Capítulo 8
LUNA
Guzmán lee el diario en el sofá, yo leo un libro, y Hope hacía su tarea en el comedor. Un día cualquiera, casi normal. Solo que, en realidad, no lo era.
Aunque había logrado ocultar el raspón de hace unos días, un problema mucho mayor, de un metro ochenta y siete, piel bronceada y cabellos castaños, caminaba decidido hacia nuestra puerta. Alzó su ejercitado brazo de resaltadas venas, y tocó en un rítmico golpeteo, como si de una exploradora vende galletas se tratara.
Guzmán me dirige una mirada ceñuda, como si, al igual que yo, acabara de intuir que tras ese rectángulo de madera blanca, estaba alguien non grato.
Es Hope quien se levanta de un salto y abre la puerta.
—Hola —dice alegre
—¡Wow! ¡Pero mira nomás qué belleza me ha recibido!
Hope revienta una melodiosa carcajada, y Guzmán, al oír la voz masculina que me eriza los vellos de la espalda, se puso de pie a paso golpeado y posicionándose tras la niña.
—¿Qué se le ofrece? —pregunta de manera hostil.
Él responde aclarándose la garganta y pregunta por su hija Luna. Aprieto mis párpados en el momento que le escucho decir semejante cosa, porque ya me veo venir el jodido lío.
—No se encuentra —le responde tajante, y Hope voltea a verlo con las cejas fruncidas.
—Oh, vale. Otro día vengo a buscarla entonces, le agradezco.
Guzmán ni siquiera se despide y cierra la puerta en la cara del idiota que acaba de joderme la tarde.
—¡Has dicho una mentira! —ataca Hope.
—¿¡Por qué ese pendejo ha venido a buscarte!?
Grita estruendoso, motivo por el que la niña se cubre los oídos con las manos y corre a su habitación.
Chiquilla lista.
—N-No lo sé —digo temblorosa.
Guzmán se acerca a mí, lento, analítico, y amenazante. Como un jaguar rodeando a su presa.
—Cambio la pregunta. ¿De dónde coño le conoces?
Su voz es filosa, engañosa, como si hubiera una trampa en aquellas palabras.
—N-No lo conozco.
Suelta una carcajada amarga e irónica, me observa con sus ojos desorbitados y rojizos, llenos de cólera.
—No me digas. ¿Por qué no puedo creerte Luna?
Trago el nudo de mi garganta y respiro profundo, preparándome para aquello que sabía qué pasaría desde el momento que escuché al hombre tras la puerta pronunciar mi nombre. Aquello que era común que sucediera y que, por lo mismo, cuidaba cada paso que daba. Aquello que no me apetece describir, contar, ni tampoco recordar.
****
Guzmán calma su bestia interna con tragos de whiskey, hasta quedarse noqueado en la cama. Y yo, nuevamente, estoy ahí, viendo cada grieta y cada mancha del techo, que hoy me parecen más rojizas, más fúricas, más reconocidas. Con la clara forma de un rostro de sonrisa canalla y ojos almendrados, que me moría por partir a golpes hasta hacerlo papilla.
Salí raspando los patines con furia contra el asfalto, inundando las calles con un sonido hosco y golpeado en cada empuje. Bufaba como toro y apretaba los puños a tal grado, que temblaban agitados.
Ahí estaban, los techos triangulares, filosos como yo misma en ese instante. Aceleré el paso y pronto me encontraba cruzando el pasto a zancadas, directo al imbécil que está sentado en el porche con un cigarrillo en la mano.
—¡Luna! —dice encantado, mientras se pone de pie de un salto.
Su rostro comienza a desencajarse al mismo tiempo que me ve furiosa intentar quitarme un patín, sin dejar de avanzar a saltitos. Por fin logro quitarlo de un tirón y lo aviento con todas mis fuerzas.
—¡¡Pedazo de pendejo!!
—¡¡JODER!! —Grita después de lograr esquivar el pesado artefacto que se estrella junto a su puerta en un estruendoso golpe, quedándose encajado en la madera.
—¡¡¿En qué estabas pensando?!! —Reclamo mientras intento quitarme el otro patín.
—¡Luna, espera! ¡Vas a matarme!
—¡¿Y tú pensaste en eso cuando fuiste a buscarme!? —Digo logrando mi cometido de un jalón.
—¡¡LUNA!! ¡Perdón, perdón! ¡Joder, perdón!
Lloriquea mientras se cubre con ambas manos la cabeza, con la frente pegada en sus rodillas, hecho un huevito tembloroso. Me freno en seco de ver tan ridícula escena, y no puedo evitar fruncir el rostro en una mueca asqueada.
—¡Pero si eres llorica!
Adam alza la cabeza con cuidado, asegurándose de que no haya más peligro.
—¡¿Has visto el peso de ese puñetero juguete?! ¡Pudiste reventarme la cabeza!
—Pues lo mereces.
—¿¡Qué!? —Exclama estupefacto—. ¿¡Por irte a buscar!?
—Nadie te lo ha pedido.
—Bueno, mujer, me disculparás, pero ninguna chica me ha dicho jamás que las busque. Uno tiene que tomar la iniciativa.
No puedo evitar horrorizarme ante su estupidez.
—¿¡Pero a ti quién coño te ha dicho que quiero tu puñetera iniciativa!?
Se encoge de hombros temeroso y un poco avergonzado.
—¡Pues nadie! Pero yo quería saber de ti y es imposible si cada vez que te veo, huyes al segundo. ¿¡Eso qué tiene de malo!?
Doy un respingo de sorpresa, porque para nada esperaba esa respuesta. Y entonces caigo en cuenta, que son las 2:45 de la madrugada y este tío está sentado en su pórtico sin hacer absolutamente nada más que fumar.
—¿Me estabas esperando? —pregunto en un susurro.
—¿Qué?
Él me observa completamente confundido e incluso ofendido. Parpadea un par de veces asimilando mi pregunta, percatándose de que le pregunto por este momento y no por el inconveniente de la tarde.
—Pues sí, te esperaba.
—¿Todas las noches?
Él pasa saliva incómodo y lo veo rascarse la nuca ruborizado.
—Bueno, he dicho que quería saber de ti.
—¿Por qué?
Revienta una carcajada llena de ironía.
—Hostia, no sé. Pues conocerte, charlar, ¡que sé yo! Lo normal.
Lo normal, me repito. ¿Qué cosa es normal en mi vida?
Sonrío a mis adentros, porque al parecer, lo era él.
Lo barro con la mirada, buscando el desperfecto en todo esto, porque no confío, ni en él, ni en nadie. Pero hay algo que comienzo a preguntarme, y es que quizá, no todo el mundo quiera hacerme daño como me gusta pensar, es decir, debe haber más gente como la señora Jordan.
Me cruzo de brazos en actitud demandante, aun con el patín colgando de mi mano.
—No puedes ir a mi casa, nunca, jamás en tu vida. ¡Ni siquiera acercarte! Ni un sólo centímetro, y bajo ningún motivo. ¡Tienes que jurarlo!
Alza una ceja incrédula y comienza a ponerse de pie.
—Vale. Nunca jamás me acercaré a tu casa.
—Júralo —repito demandante.
—Vale, lo juro.
Contiene la risa con esfuerzo, cosa que por algún motivo me irrita.
—¿Qué? —pregunto con molestia.
—¿Ya somos amigos? —dice divertido.
—¿Estás en el preescolar acaso? Nadie pregunta eso.
Él niega con la cabeza, sonriendo con simpatía al mismo tiempo que abre la puerta de su casa, indicándome que entre.
—Mujer. Vas a volverme loco con esos cambios de humor.
—Cuidado con lo que dices, que aún tengo un patín en la mano.
Entonces revienta una melodiosa y rasposa carcajada que me contagia, y tengo que apretar los labios para contenerla.
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