la izquierda despistando a Verónica y, con la senda despejada, dio cuatro pasos a toda velocidad antes de que un grito lo distrajera.

—¡Son los sin rostro! —gritó la rubia.

El pie de Sídney se descontroló y golpeó el balón lo más fuerte que pudo, pasó media cancha, la portería y varios metros más sin detenerse hasta finalmente caer sobre las verdes hojas de los árboles del bosque y desaparecer de vista.

El chico se volteó afanado para buscar a los sin rostro.

—Pendejo —gruñó Verónica.

—No puedes hacer eso —reclamó Sídney indignado, al ver que había sido víctima de una distracción —. Es trampa...

—No es trampa, te estoy preparando. Podría apostar a que Paulo no va a jugar honestamente, seguro ya debe estar planeando alguna artimaña para ganar.

Exhausto, el chico caminó hacia las gradas para beber un largo y refrescante sorbo de agua helada y limpiarse el sudor con una toalla.

—Hay que ir por mi balón —dijo Verónica imitando el accionar de su amigo.

—¿Al bosque?

—¿A dónde más?

—Pero Konrad dijo que...

—Que había ogros y monstruos come gente —interrumpió Verónica —. Pues bueno, podremos matar dos pájaros de un tiro. Recuperaremos el balón y comprobaremos que no hay nada más que plantas y animales —arrojó la botella y la toalla al prado para luego dar dos pasos largos.

—No deberíamos —dijo Sídney sosteniéndola de un brazo para que no siguiera su camino.

—No me tienes que acompañar, si te da miedo puedes quedarte —aclaró Verónica sin despegar su mirada del bosque.

—No me puedo quedar. No te voy a dejar sola.

—¡Quédate! —exclamó Verónica zafando su brazo —. No necesito al caballero Rossell para que me proteja —masculló.

—No me iré.

—Entonces, por lo menos cállate.

Juntos, caminaron hasta toparse con un letrero vistoso de fondo rojo y letras blancas que ordenaba abstenerse de seguir, pero ninguno se tomó siquiera la molestia de leerlo.

Entraron al bosque y Verónica miró hacia todo lado de forma rápida. Sus tennis pisaban las raíces de los árboles, la tierra, el fango y el pasto a paso ligero. Sídney iba a unos cuantos pasos atrás tratando de mantener el equilibrio debido a tantos obstáculos.

—¿Dónde estará el balón? —preguntó el chico.

—Eso lo debería preguntar yo —respondió Verónica —. Tú fuiste el inútil que lo lanzó.

Anduvieron por varios minutos, viendo pájaros, lechuzas, búhos y otros pequeños animales.

—Vero ... creo que deberíamos volver, nos vamos a perder y no quiero terminar en el hospital como Konrad.

—¿Y perder mi balón? —preguntó al saltar una gran raíz —. No tengo dinero para uno nuevo.

—Te puedo comprar otro si quieres.

—¿Y que el loco de tu papá se entere de que me lo regalaste? No gracias, mi familia ya tiene suficientes problemas.

—No tiene por qué enterarse...

—¡Mira! —gritó Verónica señalando hacia un lugar —. ¡Otro hombre sin rostro!

Sídney giró su cabeza con rapidez y mucho miedo, pero no vio nada. Para cuando descubrió que había caído de nuevo en una broma la risa ahogada de Verónica entró en sus oídos.

—Pero que imbécil —dijo Verónica entre carcajadas —. Te la creíste ... y no una ... sino dos veces ... ¡dos!

El chico no veía el chiste en absoluto. Había confiado en sus amigos lo suficiente para contarles lo de los hombres sin rostro y Verónica no había cesado sus burlas desde entonces.

Ya no quería estar más en el bosque, estaba decidido a volver al colegio. Volvió sobre sus pasos y vio, casi sobre su nariz, una niebla gris que salía de entre los árboles y la maleza.

—¿Qué...qué...es esto?

—Creo que es lo que vine a buscar —respondió Verónica mirando atenta aquel suceso.

—Te dije, no deberíamos haber venido.

La niebla siguió avanzando hasta que los cubrió a ambos. Era tan densa que impedía la visibilidad y dificultaba los movimientos.

—Sídney, no veo nada —dijo la chica —¡Sídney! —tosió tapándose la boca con una mano.

Había algo extraño con esa niebla. El cuerpo de Verónica se volvió débil y tropezó con una rama cayendo sobre la tierra. Empezó a gatear en un intento desesperado por encontrar a Sídney y luego gritó su nombre con angustia.

Una de sus manos se hundió en lo que parecía ser agua, puso la otra delante y terminó por hundirse más. Sus brazos fallaron y, de un sacudón rápido, todo su cuerpo se introdujo en el agua. Ya no podía moverse, estaba sumergiéndose en una laguna, supuso, debido a la tranquilidad del entorno.

Era consciente de todo, su mente estaba intacta pero su cuerpo no respondía. El oxígeno se escapaba de sus pulmones lentamente. La desesperación era inimaginable, se estaba ahogando y no podía hacer nada para impedirlo.

Una sombra apareció en el agua tapando la poca luz de sol que aún veía, y fue hacia ella. El tiempo se le acababa, ya no tenía aire en los pulmones y sentía una impotencia enorme. Estaba ahí, como una lisiada, quieta, mientras moría.

La sombra, luego de lo que parecieron años, le agarró una mano y la arrastró hacia la superficie, sin embargo, sus sentidos empezaban a apagarse con cada segundo que pasa. Al salir de la laguna cayó en el pasto tosiendo y escupiendo toda el agua que había inhalado. Sus extremidades ya tenían movimiento.

Miró hacia arriba y, al ver a su salvador, pensó que sus ojos la engañaban, era ese chico flacucho y rubio de su clase.

—¿Tú? ¿Qué haces aquí? —preguntó poniéndose en pie.

—No es tiempo para preguntas, tenemos que salir del bosque ahora mismo —dijo Belmont agarrándola de un brazo y halándola.

—¡No! —gritó Verónica con agresividad al tiempo que liberaba su extremidad.

—Tenemos que irnos y entre más rápido lo hagamos mejor...

—¡Sídney! ¡Mierda! —exclamó Verónica —, necesito encontrarlo —agregó y salió a correr.

Belmont tomó una rama del suelo y la lanzó con tal puntería, a los pies Verónica, que la hizo tropezar. Ella, furiosa, se incorporó, tomó la rama con ambas manos, corrió hacia él y sin pensarlo lo atacó de forma salvaje al mismo tiempo que Belmont, con agilidad inhumana, esquivó el golpe.

—¡Imbécil! —gritó tomando la rama con más fuerza y lanzando otro golpe solo para fallar de nuevo.

Sin señales de rendición continuó intentándolo varias veces. Lanzó el golpe arriba, abajo y a los lados, sin acertar ni una sola vez.

—Cálmate —dijo Belmont —. Quizá ahora todo es muy confuso, pero no tardarán tú y tus amigos en entenderlo todo.

Verónica hizo oídos sordos y continuó con los violentos leñazos.

—¡¿Dónde está Sídney?! —gritó encolerizada.

—Nunca lo encontrarás —dijo Belmont y ella se detuvo —. Podrás buscarlo por todo este bosque cuanto tiempo quieras, pero ellas no dejarán que lo encuentres.

—¡Tú sabes dónde está! —exclamó alzando la rama.

—¡Por supuesto que no! —vociferó Belmont —, aunque debería saberlo.

—¿Qué? ¿Cómo que deberías?

—Simplemente ve a casa, yo me encargaré de encontrar a tu amigo.

—¡No pienso abandonarlo e irme sin más!

—Ya te dije que yo lo puedo encontrar —repitió Belmont.

—¿Y por qué tú? ¿Quién eres acaso? —preguntó Verónica bajando la rama.

—Soy el que los va a sacar de problemas como estos —respondió Belmont —. Perdóname.

—¿Perdonarte? ¿Por qué?

Antes de que Verónica hiciera un solo movimiento Belmont le arrojó una sustancia extraña que la dejó dormida instantáneamente.

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