Capítulo 30
ADAM
Si buscas en un diccionario la palabra sufrimiento, encontrarás diferentes significados, como el siguiente:
Estado de dolor físico, emocional o mental. Se manifiesta de diversas formas, como el dolor físico causado por lesiones o enfermedades, así como el dolor emocional originado por eventos traumáticos, pérdidas, decepciones o dificultades personales.
Una definición sencilla, clara, y en realidad, una putada, porque no explica nada.
No me explica por qué el dolor de saber que se ha ido, es mayor que el del agujero que me ha dejado una bala, o que el del tubo ensartado en mi tórax.
No me dice por qué al saber que no volveré a verla, me quedo sin aire y me duele todo. Por qué quiero gritar hasta desgarrarme la garganta, o golpear todo hasta no sentir mis extremidades.
Tampoco me explica, por qué carajo, después de tanto tiempo, la sigo soñando. Ni por qué de la nada: cocinando, podando el pasto, o en medio de una reunión, siento la punzada en el pecho. Un dolor físico, agudo, que libera esporas del recuerdo y me entumecen los pensamientos.
No explica el dolor, ni su duración, ni que puedes sentir los tres tipos de sufrimiento al mismo tiempo, y que puedes sentir que te mueres de dolor sin heridas visibles. Y tampoco explica, que hay veces en las que nunca deja de doler, sino que te acostumbras, como uno se acostumbra a la amargura de la cerveza o del café.
No explica una puta mierda.
—¿Adam? —llama Reese, en tono impaciente.
Volteo a verlo, confundido y sintiéndome de nuevo perdido, como me pasa frecuentemente, sin saber como coño llegué aquí, o que se supone que estaba haciendo antes de perderme en pensamientos que me ahogan cada que veo los patines morados aún colgados en el guardarropa de la entrada.
—Jenny quiere ver tu herida de bala. Un tipo rudo, ¿a que sí? —dice bromeando a la chica rubia a su lado.
Jenny. La chica número norecuerdocual del intento de Reese porque salga con una de las amigas de su esposa.
Le sonrío tenso, con el compromiso por comportarme decente ante alguien que no tiene la culpa de nada, pero igual me irrita, como me irrita cualquiera que intente ocupar un lugar que ya está lleno aunque nadie lo vea.
Asiento con la cabeza, pero no digo nada. Me quedo rígido, pasmado como un retrasado, aún y cuando mi amigo me pela los ojos, con la amenaza emanando de sus pupilas.
—Joder —reniega él—. Hoy estás en la luna.
Y su riña me irrita todavía más, especialmente por el puñetero juego de palabras inconsciente, tan innecesario como sé que ignora y me jode.
—Me disculpan, tengo que... —no digo nada, solo finjo señalar algo y huyo de ahí hacia la cocina.
Llego junto a mi madre, que está terminando de preparar unas copas de margaritas y exprime un poco de limón en ellas.
—¿De qué huyes? —pregunta bromista—. Llevas el rostro de haber hecho una travesura.
—Créeme, no he hecho nada.
—Lo sé —responde con pesar—. Llevas tiempo sin hacer una.
Doy un respingo y entrecierro los ojos.
—¿A qué viene eso? —replico molesto.
—Es tu fiesta de cumpleaños, y apenas si te hemos visto.
—Les dije que no quería una fiesta.
—Como dijiste que no querías salir de casa, y si tus hermanas no te hubieran obligado, seguirías tumbado, con las cortinas corridas y sin ducharte en días.
—¿Quién coño las entiende? Querían que madurara, ahora que me comporto, me joden con que siga haciendo el tonto.
—No te desvíes, Adam. No queremos que hagas el tonto, solo te queremos de vuelta.
Paso el dedo por la circunferencia de la copa, llenándome la yema de sal y llevándola a mi boca, sintiendo el escozor en la lengua.
Mi madre entorna los ojos, enmarcando más las arrugas alrededor de ellos, escudriñando con la mirada, intentando que diga algo que no sé cómo responder. Me limito a encogerme de hombros, ella frunce una mueca y me acaricia el mentón con una mano.
—Te extraño, hijo.
—Paren ya con el drama, sigo siendo el mismo.
—No, cariño. Esta mirada triste no te pertenece.
Me arden los ojos acuosos, porque de pronto, mi madre me parece mucho mayor: más canosa, más encogida, más sabia. Y yo, aunque lo he intentado, sigo jodiéndola y eso me carcome. Le pido perdón con la mirada, con la lágrima que se me escapa, y los labios que me tiemblan.
Me abraza, fuerte y melancólica, y me acaricia la espalda, haciéndome sentir de nuevo como un niño.
—¿Qué esperan? —llama Charlie mientras entra en la cocina—. Todo el mundo busca al cumpleañero.
Me limpio acelerado la mejilla para evitar la burla estúpida, pero por supuesto, no lo deja pasar.
—¿Qué es esto? —dice ahogando una carcajada.
—Déjalo, cariño —riñe mi madre—. Que estoy muy orgullosa de él.
Mi hermana aprovecha la distracción de mi madre hacia las copas, para sacarme la lengua como una chiquilla mimada y no puedo evitar soltar una carcajada, devolviéndome un poco de la niñez tonta y libre de problemas que tuvimos, y que últimamente, extraño demasiado.
La fiesta transcurre con normalidad, teniendo que conversar de manera trivial con los invitados, responder a las bromas de mis hermanas, brindar en conjunto, y fingir unas cuantas sonrisas.
El sol se ha metido, y la gente se ha ido. Me quedo solo en la casa, y estoy de pie observando todo, otra vez. Cada mueble elegido, imaginando su silueta rondando por aquí como un fantasma. Imaginando cada huella de su andar marcada en los pisos, sus dedos pintados en las superficies tocadas, su voz almacenada en los tapices, y los pedazos incompletos que ha dejado de mí, esparcidos por todos lados.
Me detengo en la entrada, observando el par de juguetes con ruedas que se esconden un poco tras mi abrigo en el perchero.
Entonces lo empiezo a sentir, ese sentimiento del que me avergüenzo y me incomoda, como un humo denso que me envuelve. Esa pesadumbre de una despedida sin adiós, de un abandono sin explicación, de la inevitable incógnita de un fracaso que no sé cómo cometí, pero igual me castigo por ello.
Y como cada noche que estos ácidos pensamientos me quieren ahogar, me salgo furioso de mi casa a decididas zancadas, pero esta vez diferente, porque me llevo conmigo de un fuerte tirón, el par de patines.
Camino y camino, con el aire rozándome el rostro con la ferocidad que el otoño produce. Aprieto los puños, y cierro los párpados, intentando regresar por donde vino a esa puñetera sensación de querer odiarla, porque no me lo puedo permitir. No puedo ser tan egoísta de reclamarle algo para lo que no estaba lista, aunque me duela, y aunque me queme por dentro.
Llego a esa endemoniada casa que frecuento cada vez que me embarga el veneno de esta encrucijada de dolor y resentimiento. Y veo la fachada, oscura, lúgubre, como la historia que oculta en su interior.
Inhalo profundamente, consciente de cada bocanada de aire, recordando lo que presencié aquí, enfrentando una y otra vez esos recuerdos. Me repito a mí mismo que mi única prioridad era ella, y su bienestar. La urgencia de disipar el terror en sus ojos y desterrar esa oscuridad que la aprisionaba.
Recuerdo las fraudulentas palabras de mi padre, comprometiéndome a ser lo que ella necesitaba. Y necesitaba un salvador, sin más ni menos. Lo irónico es que, al final del camino, se convirtió en su propio héroe.
Asciendo los tres escalones que conducen al porche y coloco los patines en la entrada, donde siento que deberían estar, enraizados en una historia que ya terminó.
Una historia que conectó a una chica que, a pesar de las distancias que nos separaban en términos de hogares, vidas y un cúmulo de problemas, era mía. Porque el juguete ya no encuentra su lugar en mi casa, donde ahora reside un Adam diferente, fragmentado, soñando con una Luna que ya no existe.
Una historia de dos personas que lograron unirse por un maravilloso y efímero momento de sus vidas, como un eclipse: que duran poco, pero que todos recuerdan y añoran durante años, esperando que vuelvan a ocurrir.
Algunos son afortunados, y pueden presenciar más de uno a lo largo de su existencia, mientras que otros no tienen esa suerte. Y luego estaba yo, quien pasaba los malditos días esperando a su astro, y ya no veía necesario tener un par de juguetes en la entrada de su casa que me recordaran aquello.
Una lágrima traicionera cae en la tela de un patín, expandiendo un círculo en él. Niego con la cabeza, ahuyentando pensamientos y sentimientos.
Me sacudí los hombros, acomodé mi chaqueta, y me di la vuelta, dejando atrás la casa, y los juguetes que la llevaron a mi por varias noches.
Me voy lento, a pasos pesados y jugueteando con las piedras del camino, intentando tardar más en llegar y disminuir la noche en la que daría vueltas en mi cama. Observo el cielo nublado, ocultando las estrellas y anunciando una lluvia próxima.
Llego, cuelgo el abrigo, y me dejo caer en el sofá de florecillas ridículas. Suelto un bufido y decido encender el televisor ante mis nulas ganas por acostarme a intentar dormir.
Todo es una mierda, la programación no son más que anuncios tontos como geles mágicos para bajar de peso, fajas invisibles, y máquinas de ejercicio poco ergonómicas. La apago frustrado, porque prefiero irme al estudio a fingir que tengo trabajo por hacer, y hundir las narices en documentos grises y aburridos.
Estoy cruzando el arco de la sala para dirigirme a las escaleras, cuando un ruido familiar suena en mi porche.
—Joder, Rufus. Justo hoy que tengo que recoger mi mierda, me harás hacerlo con la tuya también.
Abro la puerta decidido a correr al peludo cagón, pero lo que encuentro me deja helado y siento que la sangre se me escapa del cuerpo de un respiro. Porque el par de patines morados están ahí, acomodados como en el escaparate de una tienda departamental.
Una gota de sudor frío me recorre la nuca y eriza cada poro. El estómago me da un vuelco y la garganta se me reseca.
Salgo a trompicones, acelerado, mirando para todos lados, buscando al culpable de la travesura. Me sujeto de la barandilla del porche, porque las piernas me tiemblan y un vértigo me asalta la cabeza.
Pero no veo nada, más que la calle oscura, y la lámpara tuerta que medio alumbra el basurero de enfrente.
Controlo mi respiración agitada de una inhalación profunda, llamándome idiota por dejarme descolocar así, cuando seguro se trata de algún grupo de chiquillos vagos haciendo de las suyas.
Me giro desalentado y al ir hacia mi puerta, pateo los patines con frustración.
—Los juguetes no tienen la culpa de tu insomnio —dice una melodiosa voz a mis espaldas.
Aprieto el picaporte entre mis dedos temblorosos, porque esa voz me provoca lo mismo que una alerta sísmica. Me encojo de hombros, tenso y aterrado, de que todo esto se deba a un puto delirio y sea el aviso definitivo de que estoy enloqueciendo.
Tuerzo la cabeza, lento e inseguro, y me encuentro con su figura de pie, bajo los escalones. Con la melena recortada a los hombros, peinada, y con un cambio de ropa tan normal como raro en ella.
Lo que termina por desubicarme y hacerme sentir en una jodida realidad alterna, es la sonrisa ancha que extiende en su rostro, entera, libre, y centelleante.
—¿Luna? —pregunto en un hilo.
Revienta una armónica carcajada que me hace encogerme aún más, sintiéndome en una ilusión surrealista que me hace dudar hasta de mis propias extremidades.
—Claro, culogordo. Gracias por cuidar mis patines estos años.
Bajo la mirada y me río de escucharla llamarme una vez más así.
—De nalga —replico divertido.
—No has cambiado nada.
Ella niega entre risas divertidas. Espabilo entre parpadeos y paso saliva con esfuerzo, de verla reírse tanto como nunca vi antes.
Tomo una bocanada de aire y valor, porque me siento un puñetero adolescente, tembloroso e inseguro.
—Tú sí. E-Estas... diferente.
—La cárcel te cambia.
—Bueno, yo también estuve tras las rejas.
—Dos días, Adam —ataca burlona—. Eso es un chiste.
—Bueno, Luna, tú siempre fuiste la ruda de los dos, aunque no lo vieras.
—Oh, créeme que lo veía. Al menos yo no lloriqueo con una película romántica.
—Silencio, tengo una reputación de ex convicto que mantener.
—Vaya pareja de delincuentes.
Pareja, me repito.
Y aunque sé que no lo dice con ese sentido, no puedo evitar el cosquilleo que su elección de palabras me produce. Respiro profundo para mantener la compostura.
—Te ves bien —digo en un hilo.
—¿Eso te parece mal? Tienes pinta de que estás a punto de vomitar.
—No, no. Todo lo contrario, te ves...
Me permito observarla a detalle: la mirada luminosa, la sonrisa extendida, sus manos relajadas a sus costados, y los ojos me escuecen, de júbilo y orgullo de no encontrar ni rastro del jodido caparazón.
—... Te ves radiante.
Un rubor pinta sus mejillas y entrecierra los ojos, provocándome un estrujón en el corazón.
—Quisiera decir lo mismo, pero estás tan pálido que parece que ves a un fantasma.
—Bueno, mujer, es normal impresionarme después de ¿qué? ¿Dos años?
—Dos años, tres meses y diecisiete días —completa.
Bajo la mirada para ocultar la sonrisa que su revelación me provoca.
—Pero, ¿quién cuenta? —agrega con gracia.
Mientras intento comportarme como un adulto y no como un chiquillo fúrico, con el rostro hacia el suelo, caigo en cuenta de los patines desparramados. Tuerzo las cejas y la miro dudoso.
—¿Me estabas siguiendo?
—No te aceleres... Estaba en esa casa arreglando unas cosas para su venta. Pero estabas tan sumido en tus ideas, que no me viste por la ventana.
—¡Joder! ¿Por qué no me hablaste?
—¿E interrumpir tu dramático momento? —dice bromista.
—Oye, no te burles. Soy un hombre dolido, no puedes juzgarme.
Se ríe, encantadora y divertida, y me contagia su alegría. Disfruto de esta sensación desconocida entre los dos, tan ligera y abundante, que produce un cosquilleo en la piel.
—Supongo que te debo una disculpa —dice con tristeza.
—Varias.
Me dedica una mirada fulminante, alertando que no abuse de su buena disposición, y su expresión retadora me divierte tanto como me altera el pulso.
—Te cambio la disculpa por respuestas —reto.
—Lo pensaré, ¿Cuál es la pregunta?
—¿Por qué me seguiste?
Alza una ceja incrédula, desafiante. Trabajando en esa cabecita que le conviene más decir, entonces sonríe, con rendición pintada en las comisuras.
—Hostia, no sé. Pues conocerte, charlar, ¡que sé yo! Lo normal —dice imitando de manera exagerada mi tono de voz rasposo, y imitando el día en que respondí exactamente lo mismo.
Alzo la cabeza reventando una carcajada estruendosa por la ironía de la broma. Niego divertido y me fundo en su mirada chispeante y renovada. Porque justo cuando creía que no podía estar más jodido por ella, aparece esta Luna, tan fresca y divertida, y joder, que me encanta.
—Luna, cariño. ¿Estás invitándome a una cita?
—Primero, no me digas cariño, y segundo... Ya quisieras.
Me sigo riendo, extasiado a tal grado, que siento los ojos acuosos de júbilo, el pecho hinchado y a punto de hacerme flotar, o reventar.
—Pues sí, si quiero —confieso seguro, y su semblante se pone completamente serio.
Nos quedamos ahí, parados en medio del porche, como un par de pilares más de la barandilla. Rígidos, con las miradas imantadas, y los vientos fuertes alentando un acercamiento, los relámpagos iluminan esporádicamente su melena.
Veo que pasa su peso de un pie a otro, nerviosa y repentinamente incómoda.
No dice nada, pero sus gestos me indican que aunque viene renovada, aún hay fantasmas dentro que de repente la hostigan, los veo bailar en sus pupilas, luchando contra sus ganas de salir huyendo.
Entonces doy un paso hacia ella, bajando el rostro para encontrarme con su mirada a unos pocos centímetros, le sonrío con calidez y la contemplo con calma: cada lunar pintado en su rostro, cada raya azul y grisácea de sus ojos, cada pliegue diminuto en sus labios redondos y carmesí.
Necesito pasar saliva para deshacer el nudo en mi garganta, porque desde que ella llegó a mi vida, me convirtió en un sentimental de primera, y ahora mismo, estoy a punto de abrazarla con fuerza y tirarme al suelo a llorar como una nenaza.
Pero con Luna, hace mucho que aprendí que las prisas la asustan, así que decido colocarnos a ambos en terreno seguro, familiar, nuestro.
—¿En qué fase te sientes, Luna?
Ella se ríe, maravillada y temblorosa. Cierra su sonrisa y me dirige una mirada que me deslumbra, y yo no soporto más esto que flota entre nosotros. Así que, incapaz de mantenerme alejado, abrazo su mano entre las mías, acaricio su dorso, sonrío ante el sentir de su piel nuevamente, la llevo a mis labios y beso sus nudillos, disfrutando de cada segundo del delicado roce, del tacto de mis labios con su mano helada, del reconocimiento de aquello que me hacía falta.
Desvío la mirada de su mano a sus ojos, encontrando un semblante travieso y divertido.
—Contigo, siempre llena —responde.
Sin importarme su miedo a las prisas, la rodeo de la cintura y la elevo en un abrazo que no pude contener. Endulzando mi oído con su risa juguetona que me cosquillea en el cuello.
Aparto el rostro un poco, para mirarla, acuno su rostro y acaricio sus mejillas con mis pulgares. Observo con admiración el brillo de las dos lunas en sus ojos, cada una portando un millón de palabras, disculpas y de te quieros.
Porque, a pesar de los dos años transcurridos, lo comprendo, lo siento y lo percibo en su mirada. Veo y comprendo, que este eclipse entre nosotros nunca se desvanecerá, y no me importa dejarme ocultar para que solo ella resplandezca.
Y así lo hacemos. Nos eclipsamos en un beso hambriento, expresivo, y arrasador, ocultando todas mis penas tras el júbilo de tenerla de nuevo en mis brazos.
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