Capítulo 24
LUNA
Guzmán no dice nada, lo veo ir y venir, hablar con doctores, y encargarse del papeleo, de todo. No me dirige miradas, mucho menos palabras. Como si todo esto no se tratara de mí, y estuviera arreglando un asunto aburrido y burocrático de Vigía.
Después de dos días del escandaloso drama en la sala de espera, me dan el alta. Y así, como un ente, camino a su lado, directo al coche. Me subo, me coloco el cinturón como puedo con el bendito yeso, le dirijo una mirada de pena a Hope, que va en los asientos traseros, y Guzmán pone el coche en marcha. Intento no mirarlo directo, aunque me pica por ver los rezagos que ha dejado Adam en él, porque me es inevitable sentir una punzada gustosa de verlo agredido, aunque sea por una única vez.
Llegamos a casa, y me encuentro con que los muebles están todos apilados y rodeados de cajas grandes de cartón. Las paredes están limpias de cuadros y decoraciones, algunos gabinetes de la cocina están abiertos, permitiéndome ver que ya no hay nada dentro. Observo todo confundida, pero sin necesidad de preguntar, porque es terriblemente obvio.
—Vamos a mudarnos —anuncia Hope de un chillido.
—Cállate —grita furioso—. Lárgate a tu habitación.
Y como la chiquilla lista que es, se va pitando de ahí. A lo que yo me quedo rígida, temerosa e intuitiva. Pero no sucede nada, ni siquiera una mirada. Se gira y se dirige a la habitación con la mirada baja.
Los siguientes días, son un jodido martirio. Porque todo sigue igual, sin suceder absolutamente nada, ningún tipo de agresión, gritos, o reclamos. Y eso me tenía tan atemorizada, que incluso había desarrollado una dermatitis nerviosa en algunas zonas de la piel.
Antes, después de un problema, venían los golpes. Una paliza que dolía, sí, pero también terminaba. Ahora, en cambio, la estoy esperando todo el tiempo, que llegue y me azote. Al acecho todo el tiempo, nerviosa y muerta de miedo. Y justamente eso, la angustia de no saber cuándo iba a comenzar, y por ende, finalizar, me tenía consumida.
Empeoraba mucho con la novedad de que Guzmán ya no salía para nada, ni siquiera a la oficina. Estaba todo el tiempo en casa, en el teléfono, arreglando asuntos de Vigía, por lo que escuchaba, y recibiendo documentos por paquetería que revisaba y firmaba en la privacidad de su estudio.
Y aunque las agresiones habían cesado, tenerlo en casa las veinticuatro horas del día, era mucho peor. Porque me sentía vigilada, especialmente por las noches, incapaz de hacer otra cosa que no fuera hacerme la tonta. Sin poder leer mis libros de leyes, investigar y avanzar en mi plan, que era lo único que me quedaba por hacer.
Aun cuando me esforzaba por mantenerme firme, convertirme de nuevo en esa Luna dura a la que nada le afecta y la quebranta, me vi en la penosa necesidad, de deshacerme en llantos amargos mientras me duchaba, donde el agua amortiguara mis sollozos, y el vapor ocultara mi aspecto abatido. Y también, donde Guzmán no me viera. Donde no pudiera darse cuenta de mi dolor, y se fuera a creer que era por él. Porque ni muerta dejaría que se adjuntara con orgullo mi desdicha.
La que estúpidamente provoqué yo misma, con mi engaño, y mis sueños que dejé que volar tan alto, pensando que Adam siempre estaría abajo para atraparme. Pero no fue así. Y de la noche a la mañana, había desaparecido. Junto los viejos patines que Guzmán quemó en el patio trasero, esfumando su recuerdo en el humo oscuro que escapaba tan envidiablemente al cielo. Como si nunca hubiera sucedido, salvo que, lo hizo, y encima, me dejó tan marcada, que debía ocultarme bajo las gotas hirvientes de la ducha.
Una mañana un par de semanas después, con la casa casi completamente vacía, el yeso de mi brazo desaparecido, y después de liberar un poco del dolor entre el vapor, la nueva y acongojante rutina cambió. Escuché a Guzmán maldecir varias veces, azotar objetos, molesto, para finalmente salir de esa habitación con el cuerpo tenso y soltando improperios a regañadientes.
Lo vi tomar las llaves del coche, andando por la casa como siempre, con la cabeza baja, y sin mirarme el rostro. Abre la puerta, y como recordando algo, se gira y me encañona con el dedo.
—Vuelvo en unos minutos. Si te mueves de aquí... —dice amenazante—. Juro que voy a matarte, Luna. No me importa si termino en la cárcel, incluso ahí podría darme el gusto de matar también al pendejo de tu amiguito.
Y azota la puerta, reafirmando así su advertencia.
Me dirijo a la ventana, para verlo subirse al coche y encenderlo, repasando en la mente lo que acababa de decir.
¿Cárcel? ¿Adam estaba en la cárcel? ¿Y solo por golpear a Guzmán?
Puta vida injusta.
Lo veo alejarse de manera distorsionada por las lágrimas traicioneras, y justo cuando está dando vuelta en la esquina, y yo exhalo relajada por su ausencia pero ahogada en impotencia, un azote en la puerta de la entrada me hace dar un brinco de sorpresa.
—¡Luna! —grita Lluvia, mientras golpea acelerada la madera—. ¡Luna, abre!
Comienzo a hiperventilar, aterrorizada de que al desconfiado imbécil con el que vivo, se le ocurra regresar a cerciorarse de que no cometa una burrada.
—¡Lárgate, Lluvia! ¡Ya han hecho mucho daño!
—¡No seas terca! ¡Abre ahora mismo!
—¿Mamá? —llama Hope temerosa, desde la puerta de su habitación.
—No pasa nada, cariño. Anda a ver el televisor.
—¡Luna! ¡Por un carajo, se nos acaba el tiempo!
—¡Vete ahora! ¡Vas a empeorarlo todo! —digo con voz fracturada y al borde de la histeria.
—¡Tú vas a empeorarlo! ¡Salgan de ahí ahora mismo, antes de que Adam deje de retenerlo!
Y su nombre me golpea como una explosión ácida en el estómago. Abro la puerta de un tirón y la mirada desorbitada.
—¿Adam? ¿No está encerrado? —pregunto en un hilo.
—¡Claro que no! Está libre, distrayendo a ese animal ahora mismo, ¡y se supone que yo debo sacarlas de este jodido lugar!
—No podemos huir, Lluvia. Siempre va a encontrarnos.
—No está vez. Vamos a joderlo —dice tan segura de sí, que es inevitable sentir la esperanza revolotearme en el pecho.
Llamo a Hope, quien rápidamente se pone a mi lado. Sin pensarlo mucho, la levanto en brazos como está: en pijama y sin zapatos, y salgo corriendo de ahí, pisando los talones de Lluvia.
Llegamos a la esquina, donde está una furgoneta con el logotipo de una pizzería pintada en los costados. Ella abre la puerta corrediza, y nos invita a pasar, a lo que yo respondo con una mirada confundida.
—¿Qué es esto?
—No preguntes, es parte del plan.
Y aunque cada vez esto me parece una idea jodidamente terrible, me adentro con Hope en brazos. Encontrándome con un par de computadores portátiles sobre una mesa alargada y vieja, abiertas en un programa extraño que reproduce unas barras de sonido en movimiento.
Lluvia enciende la camioneta y se pone en marcha, mientras yo inspecciono el equipo. Hay cables por todos lados, audífonos conectados a las máquinas, estuches de diferentes tamaños, y reconozco el logotipo de uno de ellos.
—Este equipo es de Vigía —digo ahogando un grito.
—Idea de Adam —explica ella mientras gira en una curva de manera estrepitosa.
Alcanzó a escuchar que llaman a mi conductora en uno de los audífonos, y por inercia los tomo y los coloco en mi cabeza.
—¡La gran puta, Lluvia! ¡Responde! —queja Adam por el auricular.
—¿Adam?
—¡Luna! ¡Cariño, has logrado salir! —celebra.
El nudo en mi garganta se aprieta tanto que libero unas lágrimas, porque me rehúso a aceptar que su voz me afecta tanto, pero a mi cuerpo le da igual la dignidad que quiero mantener intacta, y reacciona llorando y rogando por él.
—¡Oh, Adam! ¿¡Qué coño es todo esto!?
—¿Está hablando Adam? —pregunta ella desde el volante—. Dile que ya estoy a un par de calles.
—Dice que...
—La he oído —interrumpe él—. Escucha Luna, y-yo...
Detiene su habla, nervioso, carraspea la garganta, y yo no puedo evitar derramar otra lágrima.
—Lo que escuchaste el otro día, lo que dijo Lluvia... tienes que saber...
—No importa —adelanto.
—Si importa. Yo tengo un pasado, cariño. Era un cabrón, ¿vale? Pero he cambiado.
Suelto una risa amarga, porque aunque no llevo una vida tradicional, he visto las suficientes películas para saber que este diálogo es un jodido cliché, y siempre es ejecutado por la misma clase de tíos.
—No me digas —digo irónica—. ¿Has cambiado por mí?
—No, ahí te equivocas. He cambiado por mí, y la vida me ha premiado poniéndote en mi camino.
Las lágrimas se me escapan, y un sollozo vibra en mi garganta junto a una carcajada nerviosa, y cuando estoy a punto de gritarle un perdón, de gritarle que le quiero, que vuelva y huyamos juntos, retumba esa voz rasposa en la lejanía de la llamada. Es apenas perceptible, pero a mí me hiela la sangre, y me deja rígida, con cada músculo paralizado.
—Debí imaginar que habías sido tú el que activó esa mierda de alarma —dice Guzmán con una ironía maliciosa que congelaría a cualquiera.
—¡Adam! ¡Por favor huye, no lo enfrentes! —chillo desesperada.
Pero él no responde, y yo me envuelvo en un ataque de pánico que me hace hiperventilar, moverme desesperada, arrancarme los audífonos molesta, y comenzar a sudar frío.
El auto se detiene, y Lluvia se coloca a mi lado entre trompicones acelerados.
—Tranquila, Luna. Todo esto es parte del plan.
—¡Tu plan es una mierda! —grito asustada y cubierta de lágrimas.
—¡Tranquila!
—¡¿Dónde está?!
—¡Luna! —dice tomando mis hombros para darme una sacudida—. Él está bien, ¡tranquilízate! Estás asustando a Hope.
Me giro para observarla, la pequeña cubre ambas orejas con las manos, con la la quijada y los párpados apretados, y llevaba las mejillas humedecidas en llanto.
—Hope, bebé —llamo con delicadeza.
Abre los ojos, temerosa e insegura, pero al percatarse que la riña ha parado, se relaja notoriamente.
—¿Dónde está? —pregunto, mientras me limpio el rostro empapado de sudor y llanto.
—Tranquilízate, por favor. Lo tiene todo controlado.
—No tienen control de nada. ¡Ustedes no lo conocen!
—No, no lo conocemos. Pero no habrá un altercado, Luna. Adam solo lo hará confesar, y nosotras debemos quedarnos aquí para asegurarnos de que en cuanto lo haga, huyamos a entregar las pruebas.
Respiro hondo y profundo, porque no estoy tan segura de que esto vaya a funcionar, como nada lo ha hecho cuando de Guzmán se trata. Así que me limito a asentir.
—Ahora... —indica mientras se coloca los casquetes en los oídos—. Hay que escucharlo todo para poder escapar en cuanto lo logre.
Me siento, temblorosa, sin lograr controlar el pánico completamente. Me coloco los auriculares, y entonces los escucho, ambos utilizando tonos hostiles, rozando lo violento, y por más que Lluvia insista en que todo está controlado, no puedo evitar intuir, que todo está a punto de irse al carajo.
—Me estoy cansando de tanta pendejada, muchacho baboso.
—Pendejada pensar que se puede ser tan hijo de puta y salir impune.
La risotada maléfica de Guzmán, retumba en los auriculares.
—Es la última oportunidad que tienes de alejarte de una buena vez, te haré un favor dejándote ir y olvidar que esto pasó.
—No quiero ningún puto favor tuyo —interrumpe Adam—. Lo que quiero es joderte.
Responde soltando un bufido estruendoso, y unos pasos arrastrados.
—¿Qué buscas? ¿Plata? ¿Cuánta?
—Pedazo de mierda —escupe Adam—. Quiero que dejes a Luna en paz.
—Es mi esposa —ataca él.
—¿Crees que no sé los abusos que cometes? —dice en un gruñido amenazante.
Me encojo de hombros, como si esa afirmación, hubiera sido una lanza directa a mí, y aunque intento mirar a Lluvia de reojo, temerosa y con la estúpida esperanza de que no hubiera escuchado nada, ella no se inmuta. Sigue con la mirada fija en los monitores y en la conversación de los auriculares.
Guzmán se ríe sarcástico.
—No se puede abusar de una esposa.
—¿Y de una menor?
Un silencio ensordecedor entre los dos, una gota helada me recorre la espina dorsal, erizándome la piel.
—Me estoy cansando de tanta puta incoherencia, sin fundamentos ni pruebas —dice Guzmán con una tranquilidad inquietante.
—Te equivocas —ataca Adam—. Si tengo una prueba, una con voz y juicio, y tanto su edad como su sangre, te inculpan.
Me giro instintivamente a ver a Hope, con los ojos desorbitados y el corazón golpeando furioso, odiándome de ser tan idiota por no haberlo pensado antes.
Ella está distraída, jugando con unos cables desperdigados, ignorando toda la mierda a su alrededor.
—Suficiente —ruge Guzmán.
Adam maldice, el silencio los envuelve, un sonido metálico se escucha, filoso, agudo, y anunciante. Un clic que todos conocemos, porque aunque no lo hayamos vivido en carne propia, en más de una película hemos escuchado un arma cargarse.
—¿Q-Qué haces?
—¿Dónde quedó tu valentía, eh, chaval?
—No te atreverías —dice en un hilo—. Si me matas, no saldrás jamás de la cárcel.
—No me hagas reír, niño. Este puto país no se entera de los crímenes aunque lo hagas frente a sus narices.
—Se va a enterar de este —amenaza Adam.
—De la misma manera que se enteraron del accidente de los Valencia, y míranos aquí, diez años después, con esa mierda encarpetada y refundida en algún gabinete viejo.
Y dejo de escuchar. Como si acabara de meter la cabeza en un balde de agua que me entumece los sentidos. Me siento mareada, aturdida, incapaz de enfocar ni la vista, ni el oído. En una maraña de emociones y la sensación de desamparo que me ahoga. Porque siempre tuve la corazonada de que había mucho más detrás de aquel mortal día de lo que pensaba, y acababa de confirmarlo, entumiendo mis sentidos y el juicio.
Veo a Lluvia gritar algo al móvil, sin ser capaz de percibir ni las palabras que emite, y mucho menos suponer a quién. Totalmente sumergida en el shock por el que atravieso.
De repente, un sonido quebró el ambiente: un aullido urgente y penetrante, cada vez más intenso, hasta que el camión de bomberos cruza a nuestro costado, despertándome de mi trance, y percatándome, que conforme el ruidoso vehículo aleja su sonido mientras gira en aquella esquina, el mismo ruido aumenta en los auriculares. Lo que quería decir, que ellos estaban ahí, a solo una curva de distancia de nosotras.
En un arrebato, sin pensarlo ni meditarlo, en un torbellino de determinación, abro la puerta de un jalón, y salgo a trompicones para iniciar una carrera rápida y desenfrenada, impulsada por los gritos de Lluvia, que emiten mi nombre una y otra vez.
Giro en la misma curva que la ambulancia, y entonces logro verlos. Parados uno frente al otro, Guzmán le apunta la frente a unos pocos metros, y Adam está de pie, estático, con los hombros rígidos y un pie hacia atrás, listo para correr de ser necesario.
Y el terror de la escena se conjunta en mi estómago, como una esfera pesada y desgarradora, que sube feroz por mi garganta para terminar emitiendo un estridente grito que resuena en cada árbol, y rebota en cada casa.
—¡ADAM!
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