Capítulo 19
ADAM
Despido a Luna en el porche, después de haber durado más de media hora rogándole que me permitiera llevarla en coche. Por supuesto que lo negó rotundamente, y aseguró que el alcohol ya no estaba en su sangre. Le creí a regañadientes, sobre todo, porque la chica que hace un par de horas se frotaba contra mí y me lamía como una desquiciada, había desaparecido en el transcurso de la noche.
Y ahora, yo necesito una ducha fría. Que digo una ducha, ¡necesito meterme en la puñetera nevera!
Estaba que hervía, joder, ¡cocinándome vivo! Me merecía el puto premio Nobel de la castidad, que sí, no existe, pero debería. Deberían inventarlo por mí y por esta bendita hazaña.
Porque Luna me volvía loco, un jodido animal, y nadie en este mundo tenía tantas ganas de comerse a otra persona, como lo hacía yo. Me moría por hacerlo, por fundirme en ella, e incendiarnos juntos de una buena vez. Pero no la quería así, no con su mirada tambaleante y las palabras arrastradas por el alcohol. La quería entera, en cuerpo y lucidez. Después de todo, ya llevaba varios meses en el celibato, podía esperar unos días más. No pasaba que terminaran mandándome de sacerdote al maldito Vaticano.
Deseaba a Luna. Puta madre, la deseaba tanto que dolía. Me dolía el pecho cada vez que se iba, las manos me picaban rogando por caricias, los labios me cosquilleaban por besarla en cada rincón. Esta casa se sentía endemoniadamente vacía cuando ella no estaba aquí, y eso tenía que cambiar. Lo que me dio una idea fantástica.
Ella no iría la noche siguiente porque era viernes. ¿Qué significaba eso? No tenía puta idea, pero sabía, que era peligroso salir de su casa, y ya era una costumbre que ese día de la semana no apareciera. Y aunque ese dolor que me carcomía se hiciera más fuerte por su ausencia, me daba el tiempo suficiente para desarrollar mi plan.
Pasé la noche en vela, navegando en todas las tiendas online que fui capaz de encontrar. Buscando, decidiendo y comprando, todos los muebles que me recordaran a ella. Porque aunque no pudiera verla, al menos volvería mi casa un espacio que tuviera su nombre por todos lados, y sobre todo, en el que ella se sienta cómoda, bienvenida, que la sienta suya.
Me costó encontrar el sofá de florecitas con el que había bromeado hace meses, pero se logró. Lo conseguí. Y después de dos días terriblemente cansados, de recibir paquetería, armar, y acomodar, la casa estaba lista.
Me senté en el porche como cada noche, y a las horas, divisé las estrellas en sus pies, al mismo tiempo que el teléfono vibró parpadeando su pantalla el nombre de Lluvia. Bloquee el aparato decidiendo qué mi hermana podía esperar, porque mi prioridad ahora estaba llegando entre deslices.
Sonreí a mis anchas y me puse de pie, extendí mis brazos y la atrapé en un abrazo, reventando una carcajada en su oído. La coloqué en el suelo, acaricié su mejilla, y le di un beso en la comisura derecha.
—Te tengo una sorpresa —digo sin contenerme más.
Ella alza ambas cejas.
—No deberías acostumbrarme a darme una sorpresa cada vez que me ves.
—Yo te acostumbro a lo que estoy dispuesto a darte.
Me ve con la mirada vidriosa, temerosa. Esa mirada tan suya, envuelta en cadenas que no le permiten disfrutar del momento y las circunstancias. Le doy un beso en la mejilla y le sonrío.
—Deja que te muestre.
La abrazo por detrás, y caminamos así, ella tiesa e incómoda por mi agarre, y yo como una jodida garrapata, rehusándome a soltarla. Entramos en la casa y ella se queda estática en cuanto nota el cambio.
No dice nada, apenas si mueve la cabeza solo lo necesario para recorrer el espacio. Yo respiro largo y profundo, en espera de su respuesta. Imaginaba un chillido, un abrazo, un grito, lo que sea. Cualquier cosa menos esto: su rostro torcido en una mueca incómoda, y su cuerpo tan tenso y agarrotado, que casi me parece escuchar el rechinar de sus articulaciones.
—Cambiaste los muebles... —dice en un hilo de voz.
La abrazo aún más, ensamblando su espalda a mi pecho, y recargando mi mentón sobre su cabeza.
—¿Te gustan? Los escogí pensando en ti.
Percibo que aprieta y afloja los puños, una y otra vez, sus músculos se tensan todavía más contra mi espalda. Y entonces, su cabeza se gira a mi nueva sala. Esa de color crema y un estampado ridículo de florecillas rosadas, carmín y blancas. Si la abuela de Caperucita roja tuviera una sala, sería esta. Y yo ahogo una carcajada, porque me parece de lo más divertido.
—Es mono, ¿no? —digo bromista—. Espero que ahora te sientas en casa.
Entonces ella se gira de un arrebato, me fulmina con la mirada, y aprieta los puños tanto, que las venas resaltan vistosas. Respira agitada, aprieta la mandíbula, y poco falta para lograr escuchar el rechinido de sus dientes.
—¿Qué carajo pretendes, Adam?
La observo estupefacto. Parpadeando varias veces, intentando asimilar su reacción tan alejada de lo que esperaba, y no puedo evitar sentirme incluso dolido.
—¿No te gustan?
—¡Lo detesto! ¡Detesto esto!
Paso saliva con tanta dificultad, que siento que intento tragar un jodido puño de arena.
—¿¡Por qué haces esto!?
—¿Por qué hago qué? ¿Cambiar los muebles? Dijiste que no te gustaban los otros.
—¿¡Y qué!? ¡No tenías por qué hacerlo!
—Pero quise, Luna. Quiero que te sientas cómoda, quiero que te sientas en casa.
—¡Tú no eres mi casa! —grita con voz fracturada.
Deja caer la cabeza, completamente derrotada, porque su voz ha delatado que está al borde de un derrumbe. Luce abatida, angustiada, luchando una guerra interna que no debería siquiera suceder.
Me acerco despacio a ella, con precaución, como un niño queriendo tocar a un gato en espera de un zarpazo. Coloco una mano con suavidad en su hombro, no reacciona, entonces me permito deslizarla hasta su espalda para acercarla a mí, y con la otra, acaricio su cabeza.
—¿Está mal que desee serlo? —pregunto en un susurro.
Ella asiente, y a mí me parece sentir que me estrujan el corazón entre las garras del felino. Aprieto los párpados, herido y rehusándome a aceptar la situación amarga que me pone enfrente.
Y aunque el ambiente es tan tenso que podríamos cortarlo con un cuchillo para mantequilla, me prometí no ponerme límites, ir directo y seguro de lo que quería.
—¿Quieres saber por qué hago esto? —pregunto, y ella, aun sin mirarme, gira ligeramente su cabeza con atención—. Porque te quiero.
Y Luna se desmorona. Se deja caer contra mi pecho como un montón de gelatina, deshecha y sollozando. La sujeto, seguro, con fuerza, y comienzo a relajarme del sentimiento ácido que había comenzado a inundarme. Porque sí, está deshecha, pero se ha dejado caer en mí, tomándome como su lugar seguro.
—Te quiero —repito para ella, y para mí. Porque yo también me lo acababa de admitir. Que estoy enamorado hasta las trancas, y que por ella, haría cualquier maldita cosa. Hasta robar los muebles de la abuela de todos los cuentos.
Empieza a negar de manera frenética y a decirlo, una y otra vez. No, no, no.
—Sí, Luna. Te quiero —digo seguro.
—No puedes... No puedes quererme —dice entre sollozos.
—¿Por qué no? —pregunto confundido.
—Porque estoy rota, jodidamente rota.
Y necesito poner todo mi esfuerzo en contener una risa que amenaza con brotar en mi garganta. La abrazo con más fuerza y beso su coronilla. Porque Luna se veía así misma como un problema, y no como la bendición que en realidad era.
—Tú no estás rota, Luna. Solo un poco perdida, pero ya te encontré.
Alza el rostro, enrojecido, y con caminos húmedos en las mejillas. Su mirada está teñida de algo que no logro descifrar, pero me vuelve loco. Loco de amor, de ternura, de ella.
Sujeto su rostro con ambas manos, decidido y con la fuerza suficiente para que no escape. Y la beso. La beso hambriento de reconocer los sentimientos recién declarados, y ella corresponde, desatada y liberada, entre lamidas y mordiscos cariñosos.
Es una competencia, por quién puede más, quién demuestra más, y yo estoy dispuesto a dejarla ganar que continúe arrasándome la boca así.
Enreda sus dedos en mi cabello, tira de él y yo reacciono con un gruñido en la garganta.
—Luna... —advierto con mi voz enronquecida—. Por favor, cariño, que no respondo.
Su mirada se oscurece, y me sonríe con picardía, dejándome ver una versión de ella completamente nueva. Una dominante, segura, y tremendamente sexy.
Se muerde el labio inferior, y sonríe maliciosa.
—No lo hagas.
Y detona la bomba. Directo y en el pecho.
Me abalanzo y la levanto con ambas manos, enredando sus piernas en mis caderas. Nos fundimos en un beso húmedo, apasionado, con urgencia, y desesperados por más.
Llego a zancadas al sofá, y la recuesto, colocándome encima.
Hago un recorrido por sus piernas, tomándolas por los muslos, y alzándolas para que abrace mi cadera con ellas. Empujo, deseoso de sentirla, y de odiar cada milímetro de tela entre nosotros. Suelta un gemido que me eriza la piel y doy un apretón ansioso en sus asentaderas. Se arquea contra mí, en una solicitud desesperada, y tengo que hundir el rostro en su cuello, porque esta mujer me va a hacer reventar en medio segundo.
Beso su cuello, saboreando cada parte, con lentitud, descubriendo el matiz de cada poro en su piel. Deslizo mis manos bajo la sudadera enorme que siempre lleva, sintiendo su piel tersa y caliente que se estremece a mi tacto, y yo no podría disfrutarlo más.
Acaricio con el pulgar el borde de su sostén, inseguro, pero sin darme oportunidad de frenar o cuestionar, tira nuevamente de mi pelo en un ruego, y yo cuelo dentro los dedos, acariciando suavemente sus pechos endurecidos.
Necesito separarme de sus labios, para tomar una bocanada de aire del incendio interno que me asfixia.
Recompuesto y decidido, tiro de la sudadera hacia arriba para después lanzarla al suelo. Sin despegar mis ojos de los suyos, desabrocho su sostén y con ambas manos, tomo cada tirante para deslizarlo por sus brazos.
Su mirada comienza a ponerse turbia, desconfiada. Se encoge de hombros, al parecer avergonzada, y yo dejo de ver sus ojos para bajar mi rostro, y contemplar con detenimiento la bendita escultura que tenía enfrente.
—Eres hermosa.
Veo que se contrae ante mis palabras, con el caparazón asomándose entre nosotros, y yo, voy a romper a ese hijo de puta si intenta arruinarnos esto.
La veo a los ojos, acaricio su rostro, y coloco sus ondas rebeldes tras su oreja. La contemplo, sus mejillas enrojecidas, la mirada vidriosa, y su piel tan clara y decorada por esos lunares oscuros y diminutos repartidos en el cuerpo. Decido besar el lunar de su mentón, continúo con otro en la clavícula. Me retiro para observar su cuerpo, y descubro otro bajo un seno. Lo lamo y beso, porque se ha convertido en mi favorito, y termino con el último en las costillas.
—Tienes tantos, que no terminaría de besarlos nunca.
Ella sonríe con los labios fruncidos, intentando vencer la coraza.
—Pero estos...—digo recorriendo con el dedo los puntos recién besados y todavía húmedos en mi saliva—. Son mi constelación favorita.
Se ríe, encantadora, ligera y liberada. Y joder, yo podría durar la vida entera adorándola, recorriendo su galaxia con los dedos, con la lengua, o con la simple mirada.
Sus pupilas se convierten en un aviso feroz, y con cierta rudeza, toma mi rostro entre sus manos y me tira hacia ella, desbaratándome la boca a besos y mordiscos.
Nos fundimos nuevamente, en esa guerra de lamidas y caricias ávidas. Aprieta los muslos a mi alrededor, y arquea su centro en una súplica que respondo colando la mano dentro de su pantalón, palpando su bienvenida caliente y humedecida. La acaricio, deslizo los dedos dentro, con delicadeza, conociéndola, disfrutando. Sus gemidos en mi oreja son una sinfonía que me quema la entrepierna palpitante.
Ella se arquea, y mece la cadera queriendo sentir más. Sus manos bajan, y ansiosas, comienzan a pelear con mis pantalones. Suelto una risa ronca, mientras retiro mis dedos de su cuerpo para atenderla. Retiro sus jeans, al mismo tiempo que ella logra desabrochar el mío. Y nuestra ropa interior se siente como un puto muro de concreto entre nosotros.
Dejo de besarla, para dedicarle una mirada atrevida, una solicitando su permiso para continuar, y ensancha una sonrisa tan hermosa como ansiosa, con la picardía asomándose en sus comisuras, y suelto una risa extasiada. Beso sus clavículas, sus senos, su abdomen, su cadera, y con los dientes, aprisiono el elástico superior de las bragas, bajándolas despecio, divertido, y sin despegar mis ojos de los suyos.
Necesito detenerme un segundo. Para respirar, para asimilar lo que tengo enfrente. Porque tengo a mi Luna. Esa mujer que tanto soñé, que tanto pedí y busqué, y ahora estaba aquí, teniéndome completamente jodido, porque en mi imaginación, no me acerqué ni un puñetero milímetro a lo magnífica que es en realidad. Tengo que tensar la mandíbula y hacer un esfuerzo por contener la conmoción que me arrasa el pecho.
Su mano se dirige a mi mejilla, me acaricia con ternura y delicadeza, regalándome una mirada significativa y brillante.
Aspira decidida, y se lame los labios.
—También te quiero.
Mi carcajada resuena por la habitación, extasiado y fascinado de ver su caparazón destruido, y a ella tan vulnerable y segura de que yo la protejo.
Regreso a sus labios, besándola lento, disfrutando del roce de su lengua con la mía, de cada tacto, y cada caricia. Reconociendo nuestros cuerpos y los sentimientos que ahora flotan en el aire y nos abrazan a los dos.
Ella baja mis interiores, y cuando su mano me acaricia, me estremezco tanto que suelto un jadeo en sus labios, recibiendo una de sus escasas sonrisas como respuesta. Me lleva lentamente a su entrada, y me acaricia suavemente en una invitación.
Con todo el esfuerzo que representa contener mi hambre, empujo con cuidado mi punta, provocando un gemido en su garganta que me eriza la piel en los rincones más escondidos. Volteo a verla, asegurándome que no le estoy causando dolor, pero su mirada voraz me anima a adentrarme más con suavidad. Ella lanza la cabeza hacia atrás, soltando un jadeo y dejando su garganta expuesta, que sin desaprovechar, beso con ansias.
Salgo lentamente y vuelvo a entrar, sintiendo como su cavidad se adapta, y deleitándome de estar envuelto en su calor. Una de sus manos se desliza hacia mi cabello, mientras la otra se aferra a mi espalda, ambas se entierran con fuerza y me empujan hacia ella, en una orden de que continúe. Y joder, que no hay nada más que me prenda como verla tan dominante y segura.
Incremento gradualmente el ritmo de mis embestidas, haciéndolas más constantes y profundas en cada una.
Los gemidos y jadeos retumban en las paredes. Me araña, la beso, me muerde, la lamo, y nos abrazamos tan fuerte durante el acto, que parecemos mezclar nuestras pieles derretidas entre el fuego que nos arropa.
Sus gritos comienzan a aumentar el tono, indicando que está cerca de llegar, y junto a ella, me dejo llevar, enterrándome rápido y profundo, logrando llegar juntos al éxtasis, y comiéndome de un beso su grito liberador. Culminando los dos abrazados y aferrados, sintiendo el palpitar en nuestros centros unidos, rozando nuestros labios, y con las miradas imantadas.
Nos quedamos ahí, disfrutando de la sincronía en nuestras respiraciones, yo en lo profundo de mi Luna, con las estrellas de su cuerpo entre mis brazos, y el puto cosmos explotándome en el pecho.
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