Capítulo 12: El Cuervo, Amapola, Leblanc, y Mon Soleil.

Rebecca Stone.
1 de enero, 2020.
Miércoles.

No tiene caso querer creer ni lamentarse cuando ya estamos marchitos y destrozados por nuestras patéticas acciones.

Sabía que el pasado iba a cargar consecuencias en mi futuro cuando mi familia y los Faure le pagaron cantidades exhorbitantes a la familia Leblanc para callar el asesinato de Anna. Fuimos expulsados más tarde de la familia, con diferentes nombres y enviados a otros países, para no volvernos a encontrar y no despertar más dudas, dejando el desastre que uno niños ridículos causaron.

Terminé metiéndome en asuntos ajenos que pasaron a ser la razón por la que terminé encerrada, con las alas rotas y los ojos de fuera.

—El dinero será transferido mañana a las 7:30 am, horario local.

No podía parar, quería observar todas las reacciones con detenimiento, para devorar sus emociones y sentirlas en carne propia, sin importarme estar al rojo vivo.

—¡¿Qué hiciste qué?! ¿Invertiste 10.000 dólares en un negocio inexistente? ¡Ni si quiera sabías quien era ese tipo! ¡¿No sospechabas de su vestimenta?! ¡Debemos reportarlo, ahora!

Hace dos meses, supe que estaban buscándome, que querían cazarme. El accidente de mi hermano menor no era una coincidencia divertida. Estaba teniendo problemas con las investigaciones de un detective irritable que me rastreaba como halcón, pero tenía la sospecha de que no sólo era uno, podía haber incluso terceros. Todos me querían encerrar en una jaula donde me cortaran en pedazos, no podía bajar la guardia en ningún momento.

—Mató a 12 de los nuestros. ¡Ese maldito desgraciado mató a los nuestros! —puse mis manos frente a él, evitando su saliva—. Lo mataré con mis manos, lo mataré. Quiero con vida a ese hijo de perra para usarlo como puta.

El hombre gritaba con violencia. Sabía que involucrarme con la mafia sólo traería problemas, pero negarme me hubiera llevado a mi muerte absoluta, y si podía evitarlo entonces estaba bien.

—¡Quiero al puto Amapola vivo, LO QUIERO AHORA! —desgarró eufórico, sacudiendo su cabello lleno de sudor. Su traje lucía incómodo.

Miré a mis alrededores. Acorralada por hombres serios en la segunda planta alta del lugar. Retiré mi cubre bocas y levanté la capucha en estado de vigila. Intenté retirarme los guantes con la boca y respondí entre dientes:

—Lo cazaré por usted, señor Luve, y se lo traeré vivo en agonía para que pueda usarlo de retrete y puta.

Miércoles, 6:45 pm. Ese día me detuve en Mon Soleil con dosis de arsénico, una sonrisa neutra, y mi convencional abrigo. Entré notando lo silencioso del lugar, aterrada, pues no había música en vivo pero sí habían varios ancianos disfrutando unas bebidas.

Me deslicé por la barra con sumo silencio, saludando a uno de los viejos. Adam se sorprendió al momento de verme, y me regaló esa sonrisa que tanto me gustaba y a la vez detestaba.

—Señorita Stone, que placer tenerla el día de hoy. Feliz Año Nuevo —no mencionó lo inusual que era venir en miércoles—. ¿Una buena copa de champán?

—Feliz Año Nuevo. Una de champán y una de bourbon whisky.

Me miró saboreando las palabras, y rió de lado a lado cuando llegó a la conclusión sin más pruebas.

—¿No estará esperando a Asher Thorn? —su pregunta fue directo al grano, sin poder ocultar en su rostro la timidez al pensar en nosotros dos.

—No lo sé... tal vez... o tal vez no... ¿Te cuento una historia, Adam? Una historia que tienes que descifrar.

Acomodó los vasos de cristal, bajando el retazo de tela con los que limpiaba. Acomodó su corbata y se recargó en la barra con sus manos, pasando parte de su cabello detrás de las orejas para escuchar.

—Una gran gallina tuvo muchos polluelos, formando una gran familia —di inicio a mi relato—. Unos crecieron y abrieron los mares, descubriendo islas maravillosas, teniendo propósitos grandes y aventuras inmensas. Otros decidieron instruir a los demás polluelos, imponiendo reglas en la granja. Unos fueron vendidos y apartados de sus familias, siendo obligados a vivir en lugares lejanos y oscuros. Pero esta es la historia de cinco lindos polluelos que crecieron hasta convertirse en buenos pollos.

—Toda una sociedad representada de manera tierna. —Opinó.

Solté mi cabello, con la intención de cubrir mis orejas del frío. La calefacción no era fuerte. Me imaginé en un congelador, tal vez eso hubiera sido mejor para mantenerme viva.

—Dos polluelos se odiaban entre sí, peleaban todo el tiempo y sus acciones eran descabelladas. Peleaban y se obsesionaban desde pequeños hasta ser adultos, destruyendo todo lo bueno que les había dado mamá gallina, hasta no dejar nada. Los otros dos polluelos habían nacido en miseria, llorando por la mamá gallina y lo poco que les había dado. Crecieron a través de dolor, tornándose insensibles y perdiendo vitalidad de inmediato. Y el último polluelo atacaba a los demás, atacaba a todo el que podía, porque era la manera de mantener estable la ley en la granja.

—Dos personas que lo tenían todo y terminaron destruyendo cada pedazo hasta hacerlo polvo como psicópatas —su mirada era triste y sus palabras vagas, se mostraba sensible—. Dos personas que no tenían nada y crecieron a doloridas, insensibles y perdidas: sociópatas. Y una última persona, o más bien un estilo de vida, arrancando a los demás.

El término "arrancando" me recordó la noche junto a él, lamentándose de su vida. Sirvió la copa de whisky y champán, pero yo no la toqué.

—Buen razonamiento —proseguí—. Pero respóndeme una pregunta, Adam, ¿quiénes son los verdaderos enfermos, los trastornados, y los estabilizadores?

Me miró intransigente. Se reincorporó en una pose recta, cruzándose de brazos, pensativo. Sus labios hicieron ligeros movimientos hasta que dió su punto de vista.

—Los dos primeros estaban trastornados, porque perdieron la razón después de tanta discusión en medio del caos, destruyendo como huracanes su entorno. Los otros dos eran estabilizadores en el mundo: pues todos seguimos viviendo con dolor, personas aterradas consumiendo cigarrillos de amargura, esperando a que sus pulmones se desgasten y mueran; pero siguen viviendo y contrarrestan la abominable ilusión de la felicidad temporal. Y los enfermos son los que manipulaban a todos desde las sombras, sin remordimiento y sin piedad.

Vertí el contenido.

—Fallaste, Adam. Los enfermos nacieron con la enfermedad, por eso desde su infancia destruían toda clase de vida y sensación efímera. Los estabilizadores eran aquellos que reducían la población, ocultándose, manteniendo el control para que los humanos no se atacaran entre sí. Sabes... —tomé aire y deseé no poder respirar—, los trastornados eran aquellos que nacieron sanos pero sus sueños se distorsionaron por la ineficiente realidad, la experiencia los volvió sordos con las bocas cocidas, los pulmones quemados y el odio en las manos; contaminados por la fiebre de su entorno, delirando sin una cura hasta morir solos, acabados por su propia "cordura".

—Señorita Rebecca —suspiró, tratando de entenderme—. No sé qué habrá vivido para hablar de esa manera, y tampoco entiendo cuál es el grupo al que pertenece por más que me gustaría saberlo. Soy joven y no terminaré de madurar al igual que todos los demás. Seguiré atrasando metas por vicios banales, y quizás termine tocando el saxofón con James algún día. Pero escuche bien las sabias palabras de mi abuelo: No hay felicidad más grande que la que viene después de la tragedia más dolorosa. Pero estamos tan amargados, estrujando nuestro corazón hasta clavarle las garras y hacerlo sangrar, que no nos damos cuenta de esa hermosa felicidad.

Saqué una bella flor roja, una amapola, y la coloqué debajo del whisky. Lo moví a una esquina y le sonreí. Adam parecía curioso de mis movimientos, así que sólo le pedí que no lo moviera hasta que Asher llegara el día sábado. El accedió sin hacer preguntas, sólo lo cubrió con un porta vasos.

Me puse de pie trastabillando. Estaba decidida a retirarme directo al matadero. Cansada, me sentía tan cansada que mi cabeza iba a estallar. Mis sienes latían y mi corazón era pesado. Lo sentí la noche de ayer, y cuando nos despedimos la semana pasada y ahora. Habíamos hecho muy bien nuestro trabajo todos estos años, e íbamos a cerrar con broche de oro haciendo un espectáculo sin estrellas, dejando el rastro de estelas que no llevaban a ninguna parte, sólo aquí.

Caminé a la puerta, mirando de reojo el lugar. Los mismos instrumentos polvorientos que me daban náuseas, la mujer de siempre ebria, las luces cálidas y la madera hogareña. Todo eso era lo que más odiaba, pero aún así  pude sonreírle una vez más a Mon Soleil y los recuerdos espinosos que se enterraron con fuerza para no irse de nuevo.

—Rebecca, ¿la veré aquí el sábado? —consultó, amablemente.

—No, no volveré, Adam —abrí la puerta, dejándome azotar por el frío de la ventisca. Las pocas escaleras que debía subir para salir del edificio estaban cubiertas de nieve—. Y él tampoco volverá, ni si quiera lo volveremos a ver en esta vida ni en las dimensiones paralelas.

—¿Qué dice, señorita? —rió incrédulo, retirando mi copa vacía de champán, pero no tocó el whisky.

—Pero eso ya lo sabías, ¿no, Adam? —le devolví la sonrisa serena y salí del lugar.

La nieve caía, deteniéndose ante mis ojos, transformando un mundo de color blanco y negro. Pero para mí fue una restauración de todos los colores que no había visto desde pequeña.

Las patrullas rodeaban Mon Soleil, y los policías me apuntaban en todas direcciones. Estaban cerca, pero se sentían tan distantes como las estrellas más cercanas, y aún más fríos que la cálida y abrazadora nieve.

—¡Al suelo! ¡Lleve las manos a su cabeza!

Caí de rodillas en el hielo, con las manos alrededor del cuello, y una sonrisa deslumbrante. Mis odiados ojos no evitaron mirar una vez más los rostros de sus presas convertidas en cazadores. Intenté devorarlos, pero no tenía arcos, ni flechas, ni una mísera roca cerca para atacar.

El ave había sido cazada, y no lo iba a detener.

No iba a detenerme de nuevo.

~•~•~•~

Noah Leblanc.
4 de enero, 2020.
Sábado.

El procedimiento y la aceptación de la confesión iban bien. La investigación de todos los hechos involucrados con ella fueron extendidos a tiempo indefinido, pero el juez con quien mantenía amistad me dió unas palmadas diciendo que el Cuervo ya no tenía alas y yo no debía preocuparme. Por un minuto pensé que todos los años de investigaciones y pistas incongruentes no me llevarían a ningún lado si la mafia se relacionaba y mi equipo resultara coludido. Las películas y series policiacas me habían hecho un lavado de cerebro y era muy pesimista.

Me arrepiento de muchos errores a los que no les pudo poner un alto: No me casé con la mujer que amaba. No tuve hijos. Viví absorto por el trabajo. Pero, mi más grande error y triunfo fue haberme acabado la cajetilla de amargura para llenar mis pulmones de miseria. Me sentía tan orgulloso y a la vez tan achacoso.

Me paré frente al viejo edificio del que provenía una melodía desafinada con esperanzas solitarias. Como un secreto muy preciado encerrado en una lata con estambres de la abuela y recortes de la madre. Respiré el aire frío por segundos deseando congelarme y morir allí.

La deslumbrante luz del cartel en la parte baja del edificio me hizo reaccionar, y darme cuenta de que me estaba quedando tieso. Jazz y alcohol. Era el mismo lugar donde mi meta había sido realidad, donde había cazado al ave y las flores de un sólo tiro. Por fin podía ver con otros ojos ese lugar acogedor.

Me armé de valor con unos saltos pequeños, dispuesto a entrar e iniciar una conversación para preguntarle a los clientes habituales la experiencia de haber sido rodeados por patrullas.

Me gustaba saber que clase de expresión ponían los demás: aterrados o emocionados por un momento de cine.

Bajé con lentitud los escalones, relajando mis latidos con mi mano en el pecho, junto a mi corazón. No quería sentirme vacío después de haber logrado todo lo que quería desde que entré a criminalística en la universidad. Al abrir la puerta de caoba, me sentí impregnado por ese olor dulce y embriagador del alcohol. El jazz: la expresión por encima de la estética era perfecta para el ambiente. Era armoniosa aún con el sonido del saxofón desgastado.

Sí, no había cosa más hermosa que ese momento glorioso.

Una mujer de proporciones asombrosas me saludó.

—¡Noah, no te veía desde hace casi 8 años por el barrio francés! —expresó, haciendo que el bartender girara a verme con los vasos aún en las manos.

—¡Feliz Año Nuevo atrasado, Curny!

Tomé asiento en la barra. El bartender no apartó la fría vista de mi cabeza. Estaba molesto e irritado. Traté de comenzar una conversación de inmediato, evitando los nervios.

—¿Sabes —miré su gafete con una sonrisa—, Adam? Un caso en el que trabajaba ha sido casi resuelto. Y me siento tan orgulloso de mi trabajo que vengo hoy a beber en este maravilloso lugar una maravillosa bebida y desmayar.

—Ya veo —se acercó a mi rostro, rozando nuestras frentes como si intentara medir mi temperatura—. Pero cuando no hay blanco al cual disparar entonces no tiene sentido seguir usando el arco.

—Buen consejo.

—Cuando no hay abono, agua, ni sol, no tiene sentido seguir cuidando de las flores. Sólo deben arrancarse para secarlas y conservar su belleza.

—Otro buen consejo —reí, por su comportamiento.

—¿Qué haces aquí? ¿No te dije que no quería que nos volviéramos a ver después de que obtuvieras la confesión? No quiero verte.

Su cabello largo y ondulado no iban acorde a su personalidad seria, y sus ojos verdes eran duros y penetrantes. Siempre usé el cabello corto por el trabajo y mis lentes eran los accesorios de mi vida diaria. Teníamos la misma edad, pero yo lucía mayor por unos 4 años quizás. Él era un joven que parecía anciano y fingía una sonrisa, yo era un joven que parecía niño y fingía seriedad.

Mi Sol, Adam, mi querido sol —susurré apartando la mirada de su rostro, clavando mis ojos en el whisky a unos centímetros de mí con una amapola seca debajo de la copa.

Me miró como si dijera: "No toques lo que no es tuyo y no vuelvas a llamarme así".

Estiré la mano fingiendo no entender la indirecta, y lo llevé a mis labios para saborearlo.

—No bebería eso si fuera tú —susurró, echándome unos ojos cargados de desprecio, pero sus palabras me detuvieron al instante.

Devolví la copa a la barra, asustado por mi ignorancia.

El hombre de piel oscura que tocaba el saxofón se puso de pie y se dirigió a Adam, pidiendo más vodka. Se detuvo un momento confundido a verme, y reparó nuevamente en Adam. Su rostro se contorció hasta reír y señalarnos con un aura cómica.

—¿Leb, es mi imaginación y estoy jodidamente ebrio, o te estoy viendo multiplicado?

Reí, en nombre de todos los Leblanc.

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