Capítulo 3: Recuerdos.
Rebecca Stone.
2 de noviembre, 2019.
Sábado.
Tal vez no nos sentíamos felices.
Cuando cierro los ojos, pienso en todas las grandes cosas que pude haber vivido, la felicidad que pude haber tenido, y las oportunidades que me habrían llenado por completo. Pero cuando los abro de nuevo, no hay nada ahí, porque realmente no lo deseé por completo.
Me mantuve imperturbable frente a él. Si bajaba la guardia como en el pasado, intentaría cortarme una vez más. No tenía tiempo para jugar, en realidad, no tenía tiempo ni para mi libertad.
Rebecca Stone era una mujer ricachona que gozaba de salud y una buena apariencia. Siempre se mostraba tranquila y distante, pero estaba muy ocupada a todas horas. Yo misma me encargué de que esas cosas se supieran con rapidez desde mi llegada al barrio francés.
—Parece que la vida no nos trató bien, ¿es así?
Dió un sorbo a su bebida. Mi rostro quiso expresar irritación, pero traté de controlarme. Había posado sus ojos sobre los míos antes de decir eso, ¿acaso me estaba llamando vieja?
—La vida nunca trata bien a nadie.
Articulé una sonrisa. El bartender sirvió el champán, ajeno a nuestra conversación. Ojos verdes y cabello rebelde. Si no estuviera ocupada, seguramente me hubiera gustado tenerlo en la cama.
Me arrepentí de mi deseo al ver su cuello asomarse por la camisa blanca. Estaba un poco sudado, pero para mí eran grandes gotas terroríficas resbalándose.
—¿Ya conocían este lugar? Estoy emocionado por ver caras nuevas. —El chico rió, señalando el gafete con su nombre para mí.
—No, Adam. Dicen que los mejores encuentros son los inesperados.
Traté de iniciar una conversación normal. Me sentía incómoda, todo en el lugar era lo que más odiaba. Expresión por encima de la estética, lo detestaba. Eso era algo que siempre odié del hombre sentado a mi lado, un humano con complejo de animal, o quizás un animal con complejo de humano.
—Y vaya que son inesperados. —Asher bajó el vaso, golpeándolo contra la barra.
Estaba molesto, y no sabía ocultarlo.
—¡Adam, cariño, sírveme vodka!
Volteé de inmediato para ver a la señora con un gran sombrero lleno de plumas. Me sentí ciscada por mi reacción. Era una señora, sólo eso.
Adam le respondió con una sonrisa y le llevó lo pedido como un sirviente feliz. Se detuvo a platicar con el hombre de color que tocaba un viejo saxofón. Una charla sobre música y antiguos tiempos en los que solían ser famosos fue contada. Cuando la vida era difícil pero la música podía darles paz incluso en el ojo de un huracán.
—¿Qué haces aquí, Rebecca?
Estaba esperando por el rompecabezas que tenía que hablar en su cabeza para dirigirme la palabra. Cobarde, pero nunca callado.
—Voy de un lado a otro en el país. Luisiana es sólo un destino más en el mapa. Siempre quise estar en esta ciudad.
—No hablo de Nueva Orleans.
—Es un mundo realmente pequeño, ¿no?
Retiré mis guantes con sumo cuidado, jalando hasta poder ver mis dedos sin polvo. Saqué unas toallas húmedas de mi bolso y limpié mi copa. Me mantenía tranquila la limpieza, no importaban mis condiciones. Desenvolví la tela dentro de mi bolso y saqué un pequeño spray. Desinfectante.
Apliqué dos veces el aerosol sobre la barra, y luego limpié con la tela. Finalmente, me sentí cómoda y el estrés huyó para poner mis brazos sobre ella y comenzar a beber.
—¡Achú! —giré a verlo asqueada y sorprendida—. ¡Achú!
—¿Pasa algo?
Intenté alejar mi silla para evitar los gérmenes.
—Es sólo que... ¡Achú! Soy alérgico al desinfectante en aerosol.
—Lo había olvidado.
Sí, había olvidado algo importante. Yo no olvidaba nada, también era famosa por ello. No era capaz de olvidar cifras enormes, y mucho menos un rostro de hace 10 años. Traté de no pensar en ello, tomando un sorbo del champán, el vino de los reyes.
—Hablando de cosas que olvidamos. Cuéntame un poco de lo que ha pasado en tu vida —jugó con sus dedos, pero no dirigió su vista a mí—. ¿Tus padres aún viven? ¿Qué tal tu hermano?
Algo en él también había cambiado. Iniciaba conversaciones, pero antes lo hacía hostilmente o daba golpes, ahora parecía querer relacionarse de manera común. No era algo de la edad, ni porque hubiera madurado. Él ya no era Jean, era Asher.
—Sólo mi padre. Alexander murió en un accidente el año pasado.
—Disculpa.
—Tú sabes mejor que nadie que la vida no es para siempre, y nosotros no somos el para siempre de la vida.
Sus labios intentaron formular una pesada oración, pero se vió interrumpido por la llegada del bartender.
—¿Necesitan algo más?
—Una puta y más whisky.
Asher Thorn me parecía un idiota, Jean Faure me parecía el doble.
—Disculpe, no puedo tolerar que se dirija a una mujer de esa manera —Adam tomó su vaso—. Yo ignoré su resaca, así que usted hágame el favor de no hablar de esa manera aquí.
—Un chico maravilloso —exclamé, pero mi tono de voz fue neutro.
Adam me sonrió tranquilamente. Su rostro seguía llenándome de curiosidad.
—Tu madre ha de adorarte.
—Murió cuando era pequeño. Espero que aún me siga adorando.
—Definitivamente lo hace.
Asher estaba molesto, pero recibió el segundo vaso sin soltar una ofensa, gran avance. Podía notarlo sólo con verlo, era un bebedor problemático ahora. Tomando alcohol y perdiendo la cabeza para soportar los días largos y olvidarlos fácilmente. En cualquier momento comenzaría a...
—¿Qué fue lo que nos pasó?
La oración que tanto le había costado, ahora estaba excavando espinas en mi mente. Quería hacer arder todo el lugar.
—Lo que a todos les pasa. Por un capricho se arruinan momentos fantásticos, hasta que no queda ni uno al cual llamar felicidad.
—La vida entera es un capricho. —Adam entró en la conversación.
—¿No te arrepientes cómo yo? —Asher sonó quebrado.
—Non, je ne regrette rien —suspiré—. Si lo hiciera, tendría que renunciar a mi orgullo. Y yo haría todo, menos eso.
Nos mantuvimos unos minutos en silencio. Al darle otro sorbo al champán fui trasladada a las entrañas del pasado, recordando cosas que estaban mejor muertas.
Mis primeros recuerdos brillaban, así que no hay forma de culparlos de mi presente. No había nacido en una familia problemática, no me sentía fuera de lugar cuando mi hermano nació, no sufrí alguna clases de acoso. Era un ambiente tan estético, en el que no podía recordar tristeza, y mucho menos una felicidad completa.
A los 7 años decidí darme una escapada de mi habitación para perseguir la perfecta melodía, proveniente del salón. Una danza de notas fusionándose en armonía que podía hipnotizar a cualquier animal e incluso mover las aguas con su fuerza. Mi padre se encontraba sentado en un asiento de curvas doradas, hablando con el hombre trajeado frente a él. Una charla de negocios.
Los números siempre habían sido lo mío, era una hija nacida en una familia de banqueros.
—Bonjour princesse.
Mi padre me dió la bienvenida, obligándome a hacer con una reverencia, formando dobleces como cortinas en mi vestido. En ese tiempo me sentía una verdadera princesa y me gustaba que me lo hicieran saber. La idea de vivir en un imponente castillo, rodeada de elfos mágicos y dragones feroces, usando una corona y reinando sobre los débiles, podía hacerme sentir un placer inigualable.
Madre volteó a verme de inmediato, dejando de tocar las cuerdas y la hermosa melodía.
—Bonsoir. —Saludé a los hombres.
Seguí de largo hasta llegar a ella, quien me esperaba con el cabello deslizándose por sus brazos abiertos hasta sus delicadas manos. Tenía la gran necesidad de escucharla tocar el violín de nuevo, así que le pedí que repitiera la misma triste canción hasta que me cansara y mis oídos se cayeran. Liebesleid, una obra de arte compuesta por el alemán Fritz Kreisler: fui arrastrada al mundo de la música con sólo oírla.
—¡Irina, eres una niña talentosa!
—Es una Dumont, no podía esperar menos.
—Esperamos mucho de ti.
—Eres perfecta.
Me gustaban los halagos, pero después de un tiempo comencé a cansarme y a pensar que necesitaba alguna otra forma de encontrar paz para ignorar lo que se ocultaba debajo de mi cama.
—Pequeña, por favor, ¿puedes llamar a mi nieto? —una anciana con grandes arrugas y ojos azules me detuvo, señalando al niño que a lo lejos estaba siendo regañado por sus padres.
—Disculpe, voy de regreso a mi casa.
—Pequeña, ¿cuál es el sentido de volver a una casa aburrida si puedes ayudar a escapar de unas nalgadas a un pequeño?
Mostré incomodidad, apartándome de la anciana. Volví ese día a casa con el pensamiento de aburrimiento. Era así, estaba aburrida a una edad tan corta, sin pensar que la aburrida era yo.
—Irina, ¿tú tomaste el dinero que tu padre dejó en su estudio?
—No, no lo hice.
Se sentía bien tomar lo que no era mío. No importaba el valor del dinero, no importaba lo que podía comprar con él. La sensación de romper las reglas era emocionante.
Dale a un niño un juguete y se aburrirá, castiga al niño quitándole el juguete y se divertirá tratando de tenerlo de vuelta.
—¡Irina, ¿tomaste de nuevo mi maquillaje?!
Me había desecho de unos cuantos miles de euros en maquillaje, tirándoselo al perro que teníamos en el patio. No era que quisiera usarlo, me divertía ver a mi madre desesperada buscando las cosas.
Siempre me gustaron las cosas estéticas, las personas estéticas, las modelos hermosas que derraman lágrimas de oro y los vecindarios de plástico con familias hipócritas. Porque entre más perfecto es algo, más fácil es corromperlo.
Pero él me molestaba, y me molestaba mucho.
—¡Jean, ¿qué demonios estás haciendo?! —su hermana mayor cruzó las puertas del instituto, sosteniendo la mano del niño que golpeaba con violencia al otro.
—¡Le voy a sacar lo ojos! —dió un golpe más. La sangre cayó en sus mejillas coloradas.
—¡Déjalo en paz!
Los observaba de lejos, asombrada e irritada hasta que llegaron los profesores. Era un desastre, no había nada que pudiera arruinar en él. Pero él podía dar la cara cuando destrozaba cosas, yo me ocultaba de manera ridícula.
Sus padres siempre callaron a los demás con dinero.
—¿Por qué no tocas como Irina? Eres demasiado brusco.
La profesora de música lo corregía constantemente dandole golpes en la mano por no poder seguir el ritmo de mi violín. El piano estropeaba la canción.
—¡No lo entiendo! —el niño hacía berrinches, aplastando las teclas.
—La música no puede ser entendida por oídos sordos y personas tontas. —Dejé salir entre dientes.
—¡¿Eh?!
Lo molestaba con mis comentarios en clase, pero nunca nos hablábamos en otras circunstancias. Ni si quiera en las reuniones de mi padre cuando la familia Faure llevaba su mejor champán.
Los Faure eran destiladores famosos que ganaban miles de euros en menos de una semana.
—Eres tan linda Irina, me recuerdas a mi hija cuando era pequeña.
—Ojalá nuestro hijo invirtiera su tiempo como tú. ¿Le recomendarías algunos libros para gastar el tiempo?
Me asomé detrás de ellos, viendo a Jean sentado en la mesa del fondo, amargado. Llevaba unos apósitos en su rostro y su corbata estaba torcida.
—Su hijo lee, señor Faure. Y probablemente más que yo.
Teníamos 12 años. Criados por padres que se regocijaban en la cultura y estafaban a quienes podían. Cuando Jean soltó esa frase, supe que teníamos parte de esa educación cultural tan maravillosa.
—Estupidez humana —hizo una pausa—. Humana sobra, realmente los únicos estúpidos son los hombres.
Dijo aquello, mientras veía a la profesora regañar al niño que él había golpeado. Se encargó de acusarlo de haber destrozado los útiles de los demás. Era un desgraciado burlándose con la boca bien abierta de las palabras: "los niños no hacen las cosas intencionalmente".
Era un pequeño niño recitando frases de grandes hombres. Un humano estúpido, actuando como una bestia sin control.
—Pensé que había basura en tu cerebro.
—Todos piensan eso, que mi cerebro está vacío y la violencia se resbala de mis pequeñas manos. No eres diferente al resto.
Otra copa de champán fue servida.
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