Capítulo 9: Alas rotas.
Rebecca Stone.
14 de diciembre, 2019.
Sábado.
Me siento agotada, ¿sabes? Cansada de mis propias desiciones y las consecuencias.
—¿Eh? ¿Por qué quieren saber eso? —Adam se encontraba nervioso al otro lado de la barra, secando unos vasos de cristal—. Es vergonzoso.
—¡No importa la vergüenza si no el como! —explicó Asher.
Otro sábado más en Mon Soleil. Los días de la semana pasaban rápido, aguardando por hoy. Las charlas eran cada vez más casuales y de repente tomaban un camino filosófico, pero a pesar de ser todos diferentes nos manteníamos en sintonía por la edad y la experiencia manteniendo conversaciones.
—¡Venga, Leb, que no tengo tiempo para escuchar excusas! Debo comenzar a preparar el nuevo número, si no voy a terminar esclavizado antes de que termines tu historia.
Insistió James, haciéndonos reír levemente por el chiste racista que acababa de soltar. Sacudí la cabeza de un lado a otro para mostrar lo estúpido que sonaba eso si salía de la boca de un afroamericano. Volví a ponerme los guantes, justo cuando Adam decidió hablar.
—Duré 6 minutos... —balbuceó, sirviéndole otra copa a Asher—. Mi primera vez fue una terrible pesadilla disfrazada de placer que duró 6 minutos por mi culpa...
—Jajaja, no, espera, ¿en serio? ¿6 minutos? Recuérdame no hacerlo contigo, jajajaja.
Y como de costumbre, Asher Thorn no supo parar su lengua suelta que tendía a soltar el veneno que formulaba su enfermiza cabeza. Bebió el whisky con una sonrisa triunfante, recordando su primera vez.
—Vaya insinuación le hiciste al Leb—James se burló de ambos, elevando su gorro. Adam se cubrió el rostro, apenado y decaído por su terrible experiencia.
—No me gusta el pene.
—Mira, Asher, no me importa lo que los demás quieran hacer. Soy un hombre grande, me preocupo por mí.
James seguía molestándose, dándole palmadas en su espalda que lo llevaban hacia adelante, chocando repetidamente contra la barra. La mujer rara de vestido ajustado volteó a vernos confundida.
—Jaja, no te equivoques James, yo no soy...
Lo interrumpí, devolviendo la copa a la barra con brusquedad.
—¿Y qué hay del tal Luis, eh? Cuando éramos jóvenes me pareció que... Bueno, allá tú sabrás —informé, haciendo que Adam y James lo miraran sorprendidos, riendo. Aunque Asher pudo defenderse en seguida.
—Y aún así seguí prefiriendo a Anna.
Tartamudeó, callándome por completo. Ese era el nombre que menos quería escuchar de su boca. Incluso Adam calló al notar la incomodidad generada por sus palabras. Jean Faure nunca mencionaría ese nombre después de un momento como aquel, pero él estaba siendo Asher Thorn.
—¿Y quién es esa Anna? ¿Mujer guapa? —preguntó James, poniéndose de pie para incorporarse en las pequeñas sillas traseras y comenzar a tocar el saxofón desgastado. De nuevo esa triste y desafinada melodía sonó.
—Sé lo que es perder a alguien, Asher —Adam siguió la conversación, posando su mano en el cabello de Thorn—. Pero la felicidad de uno debe encontrarse en la felicidad del otro. De eso de trata, ¿no? De dejarlas libres y que encuentren la felicidad, no encerrarlas y romperles las alas como un despiadado sin control.
Sus palabras me hicieron recordar el motivo de mi presencia en Mon Soleil, y el odio que aún mantenía hacia Jean Faure creció inconmensurablemente. Mis dudas sobre a donde iba y porque cambié no podían ser detenidas, ni mis recuerdos de hace 10 años.
En ese tiempo las personas decían algo muy curioso: "A una mujer no se le hace llorar". Quizás Adam, de una década diferente a la mía, no hablaba sólo de una mujer. Dejarlos libres, no romperles las alas como bestias hambrientas, daba igual que género fuera. Estaba de acuerdo con ello. Todos debían ser respetados o torturados por igual.
La habitación apestaba a cigarrillo, un olor desagradable y consumidor que entraba y salía de sus pulmones, dejando daños severos en él. Dean Belmont, un "adulto" con el que recién me había acostado porque parecía ser decente antes de comenzar a ser violento en el acto.
—Deja de fumar esa mierda. Apesta.
—Cállate, niña. Estoy tratando de escuchar lo que dicen allá afuera.
Recargado en el marco de la ventana, fumando en silencio mirando atentamente a los jóvenes que pasaban borrachos a esa hora. El cielo nublado y el viento azotando los árboles; una vista peculiar para ser verano. Esperaba que él volteara en algún momento y me sonriera, tal vez porque quería experimentar el incendio en mi corazón, pero si no había sucedido antes dudaba mucho que lo hiciera después.
El cigarro después del sexo sólo me dejaba una cosa clara. Estaba estresado y aburrido. Tan concentrado en el cigarro para evitar pensar en los desastres de esa noche, manteniendo la calma para no explotar contra mí.
Di vueltas hasta posicionarme en el centro de la cama, como una estrella de mar seca por el calor infernal. Cerré mis ojos, rogándole a mi cuerpo que parara de sudar, era asqueroso. No quería pensar en nada. Me encerré en los campos de memoria disuelta en mi cabeza, sólo para no pensar en ese momento y así olvidar el mal olor en mis fosas nasales. Relajarme, a mi manera.
—Ya vete. Si te encuentran aquí el señor Dumont me despedirá.
—¿No te dan miedo las acciones de los humanos? —murmuré, aún en mi mente—. Debido a su soberbia pierden a los demás. Destruyen espejos, aves, y flores, con una sonrisa ruin. Aman y son amados de formas osadas. La mayoría de sus desiciones son construidas por el miedo. Quieren matar, quieren gritar, quieren destruirse, pero el miedo a las opiniones o leyes los encierra, ocultando su verdadera naturaleza. Pero todos son diferentes, nunca sabes quien se ha disfrazado de oveja o quien se ha disfrazado de lobo en el frágil corral. Sus acciones confunden tanto que no puedes distinguir entre buenos y malos, no hay punto intermedio. ¿No te da miedo? ¿No tienes escalofríos? Los humanos dan miedo, Dean, dan mucho miedo porque no sabes lo que piensan en sus retorcidas mentes.
—Sí, los humanos son complejos y por ello dan miedo. Las cosas amazacotadas tienden a hacer eso, como los libros llenos de detalles innecesarios llamados best sellers. Parecen ser de lo mejor, pero te dan un jodido dolor de cabeza.
Los sonidos de las aves comenzaron a las 5:30 am. Un canto pícaro e hipnotizante, uno que toma la mano y te lleva por un sendero en la pradera para apreciar las margaritas y los dulces aromas del campo. Sin embargo, yo nunca quise hacer esa clase de recorridos.
—Dicen que si pudiéramos ver la dimensión oscura y su inmensa aura terrorífica —hizo una pausa, dando otra calada—. Tendríamos tanto miedo de los demonios tétricos que se encuentran en nuestra puerta, haciendo largas colas en el mundo para entrar, esperando que asomemos los ojos, las manos o las piernas para devorar nuestras almas. Tanto miedo que todos creeríamos en los dioses sólo por nuestro egoísmo, para nuestra propia salvación mediocre y tóxica.
—Nadie tiene la necesidad de creer, porque ya no tienen miedo. Y los que creen es sólo para disfrazar su tremenda necesidad de aferrarse a las ilusiones del hombre.
—Si todos temieran y creyeran, entonces el comienzo de la vida carecería de sentido. —Elevó la barbilla. Sus ojos lucían secos por el humo—, pero no importa cuantas veces el humano obtenga lo que quiera, cuando la noche llega la soledad y el vacío están allí para acompañarlo.
—Todos dan miedo.
—¿Y tú? ¿Me tienes miedo por lo que hicimos? —Volteó a verme, con un gesto gélido. No esperó mi respuesta—. ¿O te tienes miedo a ti misma?
Me pareció ver color violeta en el cielo cuando el reloj marcó las 6 am. La ciudad de las luces y el amor siendo opacaras por el humo del cigarro. Lo apagó contra la pared, dejando una marca, como las muchas que había dejado en mí. Cuando la noche cae el vacío y la soledad aparece, pero cuando sale el sol la pesadilla sólo se repite.
Estoy cansada de ser arrastrada por la tormenta.
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