Capítulo 15


ADAM


No podía dejar de recordar a Helen Jordan decirme que Luna había sufrido demasiado, ni tampoco repetirme a mí mismo que, afortunado o no, jamás había sufrido verdaderamente por algo. Pero hoy, con un dolor punzante en el pecho, una braza en la garganta, púas en la piel, y el escozor constante en mis ojos, me hacían plantearme, que quizá ya lo estaba haciendo.

Pasé el día lagrimeando, incapaz de cerrar los ojos, porque al hacerlo, su rostro herido aparecía de inmediato. Sus labios rojizos, redondos y rellenos, que tantas veces observé deseoso, ahora estaban magullados, con un corte ancho y negruzco por la sangre seca. Su piel clara y tersa como la porcelana, llevaba una mancha horrible, morada y verdosa arriba de una de sus cejas. Y sus ojos, joder, sus ojos. Muertos de miedo, suplicantes, y quebrantados.

Las rodillas me temblaban decididas a tirarse al suelo para rogarle que viniera conmigo, que no durara un segundo más en esa casa donde la maltrataban a semejante grado. Pero la realidad es, que ella, y solo ella, sabía realmente cómo estaban las cosas. Y si corría con un poco de suerte, quizá hoy obtuviera un poquito de esa información.

En cuanto escuché el raspar de sus patines viejos sobre el asfalto, me paré de un salto desde la escalera de mi pórtico. Sin controlarme ni pensar en nada, corrí hacia ella, la abracé por la cintura, y hundí la cabeza entre su cuello y su hombro. Porque aunque me negara a admitirlo, la espina de que un golpe mal calculado podía provocar que no volviera a verla nunca, me tenía aterrorizado y tan consumido, que no había podido comer ni media galleta en todo el día.

—Adam... —dice incómoda entre mi abrazo.

Me separo a regañadientes y suelto todo el aire contenido.

—Perdona, no sabía si vendrías.

—Pues aquí estoy —dice con hostilidad—. Vamos dentro.

Sigo sus pasos decididos, y su semblante frío y filoso, que me parece tan ajeno y a la vez tan reconocido, porque no es Luna la que me habla, es su caparazón.

Entramos y cierro la puerta a nuestras espaldas. Ella termina de quitarse los patines, se pone de pie y se cruza de brazos con el ceño fruncido, decidida.

—Empecemos. ¿Qué quieres saber? —escupe con rudeza.

Yo niego con la cabeza, me lleno de paciencia y le extiendo una mano. La ve con horror como si la tuviera cubierta de mierda.

—Acompáñame —indico.

—Te sigo —responde sin siquiera intentar tocarme.

Asiento resignado y me encamino al segundo piso, donde ya tenía armada una cena entre cojines y mantas junto al ventanal.

—¿Qué es esto? —pregunta desconfiada.

—¿Qué te parece que es? Pues una cena.

—No tengo hambre.

Sonrío con amargura, porque comprendía. Como dije, yo tampoco había podido pasar bocado.

—Yo tampoco, pero también hay vino.

Ella me fulmina con la mirada, como si sintiera que le estaba tomando el pelo. Ignoro que el día de hoy, su coraza viene más gruesa de lo normal. Que hoy está hecha de plomo, imposible de atravesar, así que no voy a intentar romperlo, no todavía, porque sería imposible lograrlo. Necesito que sea ella misma quien se lo quite.

Tomo asiento entre los almohadones, sirvo dos copas de vino y doy un trago tan largo que me termino la mía. La lleno inmediatamente y alzo la suya en una invitación.

—¿Qué te ha parecido mi familia? —pregunto con tranquilidad.

Ella suelta un bufido burlón.

—Parecen sacados de una revista. Venga, que hasta el apellido LeBlanc es estirado como tú.

Carraspeo, ligeramente incómodo.

—Bueno, en realidad... mi apellido es Santos.

Ella tuerce las cejas, sin comprender enteramente lo que trato de explicar.

—Jean es mi padrastro.

—¡¿Padrastro?!

Asiento con lentitud.

—Charlie mi hermanastra, y Lluvia mi media hermana. Venga, que mi familia es toda una ensalada.

Lleva una mano al pecho, como intentando tragar la información que acabo de darle.

—¡Pero si te trata como un padre! —reclama frustrada.

—Porque lo es. El mío murió cuando yo aún era un bebé, y aunque no lo conocí, ni su relación con mi madre, yo no me daba cuenta de lo incompleta que estaba ella, hasta que Jean apareció en nuestras vidas.

—Suena a que se quieren mucho, es decir, todos.

—Le debo todo. Es un amigo y un padre, y me dio a la mejor amiga que podía tener.

Ella sonríe con melancolía.

—¿Lo ves? Una jodida familia perfecta.

—¿Perfecta? —pregunto incrédulo—. ¿No acabas de escuchar lo que dije?

—Lo son Adam, pero cuando vives rodeado de oro deja de parecerte brillante.

Se sienta frente a mí, toma su copa de vino y repite mi acción de beberlo por completo. Extiende la copa en una muda petición y yo obedezco al instante.

—Pues a mi madre le has parecido perfecta.

—Eso es porque soy una buena actriz.

Dice con un tono ligeramente burlón, ablandando su bendita coraza.

—O porque eres perfecta, Luna.

Y vuelvo a cagarla, porque su mirada se oscurece de nuevo y evita una respuesta tomándose el vino de otro trago. Entonces decido volver a camino seguro.

—Perdón si Sienna se puso pesada, esa puede llegar a opacar cualquier oro.

—Pues a mí la que me ha dado miedo, es Lluvia.

Me río divertido.

—Lluvia impone, pero perro que ladra, no muerde, y ella no es la excepción.

—Me parece increíble que tengan exactamente los mismos ojos, pero en ella luzcan feroces.

—Oye —digo ofendido—. Que yo también soy una fiera.

Ella se ríe, e intenta cubrir la carcajada con la palma de su mano, y por inercia, la tomo en el aire, evitando que cubra su boca. Niego con la cabeza y me lamo los labios.

—No te cubras, por favor. No conmigo.

Me observa, fijo y abundante. Me doy cuenta de que sus pupilas se dilatan, de que pasa saliva nerviosa y que los pensamientos le revolotean en la cabeza. De manera inconsciente, acaricio el dorso de su mano con un pulgar, a lo que ella responde retirándola de un tirón, y a la defensiva. Bajo la mirada avergonzado, y con el amargo sentimiento de rechazo naciendo en mi interior.

—¿Por qué me llevaste a esa cena, Adam? —reclama dolida.

Devuelvo mi atención a su rostro, y encuentro nuevos sentimientos pintados en él: miedo e incertidumbre.

—Pensé que podrías llevarte bien con mis hermanas, hacer amigas, no sé, tener un poco más de apoyo.

Con la mirada cabizbaja, veo que acaricia la circunferencia de su copa, pensativa e incluso podría decir qué desilusionada.

—Entiendo —dice en un hilo.

Sigo su dedo recorrer el cristal una y otra vez, y me pregunto, si quizá esperaba otro tipo de respuesta, la verdadera respuesta, aquella que oculto por temor a ese rechazo que siempre me clava directo en el pecho. Y caigo en cuenta, de que estoy haciendo lo mismo que ella, ponerme una coraza, pero que lo hago mucho peor, porque esta ni siquiera es mía, y que además, tampoco la quiero.

Detengo su mano del jugueteo en la copa y la tomo con decisión, dispuesto a quedar vulnerable ante ella para mostrarle, que yo no le temo a quitarme esta capa gruesa de límites que nos gusta ponernos.

—También porque eres especial para mí, Luna, y quería que te dieras cuenta de que más gente lo ve, no solo yo.

Veo que aprieta los labios con un ligero temblor, un ligero aviso de que se está conteniendo, de que sus pedazos amenazan con salir. Baja la mirada y puedo ver un pequeño brillo húmedo en sus pestañas. Escucho como ahoga un sollozo en la garganta y no lo soporto más. Me acerco a ella y la abrazo, con una palma cubro su cabeza y la hundo en mi pecho, donde comienza a liberar su llanto sin cauce, ni límites.

Acaricio su espalda, su cabello y sus brazos. Intento darle calma e intento disfrutarlo yo también. De permitirme apreciar sus ondas espesas y oscuras, que recaen hasta su cintura, tan rebeldes e implacables como lo es ella, aunque se rehúse a verlo. 

Disfruto de aspirar su aroma salvaje y frutal. Deslizo mis yemas por la tersa piel de sus brazos, en ese exquisito contraste de su tono claro, adornada de esporádicos lunares, tan delicados y llamativos, dibujando una galaxia de manchitas en su piel.

Entre un llanto menos desbordante, varias copas de vino, y lamentos, Luna me cuenta su historia. Del día que repite una y otra vez en sueños: la noche del brindis en la empresa de sus padres, la discusión que mantienen con Guzmán, y el terrible accidente que la ha dejado huérfana. Me cuenta sus días en el orfanato, húmedos, terribles, y desolados. De lo jodidamente aterrador que es tenerlo todo y de pronto no tener nada. Ni un hombro en el que llorar, ni una cama que sea tuya, y un futuro completamente incierto.

Me cuenta de cómo el imbécil la chantajeó para liberarla de aquel monstruoso lugar, para llevarla a uno que sería aún peor. Aprovechándose de la inocencia de una niña abandonada por la vida, y también, para apoderarse de la parte de la empresa que a ella le correspondía, siendo su tutor legal.

Y que justo como lo intuía, esta chica feroz, lleva años leyendo como una desquiciada, libros de leyes, intentando comprenderlos para idear un plan para joderlo.

Porque sabe que la parte de la empresa ya le corresponde al ser mayor de edad, un tema que él evita, por supuesto.

Me cuenta también, que los golpes llegaron junto con Hope. El día que la aparente amante abandonó a la pequeña en su casa, dejándolo totalmente a cargo de la nena y descargando su furia con Luna. Y temeroso de los pecados cometidos, no deja que ella salga o conviva con otras personas para evitar que alguien le indique lo torcido de todo el asunto, o peor, que la ayude.

Pero para eso, ya es demasiado tarde, porque yo estoy dispuesto a dejarme la piel en esto para liberarla de ese jodido pendejo.

Una vez que me cuenta todo, puedo notar esa ligereza que ahora la inunda, el brillo en su mirada, y las cejas relajadas. A pesar de los caminos blanquecinos en sus mejillas por las lágrimas, y las espesas pestañas oscuras conjuntas por la humedad, luce asfixiantemente encantadora. Tiene la belleza de una película antigua de cine negro, con la mirada felina y un mentón afilado, que impactaría a cualquiera que se permitiera asomarse dentro de esta capucha gigante.

No puedo evitar quedarme imantado a su rostro que observa la ventana, ideando, planeando su siguiente paso. 

Se percata de mi mirada y se gira para verme directo a los ojos. No puedo ignorar el apretón que siento en el pecho, el burbujeo que me sube del estómago a la garganta, y como el suelo parece hundirse para desaparecer bajo mis pies. 

Trago nervioso y con ello, también trago el temor.

—¿En qué fase te sientes hoy, Luna?

Casi me parece escuchar el delgado cristal que ha quedado de su coraza de plomo, romperse en añicos, mientras la mirada se le ilumina, llena de esperanza, y quizá de algo más.

Entonces me sonríe, me sonríe de verdad. Sin coberturas, mostrándome los dientes perfectos enmarcados por sus labios redondos y rellenos color carmín. Me muestra por primera vez y de manera genuina, su sonrisa, acompañada de una melodiosa risita nerviosa, que endulza mis tímpanos y mi pecho, provocándome un cosquilleo difícil de ocultar en las comisuras de mis labios.

Luna toma mi mano con decisión, aun con la sonrisa en su rostro.

—Contigo, siempre me siento llena.

Y yo, no puedo contenerme más.

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