Capítulo 7

Cuando Altair se despertó, lo primero que notó fue que se había quedado dormido abrazando a Daisy. Su mejilla estaba pegada contra su pecho, y su brazo derecho rodeaba su cintura, manteniéndola cerca de él. También se dio cuenta de otros detalles: una de las suaves manos de Daisy descansaba sobre la piel rugosa de las cicatrices en su brazo, mientras que la otra estaba enredada en su cabello, como si hubiera estado acariciándolo antes de quedarse dormida.

La habitación estaba en completo silencio, reinaba una paz tan profunda que Altair temió romperla. Permaneció inmóvil, escuchando el latido constante del corazón de Daisy contra su oído y sintiendo su suave y profunda respiración que agitaba ligeramente su cabello. Sabía que debería apartarse, que al despertar, Daisy podría sentirse incómoda y confundida. Sabía que no tenía derecho a buscar consuelo en ella, que no era justo para ninguno de los dos. Y, aun así, no se movió.

Había pasado tanto tiempo desde que había estado así, tan cerca de alguien, especialmente de una mujer. Y Daisy se sentía tan cálida y suave, tan dulce y pura. Su característico aroma floral lo envolvía, calmándolo, y el toque de sus manos sobre su piel, tan delicado y sin juicio, lo hacía sentir una paz que no recordaba haber experimentado en años.

Decidió permitirse disfrutar de ese inesperado momento de calma, intentando no pensar en cómo las pesadillas habían regresado. Había creído que esas visiones horribles habían desaparecido para siempre, sobre todo después de tanto tiempo. Habían comenzado poco después del accidente, secuelas del trauma, reproduciendo esos terribles instantes en cámara lenta, llenos de agonía. Su terapeuta le había asegurado que con el tiempo desaparecerían, y así había sido, en su mayoría, en especial cuando se refugiaba en el alcohol. Pero ahora, con este viaje, los recuerdos parecían haber revivido esas pesadillas.

«No pienses en eso. No revivas las pesadillas», se dijo a sí mismo.

Cerró los ojos y ocultó el rostro contra el vientre de Daisy, respirando profundamente su perfume, que una vez más lo calmó. No estaba seguro de cuánto tiempo pasó así, inmerso en esa tranquilidad, cuando sintió que Daisy se agitaba con suavidad bajo su cuerpo. Altair levantó la mirada y observó su rostro mientras ella despertaba, sus ojos azules parpadeando lentamente, aún somnolientos. La intimidad del momento lo hizo sentir expuesto, pero no quiso apartarse; deseaba prolongar esa sensación, aunque fuera solo un poco más.

—Hola —saludó ella, casi con timidez.

—Hola —respondió Altair, su voz baja, íntima, como si temiera romper la frágil tranquilidad que los envolvía.

—Nos dormimos —comentó Daisy, con un leve tono de sorpresa, casi como si se estuviera dando cuenta en ese mismo instante.

—Sí —contestó Altair, y dejó que el silencio entre ellos se alargara.

Daisy ahogó un bostezo y, por un momento, ambos quedaron en una pausa incómoda pero no desagradable. Ella no se había movido, y Altair se preguntó si su proximidad la incomodaba, si debería apartarse para darle espacio.

—¿Quieres que me mueva? —preguntó, su voz cargada de una suavidad que no usaba a menudo.

—No, está bien..., supongo —respondió Daisy, algo vacilante.

Su respuesta hizo que Altair esbozara una pequeña sonrisa, un gesto que ella no podía ver, lo que le pareció un alivio. Ya se había mostrado lo suficientemente vulnerable ante ella.

—¿Supones? —replicó, con un tono que intentaba ser ligero, pero que llevaba un trasfondo de curiosidad.

—Es solo que... nunca he estado con alguien así. Es... interesante. Se siente muy natural —admitió Daisy, sus palabras cargadas de una sinceridad que le llegó al corazón.

El silencio se instaló de nuevo entre ellos, pero esta vez no era incómodo. Daisy, aprovechando la quietud de Altair, dejó que sus dedos recorrieran con delicadeza la piel de su brazo. La textura áspera de las cicatrices bajo su mano la hizo detenerse de golpe, como si de repente se sintiera consciente de lo que estaba haciendo, casi como si temiera haber traspasado un límite.

—¿Qué sucede? —preguntó Altair, notando la abrupta pausa en su movimiento.

—¿Puedo tocarte? —dijo ella, su voz tan suave que casi se perdió en la penumbra de la habitación.

Altair separó los labios y, por un instante, se debatió. Sabía que la respuesta más razonable sería negarse, apartarse y salir de la cama para no complicar más las cosas. Pero, al parecer, las malas decisiones eran difíciles de evitar, especialmente cuando su piel anhelaba el contacto que ella ofrecía.

—Sí —respondió finalmente apenas en un susurro, dándole permiso, permitiéndose a sí mismo ceder a la necesidad de sentir esa conexión, aunque solo fuera por un momento más.

Daisy esbozó una pequeña sonrisa y se agitó bajo su cuerpo para sentarse. Aunque a regañadientes, Altair la dejó ir y también se incorporó. Ambos quedaron frente a frente, sus rodillas rozándose con suavidad en la intimidad de la habitación. Daisy levantó una mano, tentativa, y sus dedos comenzaron a explorar su piel, palpando y sintiendo con cuidado. Primero rozó las cicatrices en su hombro izquierdo y luego descendió despacio por su brazo, como si estuviera trazando un mapa de su dolor.

—¿Te duelen? —preguntó en voz baja, casi temerosa de la respuesta.

—¿Las cicatrices? —respondió Altair, buscando sus ojos, aunque sabía que ella no podía verlo.

Daisy asintió, mordiéndose los labios con un gesto que Altair no había notado antes, pero que ahora le parecía tan cautivador como desconcertante. Era un hábito que la hacía parecer vulnerable, y a la vez, increíblemente fuerte.

—No —respondió, pero luego se corrigió—. Es decir, no me duele la piel de las cicatrices, pero a veces tengo un dolor agudo en el brazo. Me cuesta hacer ciertos movimientos. Aunque me ejercito y trato de mantener los músculos, ya no soy tan rápido ni tan fuerte como antes.

El recuerdo del accidente cruzó su mente, y las palabras fluyeron con dificultad. En el accidente, su hombro y su brazo izquierdo habían sufrido el impacto directo. Los huesos se habían roto en varios puntos, y aunque con el tiempo habían sanado, la piel sobre ellos mostraba las marcas donde habían estado las suturas. Las cicatrices eran largas y finas, recorrían su brazo desde el hombro hasta casi el codo, como recordatorios constantes de las intervenciones quirúrgicas necesarias para reparar el daño. La movilidad de su brazo, aunque funcional, nunca había vuelto a ser la misma, y en los días fríos o después de un esfuerzo prolongado, el dolor le recordaba lo frágil que podía ser el cuerpo humano.

—A pesar de todo, me alegro de que pudieras sanar —murmuró Daisy con una sinceridad que lo conmovió.

Él esbozó una media sonrisa, la primera en mucho tiempo que no sintió forzada.

Mientras tanto, una de las manos de Daisy se detuvo sobre su pecho, justo encima de su corazón, mientras la otra descansaba suavemente sobre su vientre, cerca de su ombligo. Altair se tensó al instante. Había pasado mucho tiempo desde la última vez que una mujer lo había tocado de esa manera, y aunque sabía que el tacto de Daisy no tenía ninguna intención más allá de comprender sus heridas, su delicadeza lo desarmaba. Su toque era suave, cuidadoso, casi reverente, y sin embargo, sintió cómo la respiración se le atascaba en la garganta.

Tal vez no era solo su tacto lo que lo afectaba. Tal vez era la imagen completa: ella sentada frente a él, su rostro inclinado muy cerca, su respiración rozando su piel, vestida solo con un simple camisón blanco que, aunque Daisy no podía saberlo, era tan translúcido que casi podía distinguir las líneas elegantes de su cuerpo.

—¿Y tu pierna te duele? ¿También tienes cicatrices? —Las preguntas de Daisy interrumpieron el torrente de pensamientos de Altair.

Él levantó la mirada, forzándose a concentrarse en sus palabras.

—Sí, también tengo cicatrices. En ocasiones me dan calambres y, en otras, tengo una ligera cojera.

Su pierna izquierda también había sido gravemente afectada. El impacto había dejado cicatrices profundas en la parte superior de su muslo y a lo largo de la pantorrilla. Aunque las heridas habían sanado, los músculos no habían vuelto a ser los mismos, y a menudo cojeaba ligeramente, sobre todo cuando estaba cansado.

Daisy movió sus manos hacia su rostro y Altair cerró los ojos con un suspiro. Sintió el ligero contacto en su rostro, un roce que le resultó a la vez extraño e íntimo. Sus dedos trazaron lentamente la cicatriz más visible, la que cruzaba su rostro desde la sien derecha hasta su mandíbula. La piel bajo su toque era más áspera y fría, un recordatorio constante del accidente que lo había marcado. La cicatriz, irregular y de un tono más claro que el resto de su piel, endurecía sus rasgos, dándole un aire más distante, casi como si intentara mantener al mundo a raya.

Pero bajo el toque suave de Daisy, esa barrera que había construido con tanto esmero se sentía frágil, a punto de desmoronarse. Cada centímetro que ella exploraba con sus manos parecía encender una chispa de tensión en su interior, como si al tocar la cicatriz, estuviera viendo más allá de la piel, llegando a un lugar que él mismo se negaba a enfrentar. Y esa cercanía, esa intimidad que nunca había buscado, lo aterrorizaba más que cualquier herida visible.

—¿Esta cicatriz te duele? —apenas preguntó Daisy, casi temerosa de invadir un espacio demasiado personal.

—Ya no. Al inicio sí, pero ahora el dolor es como un fantasma —respondió Altair, tratando de mantener la voz firme, aunque el contacto con ella lo hacía sentir expuesto, vulnerable de una manera que no había experimentado en años.

La conexión entre ellos en ese momento era tan intensa, tan íntima, que por un instante, Altair olvidó todo el dolor y las cicatrices. Se concentró solo en la sensación de estar allí, con Daisy, compartiendo algo que ninguno de los dos entendía del todo, pero que era innegablemente real. Era un vínculo silencioso, construido sobre una base de experiencias no dichas, de emociones que ambos habían guardado durante mucho tiempo.

—Gracias... por compartir esto conmigo —dijo Daisy, apartando sus manos lentamente, casi con reluctancia, como si estuviera despidiéndose de algo precioso.

Al instante, Altair extrañó su contacto. Aunque aún podía sentir el fantasma de sus caricias sobre su piel, el vacío que dejó su ausencia fue inmediato, como si la calidez de su toque hubiera sido lo único que mantenía sus propios miedos a raya.

—¿Quieres... que hablemos... de la pesadilla? —Daisy rompió el silencio con una oferta que fue más una invitación que una presión, su voz estaba cargada de una ternura que lo desarmó.

Altair se tensó, su cuerpo reaccionó antes que sus palabras, pero el que Daisy no presionara, sino que simplemente esperó, lo ayudó a encontrar la fuerza para rechazar su pregunta con calma.

—Hoy no —respondió, utilizando las mismas palabras que le había dado cuando ella había preguntado si quería hablar sobre el audio de Vesper. Era una respuesta que escondía más de lo que revelaba, pero que al mismo tiempo mantenía la puerta abierta para cuando estuviera listo.

—Está bien —aceptó Daisy, sin rastro de juicio en su voz, solo comprensión.

El silencio volvió a instalarse entre ellos, y por un rato ninguno de los dos dijo nada. Altair comenzó a sentirse culpable por haberla rechazado, sabiendo que ella solo quería ayudarlo. Sentía que había roto esa burbuja de paz que Daisy le había ofrecido y que aún no estaba preparado para dejar ir. La preocupación de que había apagado su buen ánimo, su predisposición a ayudarlo, lo invadió, y esa sensación de haber arruinado algo especial lo llevó a buscar una manera de compensarla, de restaurar la armonía entre ellos.

—¿Quieres hacer algo antes de que tengamos que continuar a la siguiente parada? —sugirió Altair, buscando cualquier forma de extender ese momento compartido.

—¿Podemos? —soltó Daisy con emoción, sus ojos refulgieron.

—Sí.

Tal vez por ese día podía pretender que todo estaba bien, que era el mismo hombre de un año atrás.



Altair y Daisy habían decidido explorar el Valle de las Rocas, y mientras caminaban por el sendero asfaltado, Daisy se aferraba suavemente al brazo de Altair, confiando en él para guiarla a través de ese paisaje desconocido pero intrigante. El viento, que soplaba con fuerza desde el mar, traía consigo el olor salado del océano y el aroma terroso de las rocas y la vegetación baja que cubría el valle.

—Estamos rodeados de enormes formaciones rocosas —comenzó Altair, su voz baja y tranquila mientras describía el paisaje—. Algunas de ellas parecen torres naturales, casi como castillos antiguos que se han desmoronado con el tiempo. La piedra aquí es de un color gris oscuro, y las rocas están cubiertas de parches de musgo y pequeños arbustos.

Mientras avanzaban, el sonido del viento silbando entre las rocas se mezclaba con el lejano rugido del mar golpeando los acantilados. A su izquierda, Altair podía ver cómo las olas se estrellaban contra las rocas en la base de los acantilados, enviando ráfagas de espuma blanca al aire. La luz del sol jugaba sobre la superficie del agua, creando destellos que bailaban sobre el azul profundo del océano.

—El sendero sigue la línea de los acantilados —continuó—. Si miras hacia la izquierda, verías el océano extendiéndose hasta donde alcanza la vista, de un azul profundo que se mezcla con el cielo. Los acantilados caen en picado hacia el mar y, desde aquí, puedes ver cómo las olas se estrellan contra las rocas, creando espuma blanca que parece nieve.

Daisy asintió, su rostro relajado mientras trataba de imaginar la vastedad del mar que Altair describía. Sentía el viento en su rostro, más fuerte ahora que estaban cerca del borde del acantilado, y el murmullo del mar se hacía más claro y constante.

—Debe ser una vista increíble —murmuró Daisy, con una sonrisa suave en sus labios.

—Lo es —respondió Altair, guiándola por un tramo más ondulado del sendero—. Y si miras hacia adelante, verías un grupo de cabras salvajes. Están trepando por las rocas con una facilidad asombrosa, como si fueran las verdaderas dueñas de este lugar. Sus pelajes oscilan entre el marrón y el negro, y sus cuernos, largos y curvados, les dan un aire majestuoso.

Daisy rio suavemente al escuchar sobre las cabras.

—Me pregunto cómo logran moverse con tanta facilidad por las rocas.

—Parecen estar perfectamente adaptadas a este terreno. Saltan de una roca a otra como si fuera lo más sencillo del mundo —explicó Altair, mientras ambos continuaban avanzando, tomando su tiempo para disfrutar del entorno.

A medida que seguían el camino costero, el viento se hacía más fuerte y el sonido del mar más prominente. Los acantilados a su izquierda se alzaban imponentes, y Altair podía ver cómo el sendero serpenteaba a lo largo del borde, a veces acercándose peligrosamente al precipicio, antes de alejarse otra vez hacia el interior del valle.

Después de caminar durante un rato, Altair se detuvo en un punto donde el sendero se abría, permitiendo una vista amplia del océano.

—Estamos en un punto elevado ahora. Aquí el viento sopla con más fuerza, y el mar se extiende bajo nosotros. Si te inclinas un poco, puedes oír las olas con más claridad, como si estuvieras justo sobre ellas.

Daisy levantó el rostro hacia el viento, sintiendo cómo el aire le despeinaba el cabello. El rugido del mar abajo la envolvía, y por un momento, todo lo que existía era ese sonido poderoso, el viento, y la presencia de Altair a su lado. No necesitaba ver para apreciar la grandeza del lugar; la sensación de estar en ese espacio abierto, con el mar extendiéndose ante ellos, era más que suficiente.

—¿Te puedo contar algo personal? —dijo Daisy, rompiendo el silencio que los había envuelto mientras caminaban.

Altair la miró, observando cómo su cabello rubio se agitaba contra su rostro pálido, mecido por el viento. Había algo en su tono que le hizo saber que lo que estaba a punto de decir era importante.

—Adelante —respondió.

—Estoy pensando en mudarme de la casa de mis padres y vivir sola —confesó Daisy, con un tono que mezclaba decisión y vulnerabilidad—. Solo mi madre lo sabe y se mostró preocupada. No me lo dijo directamente, pero creo que no quiere que me mude. Mi familia siempre ha intentado ayudarme a ser independiente, pero sé que este tipo de decisiones los preocupa, y no pueden evitar ser muy protectores. Así que le dije que lo hablaríamos cuando regresara de este viaje.

Altair asintió, percibiendo la carga emocional detrás de sus palabras. Sabía lo importante que era para Daisy tomar sus propias decisiones, pero también entendía el dilema que enfrentaba al querer complacer a su familia.

—¿Y qué quieres hacer tú? —preguntó, reflejando un interés genuino en sus deseos.

—Quiero mudarme, pero no quisiera hacerlo si ellos no están de acuerdo. Y me molesta un poco que no me apoyaran desde el primer instante. Porque siento que si pudiera ver, no tendríamos que discutir al respecto. A veces solo siento que ellos me siguen viendo como su hija ciega a la que deben cuidar. De hecho, en ocasiones, siento que todos a mi alrededor me tratan así, como si conmigo siempre tuvieran que pensar las cosas dos veces.

Daisy suspiró, y Altair notó la tensión en su rostro, la frustración acumulada que probablemente nunca había compartido en voz alta. El aire a su alrededor parecía volverse más denso, cargado con las emociones que ella finalmente dejaba salir.

—Vesper era la única que nunca me trató de manera diferente. —La voz de Daisy tembló ligeramente al mencionar a su amiga—. Desde que éramos niñas, ella me vio por lo que soy, no por lo que no puedo hacer. Nunca me vio como alguien a quien cuidar, sino como su igual. Si estuviera aquí, sería la primera en decirme que me mude, que viva mi vida sin miedo. Con Vesper siempre fue así...; viví en un mundo distinto a su lado, uno sin limitaciones, sin reglas impuestas por mi ceguera. Ella me daba la libertad de ser yo misma, de arriesgarme, de caer y levantarme. Y por eso... siempre le estaré agradecida. Porque me hizo sentir lo que más deseaba: sentirme normal.

La mención de Vesper apretó el corazón de Altair, evocando recuerdos que dolían pero que también le traían una calidez familiar. Sabía que Daisy tenía razón; Vesper nunca había tratado a su amiga como alguien diferente. Siempre se había esforzado para que ambas vivieran la vida bajo las mismas condiciones.

—Si Vesper estuviera aquí, estoy segura de que me ayudaría a pararme de cabeza en un acantilado para enviarle una foto a mis padres —continuó Daisy, esta vez con una sonrisa en los labios, tratando de aligerar la conversación.

A pesar de la presión en su pecho, Altair no pudo evitar sonreír un poco ante la imagen que Daisy había pintado. La visión de Vesper animando a Daisy en una travesura tan atrevida era tan vívida que casi podía escuchar la risa de su hermana en el viento.

—No voy a hacer eso —afirmó Altair, su tono ligero pero firme, lo que provocó que la sonrisa de Daisy se ampliara—. Pero lo que sí haré es decirte que la vida es frágil, Day. Si sientes en tu corazón que mudarte es lo que realmente quieres, entonces hazlo. No te detengas por lo que otros puedan pensar o temer. Todos merecemos vivir nuestra vida con libertad. Tú también tienes ese derecho.

Mientras hablaba, decidió no permitir que los pensamientos sobre Vesper lo invadieran. En cambio, se concentró en lo que tenía frente a él: Daisy, con sus dudas y deseos de independencia. Sabía que la vida era demasiado corta para titubear o dejarse llevar por las inseguridades. Evitó pensar en el pasado y se enfocó en el presente, entendiendo que Daisy necesitaba tomar sus propias decisiones, vivir su vida sin miedo ni dudas. Para él, era claro que no debía permitir que ella se detuviera; debía animarla a aprovechar cada oportunidad, porque el tiempo no esperaba, y vivir plenamente era lo único que en verdad importaba.


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