Capítulo 1

Todas las personas saben varias cosas con plena certeza; que el agua cae y no sube en una tormenta, que de noche no sale el sol, que el mar es salado o que Da Vinci pintó La Mona Lisa.

Verónica Salazar, además de todo eso, sabía que las flores hablaban con ella.

No se pronunciaban en voz alta ni movían sus pétalos como si fueran labios pero se comunicaban de forma especial con Vero, haciéndole cosquillear las yemas de los dedos o provocándole un escalofrío en toda la mano; lo que hiciera falta con tal de que ella pudiera saber lo que las flores querían decir.

Vero tenía una florería y con su don secreto le daba a sus clientes flores con un destino marcado.

Solo necesitaba un par de líneas en que el cliente le dijera para quién eran las flores y el motivo de regalarlas, después de eso las mismas flores le decían cuáles debían irse con aquel cliente. Nunca fallaban; los ramos llegaban a su destinatario y cumplían con su misión: dar un sentido pésame, desear un bello cumpleaños, pedir una sincera disculpa o buscar el amor sincero.

Cómo lograba Vero adivinar las flores favoritas de esas personas era un misterio para cada cliente pero la eficacia del resultado hacía que los cuestionamientos pasaran a segundo plano.

Vero amaba sus flores y sus flores la amaban a ella. Su florería era su sueño logrado, su pasión desde que descubrió su don; pasar las horas encerrada entre miles de colores y aromas naturales era lo que más amaba en el mundo.

Un día caluroso a mitad de verano sonó la campanita de la entrada que avisaba que un cliente nuevo estaba entrando; Vero levantó la vista de la libreta donde anotaba los tipos de flores que se le estaban acabando y sin querer tiró su bolígrafo al suelo por mirar al recién llegado.

Era un hombre de poco menos de treinta años, tenía el cabello rubio oscuro y largo pero atado a una coleta alta; su nariz era delgada pero pronunciada, sus cejas pobladas y de una forma elegante. Llevaba un suéter cuyo cuello le cubría hasta un poco más abajo de las orejas, un pantalón azul oscuro y las mangas subidas hasta su codo. Exhaló un suspiro acalorado al dejar el ardiente sol de la calle y pasar a la frescura de la florería.

Para Vero, quien rara vez se embelesaba de tal manera con una persona, fue como amor a primera vista.

El cosquilleo de su corazón, el temblor de sus manos, su sonrisa dibujada casi al instante y ese sexto sentido interno le gritaban que él era el amor de su vida. No hay forma de explicar lo que Vero sintió a los que no creen en el amor instantáneo, pero para los que sí son creyentes es posible asegurar que ella sintió que encontró a su otra mitad solo al verlo cruzando esa puerta.

—Que calor hace afuera —comentó el hombre con amabilidad mirando a Vero tras el mostrador—. Mal día para usar un suéter negro.

El hombre se quedó mirando a Vero hasta que ella supo que era necesario decir algo en respuesta. Sacudió la cabeza para salir de su estupor.

—Sí, bueno, estamos en verano y es mediodía.

Él la miró con una ceja enarcada, casi preguntando el motivo de su afilado comentario. Vero lo lamentó y no supo de dónde había venido ese tono; ni siquiera con sus clientes regulares era de lengua confianzuda.

—Sí, que tonto de mi parte.

—No lo decía con esa intención, disculpa. —Vero carraspeó—. Hola, bienvenido.

El desconocido pulió una accesible sonrisa y tras echar una rápida ojeada alrededor, se acercó a Vero.

—Gracias. Necesito unas flores para llevar a un domicilio, por favor.

Apoyó suavemente los codos sobre el mostrador; su piel de cerca lucía un poco más opaca, casi del color de la canela en polvo. Vero se tomó esa cercanía para observar el bonito tono ámbar de sus ojos y tuvo que reprimir un suspiro.

—Claro, sí. —Vero sacó de la parte de abajo una libreta de hacer facturas y, con el mayor profesionalismo que pudo, empezó a preguntar—. ¿Su nombre?

—Henry Doylle, con Y y doble L.

Henry, repitió Vero en su interior, buscando maneras rápidas de que una conversación en ese instante llegase a una cita o algo similar para seguir conociéndolo. Apuntó el nombre en la parte superior de la factura de venta.

—Bien. ¿Dirección del destinatario? —Henry se la dictó sin dificultad alguna, igualmente con su número telefónico—. ¿Alguna hora en específico en que desee que se entreguen?

—Después de las seis, antes de esa hora ella no está en casa.

—¿Algo para la dedicatoria?

—Sí. —Henry bajó la voz, un tanto abochornado, lo que Vero encontró adorable... al menos hasta que habló—. "Eres el amor de mi vida, por favor hablemos. Te amo de aquí a la estrella del norte. H".

Vero no escribió de inmediato porque se quedó muchos segundos procesando lo que acababa de decir. ¿Novia? ¿esposa? ¿amor de su vida? Su pecho se desinfló casi de inmediato con la decepción... pero no podía ser, él era el amor de su vida, ella lo había sentido y eso no se siente sino solo una vez y cuando es real... al menos eso fue lo que siempre le dijo su abuela.

Vero anotó entonces las palabras con desgano, buscando opciones.

—¿Novia? —preguntó, con la sonrisa más amistosa posible para que Henry lo tomara como mera charla casual.

—Prometida. O eso espero, hemos tenido problemas...

Vero leyó sus propias palabras "por favor hablemos", eso implicaba que había existido una discusión que los tenía separados y que ella le estaba dando la ley del hielo... lo que en la mente inmediata de la florista se tradujo a que de momento no estaba en una relación real.

—¿Muy graves?

Henry la miró, aturdido... o más bien incómodo e irritado de que una completa extraña fuera tan metiche.

—Me dijeron que tú sabes qué flores dar —insinuó, cambiando el tema al tiempo que Vero se percataba de su imprudencia—. Le vendiste algún ramo a un compañero de trabajo, sus palabras fueron "las flores de Vero, (y asumo que tú eres Vero), hicieron justo lo que le pedí". Admito ahora que no soy fiel creyente de este tipo de cosas pero... estoy algo desesperado y no sé nada de flores.

Vero soltó una risilla entre dientes.

Necesitaba encontrar una manera rápida de que su cruce repentino con Henry no quedara solo en eso, pero de momento no podía hacer más que atenderlo porque el mero hecho de mencionar en voz alta que ella creía ser el amor de su vida, lograría que él saliera corriendo del lugar.

Vero rodeó el mostrador y se juntó con su cliente que resultó ser casi igual de alto a ella.

—¿Cuál es tu intención?

—¿A qué te refieres?

—Con las flores. ¿Le pedirás perdón? ¿la quieres reconquistar? —Vero bajó la voz y dijo la última opción en un susurro—. ¿Es tu forma de decirle que es momento de partir caminos pero que siempre la querrás como una amiga?

Las esperanzas eran nulas con esa última opción, pero no perdía nada preguntando.

—Quiero que me dé un poco de su tiempo para que hablemos y arreglar las cosas. Así que la intención es algo como "déjame entrar a tu casa y dame unos minutos", supuse que las flores eran un buen método; al menos por agradecimiento deberá dirigirme la palabra.

—Buscas amabilidad y comprensión —dijo Vero, aunque más para sí misma.

Se alejó de él y empezó a mirar con fijeza la gran variedad de ramos y flores que la rodeaban, fingiendo que buscaba con atención las correctas, pero en su mente solo tramaba formas de que Henry no se fuera. Su primer plan apresurado era atenderlo, vender las flores pero nunca enviarlas, al pasar el día, él debería sí o sí ir a hacer el reclamo, lo que le daría otra visita suya en la que podría tener planeada una conversación para atraerlo.

Era un plan muy vago pero de momento no tenía más.

Henry le dañó el plan en unos segundos:

—Pensándolo bien, creo que las llevaré yo mismo. Si mi intención es amabilidad de su parte, queda mejor que las flores lleguen de mis manos, ¿no crees?

Vero, aun de espaldas a él, se mordió el labio con ganas de negar.

—Flores a domicilio también son un buen gesto.

—Tú eres mujer, ¿prefieres flores de un mensajero o directamente del hombre que amas?

Del hombre que amas, se hizo de nuevo el eco en su mente. Si lo amara realmente, la chica en cuestión no se resistiría a hablarle, ¿o sí? Cada detalle le decía más a Vero que debía retenerlo de alguna manera, que debía demostrarle que era mejor no insistir con esa persona y que las cosas se dieran a su ritmo... con ella.

—Considero más importantes las flores en sí que la mano que me las tiende —respondió, evasiva.

—Sí, creo que igual las llevaré yo. ¿Cuáles creen que sean buenas?

Vero resopló y siguió mirando a su alrededor. Estiró su mano sin intención de tomar nada aún, era su forma de comunicarse con sus flores, ella sentiría cuando estuviera cerca de las correctas. Su palma alcanzó un ramo de lirios y percibió un hormigueo conocido en su piel además de una sensación de fugaz tranquilidad que la invadió; esa era la señal, los lirios eran las que cumplirían con el objetivo de Henry.

Pero entonces Vero, antes de tocarlas, retrocedió, arrugando la frente para sí misma. Dárselas era mandar a Henry a los brazos de otra cuando tenía la única oportunidad de no dejarlo ir; en ese momento Henry estaba relativamente soltero y los lirios iban a cambiar eso.

No. Henry era el amor de su vida, no podía dejarlo pasar.

Vero se dio la vuelta y tomó de la pared opuesta un ramo pequeño de azucenas. Experimentó por dentro una sensación nueva, desagradable, era como si una sombra helada se le hubiera colado entre los dedos y la recorriera entera, en su lengua sintió el regusto de las uvas pasas —sabor que odiaba— y un vacío negro con púas se instaló en su pecho.

Vero envolvió las azucenas en un bonito papel brillante, le agregó unas cintas de colores para decorar el arreglo, puso mirto en medio de los tallos y finalmente colocó el ramo listo sobre el mostrador.

—¿Seguro que no desea domicilio?

Henry miró con algo de decepción el ramo, como si esperase algo más magnífico, pero no objetó nada porque tal como había dicho antes, no sabía nada de flores y confiaba en la capacidad de la florista de quien ya tenía referencias cercanas.

—Seguro.

Henry pagó sus flores y cruzó la puerta de salida.

Vero sabía que esas flores no iban a funcionar para nada, por ende había una alta probabilidad de que Henry fuera a su local unos días después para hacer un reclamo pasivo... también era posible que él lo dejase pasar porque no iba a culpar al cien por ciento a las flores de su fracaso con esa mujer, pero era mejor ser positiva.

No podía, sin embargo, ser positiva.

El escalofrío no había abandonado su cuerpo y la sensación gris con sabor a uvas pasas continuaba invadiéndola.

Había desobedecido a sus flores y su instinto le decía que eso era muy malo.

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