Capítulo 26
LUNA
—¡ADAM! —grita Lluvia de manera desgarradora, mientras baja del vehículo recién estacionado—. ¡ADAM!
Sus gritos se pierden con el aullido de las sirenas que vienen aceleradas por detrás.
Yo sollozo, me balanceo con la cabeza de Adam en mis brazos, temblorosa y deshaciéndome en un llanto angustioso.
Lluvia se deja caer en sus rodillas y mueve las manos frenéticas alrededor de su hermano, como si temiera tocarlo y empeorar las cosas. Libera un alarido, que me eriza la piel y me provoca derramar más lágrimas amargas.
Las sirenas se detienen, un par de paramédicos se colocan por encima de Adam y comienzan a husmear en su cuerpo, mientras que un montón de oficiales merodean el lugar con las armas apuntando, preparados para atacar a la mínima alteración.
—Señorita, debe acompañarnos —me indica uno con semblante serio.
Me pongo de pie entre temblores y sollozos, me quedo rígida mientras me colocan las esposas, con la mirada perdida en los movimientos de los paramédicos que acomodan a Adam en la camilla y lo alzan para llevarlo a la ambulancia.
Lluvia baila la mirada entre su hermano y yo, en medio de un dilema y circulando mil preguntas en su cabeza.
—¡Ve con él! —chillo mientras me empujan al interior de una patrulla— ¡Él y Hope te necesitan!
Maldice al aire y aprieta los puños con el coraje emanando de cada músculo.
—¡No digas ni una palabra hasta que yo llegue! —me ordena tajante, y sale corriendo tras su hermano.
La veo entrar en la ambulancia junto con mi hija, que me dedica una mirada temerosa y llena de incertidumbre, terminando de romperme. Y sollozo entre alaridos, lágrimas desenfrenadas, y un dolor interno tan fuerte, que me hace encogerme en el asiento.
Al llegar a la comisaría, me llevan a empujones hasta la parte trasera, donde hay varias celdas amplias, y me dirigen hasta la última, donde al parecer, solo hay mujeres.
—Luna Valencia, tiene derecho a guardar silencio. Cualquier cosa que diga puede ser utilizada en su contra en el tribunal de justicia.
—¡Necesito saber si está vivo! ¡Adam! ¡Por favor! —chillo devastada.
—¡Silencio, mamarracha! —grita el policía mientras me empuja dentro de la celda—. En cuanto llegue el encargado se le permitirá hacer una llamada.
—¡No! ¡Se los ruego! ¡No tengo su número! —lloro dolida, recargando mi frente contra los barrotes—. No tengo su número —repito en un sollozo.
Y me dejo derrumbar.
Mi dolor interno se extiende por todo el cuerpo, se convierte en un ardor tangible en el pecho, estómago y garganta. La cabeza me punza, las articulaciones me duelen, los ojos escuecen. Se le parece mucho a estar enfermo, pero peor, como si mi torrente fuera corrosivo.
El dolor es abrumador, desesperante. Lloro y lloro, deshecha, incapaz de detenerme, de controlar siquiera un dedo. Me retuerzo en el suelo, me abrazo a mí misma, pataleo, me quejo, sollozo, grito hasta enronquecer mi voz.
—¡Ya cállate! —grita el oficial, golpeando la celda con el garrote.
—Niña, ven. Tienes que calmarte o te irá peor —dice una señora que se coloca a mi lado y toca mi hombro.
Yo no puedo responder porque estoy desconsolada, berreando, con los ojos tan hinchados de llorar por horas, que apenas si puedo abrirlos.
—¡Cállala o también irá para ti la reprimenda! —demanda el policía.
—¡Mujer! —grita la señora— Tienes que recoger tu mierda, ¡ahora!
Sigo sin poder responder, o hacer otra cosa que no sea gritar mi llanto desgarrador. Escucho el chasquido de lengua frustrado de la mujer que intenta recomponerme. Entonces siento que me sujeta de los hombros con manos fuertes y determinación, me levanta con esfuerzo, haciéndome lanzar un quejido adolorido.
Me lleva a rastras a una de las bancas, junto a otras mujeres que nos observan en silencio como si de un espectáculo se tratara.
La mujer me sienta y me sacude varias veces.
—¡Tienes que calmarte! ¡Ahora!
Logro tomar una bocanada de aire entre espasmos y sollozos.
—¡Está muerto!
—¿Quién? —pregunta desesperada.
—¡Adam! ¡Adam está muerto!
—¿Quién putas es Adam? ¿Tu papá?
Niego entre lamentos.
—¿Tu esposo? —respondo igual—. ¿Novio?
Y lloro más fuerte. Porque la revelación de entender que él era tanto y a la vez nada, me recordó, que ahora ya no podría cambiar eso jamás, y que nos habíamos quedado con una eterna incógnita sin resolver, un montón de noches sin vivir, y todas las etiquetas sin poner.
La mujer da una vuelta sobre su lugar, abrumada, molesta y frustrada de que sea incapaz de tranquilizarme.
—Tú me obligaste —dice molesta.
Y entonces me da una bofetada tan excesiva y escandalosa, que me quedo pasmada con la cabeza torcida, asimilando lo sucedido.
—Lo necesitabas —exclama tajante.
Me llevo una mano para acariciar la zona herida, y por fin me permito observar a la mujer que acaba de agredirme: una señora robusta de cabello rapado y pintado de fucsia. Con tantos tatuajes como pestañas, aretes por el rostro que lleva maquillado de manera extravagante.
—Escúchame bien, niña —dice determinante—. Tienes que callarte. Porque estos hijos de puta van a complicarte más la salida de esta mierda si no lo haces.
—No voy a salir nunca —digo en un sollozo.
—Créeme, vas a hacerlo. A tu casa o al penitenciario, pero aquí nadie se queda más de tres días.
—¡Ya lo sé!
La chica chasquea la lengua como reprimenda, y después de observar al resto de las detenidas, me dirige una mirada curiosa.
—¿Es tu primera vez detenida?
Asiento, y me sorbo la nariz con la manga de la sudadera.
—¿Y por qué te detuvieron? —pregunta una mujer a su lado de extrema delgadez, ropa diminuta que deja poco a la imaginación y moretones escandalosos en las piernas.
Me quedo callada. Temerosa de aceptar lo recién vivido, y de reconocer, que al menos por unos minutos, me convertí en un monstruo desalmado y deseoso de ver sangre correr.
Paso saliva incómoda, y me revuelvo en mi asiento.
—Joder, niña. ¿Pero qué hiciste?
Desvío la mirada al suelo, sintiéndome juzgada, señalada, hundiéndome en una bruma invisible, desagradable y densa.
—M-Me defendí... —respondo en un hilo.
—¿Te defendiste? Coño, pero ¿qué clase de defensa? Para que te trajeran a empujones, has de ver matado a tiros a alguien —dice entre risas y dando codazos al resto de mujeres que le siguen la broma.
Yo las miro recelosa, encogida y mordisqueando el interior de mis mejillas, como una cría que acabaran de descubrir a media travesura, y las mujeres a mi alrededor, desencajan la mirada y me barren temerosas.
—Joder... ¿Mataste a alguien? —dice otra de aspecto desaliñado.
—F-Fue... Fue un accidente.
La señora de pelo fucsia suelta una carcajada maliciosa y me da un puñetazo en el hombro, al que yo respondo encogiéndose de hombros. Me sentí juzgada, por ellas, los oficiales, y hasta las paredes. Porque quizá el primer disparo fue un accidente, pero el resto, apreté el gatillo con la intención y el odio de deshacerlo a tiros, y lo que era peor, con gusto.
—¡Hostia! Si la nena tiene cojones. Dime... ¿Era un hijo de puta?
—E-Eso creo... —respondo insegura.
—Excelente, un cabrón menos en este mundo.
La mujer se sienta a mi lado empujando a la chica que tenía ese lugar, y me pasa el brazo por los hombros con camaradería.
—No te sientas mal, linda. Matar a un hijo de puta no es ninguna pena.
Asienten en coro todas en la celda.
—El hijo de puta no es el que me importa, es solo que... —un sollozo me interrumpe y necesito cubrir mi boca para ahogarlo.
—Tranquila —dice ella mientras me da unas palmadas en la espalda.
—Le disparó antes —digo en un alarido.
Y la mujer me jala hacia ella, hundiendo mi cabeza en su nuca para sollozar con fuerza.
—¡No entendieron que se callen! —grita el oficial.
—¡Ah¡ ¡Ya cállate Jesse! No seas un puto insensible —responde la mujer furiosa.
—Sigue de pendeja, Rosa. No voy a ayudarte si vuelves aquí.
—Dile tus chorradas a alguien que te crea. Pendejo creído.
El guardia niega con la cabeza, y prosigue a ignorarnos.
Sorpresivamente, aunque las mujeres en esa celda lucían todas desaliñadas, mal vestidas, e incluso, peligrosas, fueron un buen apoyo. Me acogieron, consolaron, y me ayudaron a entender que no debía adelantarme a la situación. Incluso, la de cabello oscuro nos contó su anécdota del tiro que recibió y sobrevivió sin mayores complicaciones, mostrando orgullosa al público, la cicatriz de figura irregular a un costado de su hombro.
Ya habían pasado demasiadas horas, un día y medio para ser exactos. No había ni rastro de Lluvia, o cualquiera de su familia. Estaba sola, abandonada en este lugar a mi suerte, tenía frío, me moría de hambre, y el miedo me picaba en la piel.
El oficial llegaba esporádicamente y entregaba empaques a las detenidas, todos con comidas, frazadas, o agua.
—¿Tu familia no piensa traerte un pedazo de pan? —pregunta Rosa, mientras me extiende un pedazo del que recibió hace unas horas.
Me encojo de hombros, avergonzada, herida de recordarme que no tenía a nadie en el puto mundo. Los ojos empiezan a escocer de sentirme tan sola, por mí, por Hope. De rogar en mis pensamientos que Lluvia sea capaz de separar los problemas de su hermano con los míos, y se apiade de ella para no enviarla a una casa hogar.
—¿Luna Valencia? —llama el oficial, y yo me pongo de pie de golpe—. Ven conmigo.
Me acerco a la puerta que ahora está abierta, y le dedico una mirada a mis compañeras de celda que asienten con aprobación. Les respondo con una sonrisa y los ojos acuosos. El oficial me esposa las manos y me indica que camine con él.
—¿Pasa algo? —pregunto mientras recorro el pasillo al lado del oficial.
—Sí, te vas de aquí —dice tajante.
Dejo escapar un bufido liberador y siento los músculos relajarse de recibir esta noticia, sintiendo el pecho hormiguear emocionado por encontrarme a Lluvia ahí afuera, y quién sabe, quizás también a un Adam recuperado.
Pero en cuanto me doy cuenta de que el camino que tomamos no es el mismo que el que tomé cuando llegué, el desconcierto comenzó a susurrarme en el oído.
—¿A dónde vamos? —cuestiono temblorosa.
El oficial me ignora, y abre una puerta metálica doble, donde me espera una furgoneta de pasajeros con otra chica de aspecto lúgubre y ni un pedazo de piel sin tatuar en los brazos.
—¿Q-Qué es esto?
—Sube.
—¡No! ¿¡A dónde me llevan!?
El oficial le hace una seña con la cabeza al chofer, que se pone a mi costado y entre los dos, comienzan a forzarme a entrar en el vehículo, mientras yo pataleo y me resisto lo más que puedo.
—¡No pueden llevarme a ningún lado! ¡Deben pasar tres días! ¡Esto es ilegal!
Me sientan a la fuerza y me amarran con rudeza, provocándome dolor en el abdomen ante la tensión del cinturón.
—Así no vas a moverte —asegura uno.
—¡Ni siquiera he hablado con un abogado! ¡Están cometiendo un delito!
—¡Ah! ¿Sabe de leyes la mamarracha? Y cuéntame, guapita, ¿dónde está tu cédula? ¿O tu abogado?
—¡Qué va! —bromea el otro—. Si a esta no la han visitado ni las moscas.
Y remata reventando una carcajada a la que se le une el otro oficial. Entonces me percato, de que si esta furgoneta se estrella y me muero en el acto, la única persona que preguntaría por mí, sería Hope. E incluso ella, ahora está mejor en los brazos de esa familia que conmigo, que al parecer, estoy jodida hasta el fondo.
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