Prólogo

La gata se detuvo frente al bosque. Su respiración era agitada, como la de un ratón sintiéndose acechado. Por un momento, se sintió demasiado pequeña en comparación a los grandes e intimidantes árboles que extendían algunas de sus ramas hacia ella. Una brisa sacudió algunas de sus hojas; una risa malévola desafiándola a entrar.

La minina miró hacia atrás con miedo, esperando un montón de gatos salvajes, musculosos y sin piedad corriendo en su dirección entre las colinas. Pero el pastizal estaba oculto en el silencio, con a lo más unos cuantos saltamontes cantando en la noche. Hinchó su pecho de orgullo. Después de aquella experiencia, Robin ya no se la pasaría perdiendo el tiempo comentándole lo gorda que se veía. Imaginó con un ronroneo malicioso su cara al saber que había escapado de un montón de felinos de bosque.

Pero no estaba ahí sólo para presumir. Tenía una tarea mucho más relevante que cumplir. Su rol de madre.

El temor retornó a ella, pero eso no la podía detener. Debía encontrar a su pequeño hijo. Si es que sigue con vida, pensó en una ola de tristeza y miedo.

El bosque se veía aún más amenazante por dentro. El hedor de gatos con aroma a árboles, ríos y tierra la obligó a apurar el paso. Las marcas no eran muy recientes, pero debía acelerar si no quería que la descubrieran husmeando como una rata.

Muchos más olores entraron como una ráfaga en su nariz gris, confundiéndola aún más. Las ramas de los robles, abetos y otros árboles le escondían la vista del cielo, y cada arbusto pequeño o roca negra podía ser reemplazado en su mente como la amenazante cara de un gato, preparado para saltar sobre ella y matarla.

Echaba de menos su hogar y sus dueños, y añoraba poder estar dentro de aquella vivienda, segura de cualquier cosa que podría hacerle daño en el exterior. Pero también extrañaba a su pequeño hijo, que a pesar de lo mucho que lo habían buscado los humanos, no había aparecido por ningún lugar. Unas cuantas lunas después, pudo por fín ir en búsqueda de su cachorro al último lugar que quedaba: el bosque. 

Su corazón empezó a galopar cuando sintió el olor de un cachorro. Estaba alejado del lugar donde los salvajes dormían, tenía que ser él.

Comenzó a seguir el rastro, pasando entre la floresta como si hubiese nacido allí, sin importarle en absoluto las zarzas que arañaban sus patas y las piedras puntiagudas que rompían sus almohadillas.

Pero cuando apareció en el claro con el pelo erizado de emoción, lo que vieron sus grandes ojos le heló hasta los huesos.

La sangre cubría el suelo, fresca y rojiza como si acabara de escapar de los cuerpos de dos gatos muertos que yacían en el centro, con algunas heridas tan grandes, que la minina, estaba segura, nunca las olvidaría.

Uno de los dos era un atigrado marrón pequeño. La gata sintió escalofríos en la cola al ver cómo la tenía el felino de bosque, casi separada de su cuerpo.

Pero lo que más susto le dio fue el cuello de la otra salvaje, una gata gris como ella. La unión entre su cabeza y pecho estaba en un ángulo extraño, con una línea roja que la invitaba a gritar de terror.

Había estado tan desconcertada que no había sentido el olor del burbujeante líquido rojizo.

¿En qué clase de infierno estoy? pensó, retrocediendo unos pasos.

—¿Hola? —dijo una vocecilla. Era demasiado aguda para pertenecer a la de su hijo, pero de todas maneras la gata se quedó quieta como si estuviera hecha de hielo.

No se escuchó nada más. La gata doméstica avanzó un poco, aunque manteniendo la distancia de los gatos muertos.

Una pequeña cabeza se asomó de un arbusto. Sus ojos brillaban plateados, pero el pelaje de su cara era de un marrón oscuro, aunque sus orejas tuvieran un tono blanco, como si les hubiera caído nieve.  La gata dilató las fosas nasales. No olía a cachorra doméstica, era una cría de los salvajes. Aunque eso no le impidió sentir compasión por la pequeña criatura, que salió con un salto del helecho.

—¿Qué haces aquí? —maulló cautelosa la gata adulta.

Los ojos de la cachorra se nublaron de dolor, y la pequeña bajó la vista.

—Él... él los... mis padres... —gimió, echándose en el suelo con las patas bajo el pecho.

La felina no tuvo que decir nada para comprender lo que pasaba.

Los muertos eran sus padres.

Consumida de empatía, se acercó a la gatita y se puso a su lado, dándole en un lametazo dulce en la cabeza. Aunque fuera una salvaje, no dejaba de ser una cachorra.

—No quiero volver a mi clan. No si no están Resplandor de Niebla y Brinco de Conejo —la pequeña alzó la vista, y la miró fijamente—. Llévame de aquí, por favor.

A la minina doméstica le costó un poco comprender las palabras de la gatita marrón, pero una vez creyó haber entendido, su frase la dejó impactada.

—Tú... —empezó—. ¿No sabrás de un cachorro negro rondando por aquí?

La cachorra tardó un poco en responder.

—Mi padre me contó una vez... encontró un gatito negro en el bosque, con olor a Dos Patas. Antes que yo naciera. Estaba... Y una serpiente lo mordió y... —dijo incómoda.

La gata doméstica sintió como su alma caía a sus patas, o como si el cielo le hubiera caído en la cabeza. Sus patas de repente parecían de roca, y respirar parecía un desafío. Su hijo estaba muerto. Los datos que le había entregado la cachorra coincidían perfectamente con la fecha en que su cachorro escapó. No había error. Su pequeño, y dulce Kaiser se había ido a quién sabe dónde.

No sintió dolor al desmoronarse en la tierra. Por un momento, no sintió absolutamente nada. Ni triste, ni feliz, ni molesta, ni nada. Sólo sentía un vacío.

—Lo lamento... —dijo en voz baja la cachorra de bosque, sentándose a su lado.

—Kaiser... —musitó —. Lo siento, pequeña, tengo que irme.

Con un gran esfuerzo, la gata logró ponerse en cuatro patas. Se sentía destruida, sólo quería echarse junto a su dueña y dormir para siempre. ¿Cómo había pasado todo tan rápido?

—Quiero irme contigo —susurró la cachorra, y Penny, la gata doméstica, alcanzó a escucharla.

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No siento que es e mejor prólogo que he hecho en mi vida, pero bueno.
Lamento la tardanza en subir esto ;-;

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