Capítulo 2

Pálidos rayos de sol muy delgados tiñeron de dorado el pelaje de Vencejillo. El cachorro atigrado gris se estiró, acomodándose entre los bultitos peludos que eran sus hermanos.

Había pasado una noche tranquila, y por alguna razón, tenía ganas de salir al campamento. Intentó inútilmente volver a dormir, pero el sueño se había alejado y se burlaba de él en silencio. Así, que Vencejillo no encontró otro remedio que levantarse y pasar entre los cachorros hasta saltar fuera del lecho.

El aire afuera era frío, pero su pelaje aún era peludo como el de todos los cachorros, aunque sus ojos, que antes eran azules, ahora se habían vuelto amarillos. Por los olores, Vencejillo pudo suponer que la patrulla del alba se había marchado poco antes que despertara. El campamento estaba completamente vacío, sin embargo, el olor a hierbas que le hacía cosquilllas en la nariz indicaba que Ala de Guijarro no estaba durmiendo.

Curioso, se encaminó a la guarida del curandero. Era la mitad de un tronco que en lo antaño había sido quemado en un incendio, pero que ahora servía para tratar a los gatos enfermos. Además, al lado, Ala de Guijarro había instalado en una pequeña zarza con pocas espinas un lugar para almacenar hierbas más extrañas, pues; como decía, ahora que la estación sin hojas venía era necesario tener la mayor cantidad de remedios posible.

Vencejillo asomó la cabeza entre las aulagas, para poder ver a el curandero tomando unas bayas de un color azul tormentoso y dejarlas en otra parte de la guarida. Le sonaban conocidas...

—¿Ésas son bayas de enebro? —preguntó.

El curandero se volteó hacia él con los ojos como platos y un poco erizado, pero al reconocerlo el pelo de su cola se alisó.

—Esto... perdón. Se me olvidó preguntar si podía estar aquí —balbució nervioso el cachorro—. Ya me voy...

—¡No te vayas! —Vencejillo volvió la cabeza ante el llamado del gato negro—. ¿Podrías ayudarme a ordenar algunas hierbas?

Vencejillo respondió un tímido "bueno" antes de entrar por completo en la guarida. No tenía nada más que hacer, y ordenar hierbas tampoco podía ser tan difícil, ¿verdad?

—¿Cómo reconociste las bayas de enebro? —le preguntó el viejo curandero, mientras apilaba unas flores amarillas en un rincón.

—Bueno... Me acuerdo cuando a Pequeño Brinco le empezó a doler la barriga por estar mordisqueando esa raíz rara, y tú le diste unas bayas de enebro, iguales a estas... Y al poco rato se le pasó el dolor y volvió a jugar con sus hermanas —maulló.

Ala de Guijarro mostró una pequeña sonrisa en su hocico gris por la edad. Todos en el clan notaban que ya se estaba haciendo viejo. Era el primero al que le ofrecían presas, y siempre lo incitaban a comer y dormir más. Estaba delgado, a pesar de todo, y sus ojos estaban más oscuros que hace unas cuantas lunas. Ya tendría que retirarse a la guarida de veteranos, pero había un problema: no tenía aprendiz. Así que, hasta que alguien quisiera seguir sus pasos para ser curandero y todo lo que eso conlleva, no podría pasar sus últimos tiempos recostado al sol y contando historias a los más pequeños. Insistía en que estaba bien, pero no era el mismo de antes.

—Tienes una buena memoria, pequeño. Eso que cuentas pasó hace un par de lunas...

—¿Cómo te puedo ayudar? —preguntó el cachorro atigrado, torciendo una oreja.

—Veamos... —dijo con voz ronca—. ¿Ves todas esas hojas marrones que tienen las caléndulas de allá?

—Son esos tallos con flores naranjas y grandes, ¿verdad?

—Si. Me harías un enorme favor si le sacas todas las hojas viejas y las dejas unas sobre otras fuera de la guarida. Así sólo tendría que llevarlas al bosque y ahí botarlas.

Vencejillo asintió y se dirigió al lugar indicado, donde empezó a arrancar hojas ya viejas con los dientes. El olor  de la planta lo mareó al poco rato, así que un momento se detuvo para preguntarle algo que llevaba internado en la cabeza al curandero ya tiempo atrás; y, además, respirar algo de aire alejado de la caléndula.

—¿Ala de Guijarro? Lamento interrumpirte... Quería preguntarte... ¿Por qué no tienes aprendiz?

Un latido de corazón después de haber liberado las palabras, Vencejillo se sintió completamente arrepentido. El curandero se había sumido en el silencio, y el corazón del joven cachorro galopaba a toda velocidad. ¿Estará molesto?

Contra todo pronóstico, Ala de Guijarro ronroneó. Era un ronroneo ronco, propio de un veterano, pero bastó para que al pequeño se le helara la sangre de sorpresa.

—No hay nada que te arranque la curiosidad, joven. Bueno, supongo que te contaré —se volteó hacia él, sonriente.

El atigrado gris no dijo nada, aunque ya estaba tranquilo otra vez.

Tuve una aprendiza hace un montón de lunas. Si no mal recuerdo, cuando tus padres eran aprendices. Se llamaba Zarpa de Ratón. Un fuego ardiente era menos salvaje que ella. ¡A veces parecía loca de lo tan entusiasta que era! Eso sí, tenía una memoria increíble para las hierbas: a los pocos días de aprendizaje ya se sabía la mitad de los nombres de todas las plantas que están aquí. Y su conexión con los Solares y Lunares... me dejaba estupefacto.

Vencejillo irguió las orejas, internado por completo en la historia del curandero. Estaba tratando de imaginarse a Zarpa de Ratón. ¿Sería una atigrada marrón, cómo el pensaba?

—A veces, podía ser muy testaruda, y era algo egocéntrica, a decir verdad. Pero eso no hacía que dejara de ser una aprendiza fabulosa —su voz de pronto perdió emoción—. ¿Has oído hablar de aquel incendio?

Aquel incendio. Vencejillo había oído más de lo suficiente de aquella noche. Los gatos no habían estado seguros de qué es lo que lo había causado, pero creían haber visto un Dos Patas vestido de negro que se había internado en el territorio, y que lanzó algo al suelo, para después salir huyendo. El campamento se destruyó por completo. Los gatos tuvieron que refugiarse en el Clan del Monte largo rato, y se vieron obligados a darles un poco de su territorio a modo de pago.

Pero esa sólo había sido la parte fácil.

La cantidad de muertos llegaba a asustar, le había dicho su madre adoptiva. Muchos gatos no lograron escapar y murieron ahogados por el humo, quemados como hojas, aplastados por los troncos, e intentando salvar la vida de otros. Entre ellos se encontraban los padres de Brinco de Conejo y Corazón de Ciprés.

La pérdida del campamento no era nada comparada con la emocional.

—Ella murió allí, ¿no?

Ala de Guijarro asintió. Una sonrisa mentirosa le colgaba en la cara. Sus viejos y algo opacos ojos gris azulados ahora estaban brillantes de pena.

—Quizo salvar a su hermana, Pinzoncilla. Las dos pobres pequeñas murieron ahogadas por el denso humo. Finalmente, sus cuerpos fueron devorados por las llamas —dijo. Sacudió su cabeza—. Eso sí, fallecieron juntas. Recostadas, con el pelaje pegado al de la otra. Como cuando eran pequeñas.

La imagen se armó en la cabeza de Vencejillo. Dos jóvenes aprendizas, de mantos similares, muertas sobre el suelo, pero unidas, felices por estar la una con la otra hasta el último instante de sus vidas.

—Me fue difícil superar su muerte —continuó el curandero, con una pequeña sonrisa triste—. Tampoco me sentía preparado para tener otro aprendiz. Por ello ahora es que ahora no puedo descansar como me gustaría con los veteranos, aún debo cuidar de mi clan. Pero no sirve de nada lamentarse por algo que no puedo cambiar. Créeme, hijo: todo se paga en esta vida, o en la otra.

Vencejillo no entendió del todo las palabras de Ala de Guijarro, así que respondió:

—Me gustaría ayudarte, pero yo quiero ser un aprendiz de guerrero. Estoy segurísimo de eso.

El gato negro exhaló un ronroneo.

—Siempre ha sabido que tu destino no está aquí. Serás un guerrero —suspiró—. Uno tan fuerte como tu madre y tu padre.

Vencejillo no dijo nada, y se resignó a volver a su tarea. Mientras arrancaba una hoja especialmente grande, sus pensamientos lo empezaron a distraer. Sus padres. ¿Qué tan buenos guerreros habían sido? ¿Eran buenos para cazar aves, peces o ratones? ¿Les gustaba patrullar? Preguntas algo estúpidas (tenía que admitirlo) pero tristes por el hecho de que nunca podría saberlo.

Salió de la guarida cargando las hojas marrones y las depositó fuera de la guarida. Con el rabillo del ojo vio a Pequeño Brinco y Pequeña Arbusto forcejeando el uno con el otro en el claro.

¿Pero quién es el que lo hizo? ¿Quién mató a mis padres?

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Después de 84 años aparecí :v
Si los guiones largos se cambian por cortos, ya saben quién fue *le lanza una mirada de odio a wattlag*

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