Capítulo 1


LUNA


—Mamá, estoy aburrida, y los zapatos me lastiman.

—Aguanta un poco más, Luna. Ahora quédate quieta, que tu padre va a hablar.

Era la fiesta de aniversario de Vigía, la empresa de mis padres y Guzmán, que surgió por un descubrimiento de papá para optimizar los sistemas de seguridad que ya existían, la mente de Guzmán para los números, y mi madre como su publicista, lograron levantar rápido y en grande un simple proyecto universitario, que ahora era el sustento de muchas familias.

—Quiero proponer un brindis —dice mi padre poniéndose de pie y alzando su copa.

Todos en la sala le imitan, a excepción de mí, la única cría en todo el salón, y por ende, la más aburrida.

—Por Vigía...

—Por Vigía —corean todos.

—... Y el futuro brillante que se avecina.

El tintineo de las copas chocando entre ellas se hace sonar en el salón.

No logro recordar como llegué a casa, ni mucho menos a mi cama, ya que la fiesta se había alargado lo suficiente como para dejarme tumbada.

De repente estoy medio dormida, entre las sábanas rosadas de seda, envuelta en una bruma espesa, que no me deja enfocar la vista, los sonidos, ni ningún sentido.

Se escucha el timbre, la voz de Guzmán, y mis padres discutiendo. Me cuesta entender lo que dicen, todo tiene un eco tan lejano que me entorpece escuchar claramente el mensaje.

—¿Para qué hacer el cambio ahora? Luna apenas es una cría.

—Queremos asegurar su futuro, y qué mejor manera que hacerlo desde ahora —dijo mi padre tajante.

—¡Joder, porque es innecesario!

—Está decidido, Guzmán —replica molesto—. La firma será al regreso del viaje.

Más bullicio, discusiones, gritos, reclamos, una puerta azotando. Yo sigo confundida, neblinosa, y me revuelvo en la cama incómoda.

Nuevamente, estoy en la mañana siguiente a esa discusión. Con mis padres yendo y viniendo, subiendo al coche las maletas, preparando todo para el viaje anual a la playa por mi cumpleaños.

—¡Felipe, el protector solar!

—Ya lo llevo, cariño.

Ambos suben al auto donde yo ya me encuentro sentada, ansiosa, bailoteando los pies, con el cinturón más apretado de lo normal, asfixiando, cada vez más apretado. El auto comienza a andar, y a cada minuto que pasa, el cinturón se tensa más, comienza a hundirse en la piel, en mi hombro, mis costillas, mi cadera. ¡Joder, en las entrañas! Y me estoy ahogando, no puedo respirar. Mis dedos comienzan a hormiguear, los siento helados, la cabeza me punza, los pulmones me arden, el agua congelada me pica en la piel, la garganta. Empiezo a sacudirme desesperada, ¡Me ahogo, me muero! ¡Necesito aire!


Doy un sobresalto, abriendo los ojos de golpe y llevando ambas manos a mi cuello. Respiro agitada, acelerada, y temerosa. Ahogo un sollozo con una mano, porque ya no soy una niña.

Tengo veintiún años, mis padres murieron hace diez, en un accidente donde el destino cambió de la playa al panteón. La tragedia me persigue por las noches, amarga mis sábanas y asfixia mis sueños. Fue el fin de la luz de mi vida, y el inicio de la desgracia que ahora me acompaña.

Mis padres no tenían más familia, por lo que después del accidente, me quedé completamente sola. El gobierno me envió a una casa de acogida temporal, mientras se resolvía mi situación familiar, pero lamentablemente, eso nunca sucedió.

Meses después de estar en el mugriento y húmedo orfanato, con colchones rechinantes, agua congelada, chiquillos malcriados, y comida fría de dudosa procedencia, recibí la visita inesperada de Guzmán, el socio y mejor amigo de mis padres, al que cariñosamente llamaba tío.

 Me llenó de falsas esperanzas, juró que haría todo lo posible por sacarme de ahí, y que por amor a mis padres, no descansaría hasta que yo me encontrara bien.

Menudo cabrón.

¿Me sacó del orfanato? Sí, así fue. Pero también me jodió la vida, y la niñez.

"Puedo llevarte conmigo, pequeña Luna. Pero tienes que prometer ser buena y obediente." Me había dicho, pero irónicamente, le faltó especificar que también sería prisionera, esclava, y su juguete personal. Porque en el momento que me sacó de aquel edificio, no me dejó llamarle nunca más tío. 

Al principio era bueno, el Guzmán que siempre conocí. Pero poco a poco, se fue cansando convirtiendo, y comenzó a tratarme con un desdén cada vez mayor, haciéndome sentir cada día menos bienvenida.

La gota que derramó el vaso, fue cuando mi periodo dejó de llegar. Había quedado embarazada a mis diecisiete años. Motivo por el cual, me llevé una golpiza que me dejó varios días hospitalizada. 

Desconozco la mentira que dio a los doctores, pero estaba claro que se había dejado así mismo bien parado, mientras que por la espalda y en secrecía, me amenazaba con quitarme a mi bebé si decía algo.

Una nena llegó a mi vida unos meses después. La llamé Hope, porque era lo que me transmitía el pequeño bultito quejica que balbuceaba cuando me veía. Guzmán decidió dar la versión de que era su hija, y como todo en esta casa, desconocía la historia que daba sobre la madre de la criatura a las demás personas, o a sí mismo.

Esta noche, no es la primera en la que me despierto a medio sueño. De hecho, ya es algo tan común, que a escondidas de Guzmán, me había comprado, o mejor dicho, me habían regalado, un par de patines de línea con los que salía a pasear por las calles desoladas del barrio. Intenté comprarlos a una vecina en una venta de garage, ya estaban desgastados y las llantas maltratadas, pero seguían rodando. La amable señora Jordan no hizo preguntas, me guiñó un ojo, metió los patines en una bolsa y me los dio. Así, sin explicaciones, ni de su lado, ni del mío.

Tenía nueve años viviendo en ese barrio, en esa casa, y no conocía el nombre de prácticamente nadie, y dudaba que ellos el mío. Pero vaya que no son ciegos, y probablemente tampoco sordos, se daban cuenta más de lo que yo y Guzmán pensábamos. Porque mientras el sol calentaba los techos, la casa se encontraba en silencio, con mi cerebro sumido en libros. Pero por las noches, los demonios escapaban, a veces tan grandes que podían colarse por las rendijas de las ventanas.

El único momento en que podía permitirme usar los patines, era en las madrugadas, cuando el pendejo dormía.

Tomaba unas píldoras para dormir, que junto al alcohol, lo dejaban tan tumbado, que podía martillar aún lado de su oreja y no se daría cuenta.

Muchas veces, me planteé la probabilidad de que su problema para dormir se debía a las barbaridades que había hecho a lo largo de su vida, y que las seguía haciendo. Pero eso significaba admitir que tiene una conciencia, y el diablo nunca descansa, a menos que se tome la dosis suficiente para dormir a un caballo, o en este caso, a un demonio. 


Salí en completo silencio de la casa y en calcetines, para evitar el sonido de mis pasos. Después de caminar unos metros, me abroché los patines y comencé a rodar.

Rara vez salía de casa, no tenía amigos, y Guzmán nunca me llevaba a eventos de trabajo. Las salidas se limitaban a al restaurante más alejado del barrio. Y siempre, siempre, me exigía vestirme más de la cuenta, incluso en verano, cuando sudaba como un grifo bajo las telas. Decía que era para protegerme, que era un tío con tanto dinero, que cualquiera querría secuestrarme para chantajearlo. Pero yo no era una tonta, sabía que él temía encontrarse con un rostro conocido. Así que solo sonreía, como una retardada sumisa ante su pretenciosa excusa.

Acababa de cumplir la mayoría de edad el mes pasado, tenía fe de que esas medidas cesaran, pero no hubo ningún cambio. Apenas si se enteró de que era mi cumpleaños, dudaba que supiera mis años, pero sí que sabía sus pecados, y quería mantenerlos bajo capas de prendas.

Llevaba tres calles recorridas, ya había pasado la casa de los Jordan, del cascarrabias del que no sabía su nombre, y la envidiable familia de los Williams. Siempre tan unidos, tan felices, como esas familias que vemos en los comerciales de gobierno.

El barrio en general estaba repleto de familias, de gente joven, con jardines desprendiendo el aroma de las hamburguesas a la parrilla los domingos, chiquillos en bicicletas, y vecinas poniéndose al día en chismes. Todo lo veía a través de mi ventana, porque así, de noche, parecía algo tan diferente, un panorama más desolado y oscuro.

Las únicas luces eran las lámparas de las banquetas y una que otra encendida en los porches de las casas. Lo mismo de siempre: las mismas calles, las mismas casas, el mismo silencio. Solo escuchaba el raspar de las llantas en el asfalto y mi respiración agitada.


Llevaba ya varias calles recorridas, cuando por fin algo llamó mi atención. Algo diferente al resto de noches, de días, de meses.

Una luz en una ventana. Que en aquella noche, sin luna, retumbaba como un faro en medio del océano oscuro del cielo.

Entrecierro los ojos bajo la capucha de mi sudadera oscura, tardo en reconocer la casa, llevaba casi un año en venta, y por supuesto, desolada. Era una de las más grandes del barrio, con una preciosa arquitectura rústica, paredes de tablones blancos y techos triangulares de tejas beige. Era una casa enorme, seguramente se había mudado una familia extensa, dos hijos cuando menos, y seguro que con hamburguesas a la parrilla los domingos, pensé.

Patino hacia ella, con la vista en la ventana iluminada. Con un interés palpable por la primera novedad en meses de patinaje nocturno. Se alcanzaba a ver un poco de la habitación, una parte de la cama y frente a ella, una cajonera con un espejo rectangular clavado a la pared. 

Al lado del mueble, una puerta se abre y sale un hombre de ahí, envuelto en una nube de vapor y una toalla enredada en su cadera. Tenía los músculos increíblemente marcados en su piel bronceada, como solo se ven en las películas, o al menos para mí, que rara vez salía a conocer el mundo, o la gente.

Se dirige al mueble y jala un cajón, saca un par de prendas y se para frente al espejo.

Yo lo veía perpleja, había dejado de empujar las piernas al patinar, y dejaba que la inercia y el viento me guiaran a la velocidad de un caracol, mientras recorría el frente de la propiedad, y con la mirada en la espalda ancha del vecino en la ventana.

De pronto, el hombre musculoso se saca la toalla, dejando al descubierto su redondeada retaguardia.

Me quedé helada, ¿pero qué coño estoy viendo?

Toma una de las prendas, los calzoncillos, y se agacha para colocarlo, dejándome ver mucho más de la cuenta. No daba crédito del espectáculo a mi merced, y suelto una carcajada que intento ahogar con una mano.

Pareció escucharme, porque se gira extrañado, y baila su mirada en la calle hasta encontrarse con la mía. No hizo nada, lucía confundido y enarca las cejas como si no creyera que alguien lo observaba a través del cristal.

Reaccionando a mi imprudencia, jalo apresurada la capucha para cubrirme el rostro y empujo con fuerza las piernas para alejarme lo más rápido posible.

Iba agitada, ansiosa de que saliera, me alcanzara y me metiera en un lío terrible. Cuando llego a la esquina de la calle, me cubro tras la barda de la última casa y me permito asomar un ojo. Alcanzo a ver que la mitad de su cuerpo salía de la ventana, moviendo la cabeza para todos lados, buscando. Se mete de nuevo y cierra las cortinas con notoria molestia.

Me llevo las manos al pecho, intentando calmar mi corazón que galopaba enérgico, invadido de adrenalina. Quería tranquilizar mi respiración entrecortada, pero la risa nerviosa salía en resoplidos involuntarios. 

Después de unos minutos ahí, parada como una imbécil, incapaz de controlar sus sentidos, pude ponerme en marcha.

Esto es lo malo cuando no conoces más allá de las mismas cuatro paredes, cualquier tontería te impacta y descoloca, como por ejemplo: un trasero bronceado y redondeado.


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