Capítulo 20

Dándole la espalda al río, el guerrero se volvió a adentrar en la maleza, con la cebeza en las nubes, pensando miles de cosas. Sus hijos, Paso de Búho, y Resplandor de Niebla.

En el torbellino de su mente, pudo sentir un fuerte olor a ratón. Venía en dirección del Pozo de las Mariposas, y tras abrir la boca, comprobó la dirección del viento (que era favorable) y siguió caminando pero de un modo más silencioso.

En el momento preciso en el que el olor aumentó, recostado junto a unas rocas había un cuerpo pequeño y marrón. Lo rodeaban unas pequeñas cosas largas y grises. Aunque no había trazo de musgo, lo que pasaba era obvio. No...

Ni siquiera tuvo que acercarse más para saber que era. No quería saberlo. Pero ya era muy tarde. Asqueado, se encaminó a un arbusto donde vomitó lo que había compartido con Resplandor de Niebla en la tarde. Una vez se sintió mejor, volvió sobre sus pasos, encontró la zarza en la que había escondido sus presas, le sacudió la tierra y fue directo al campamento. No había tiempo para cazar. Debía hablar con Ala de Guijarro ahora.

No fue consciente del tiempo que pasó hasta que llegó a la pendiente. Pero una vez empezó a bajar hacia el claro, lo único para lo que tenía espacio su mente era para la guarida del curandero. Cuando Mordisco de Granito y Colmillo Férreo lo saludaron en la entrada, solo asintió y siguió caminando.

Dentro de la guarida en la que se almacenaban las hierbas, Ala de Guijarro roncaba plácidamente en su lecho. Brinco de Conejo fue hacia él haciendo el menor ruido posible. Estiró una garra y lo tocó, despertándolo al momento. Con el pelaje ardiente de culpa, el gato de ojos anaranjados observó sus propias patas con la cabeza gacha.

—Lamento despertarte, pero necesito hablar contigo.

El curandero negro se estiró, con los ojos entrecerrados. Brinco de Conejo no sabía si era porque estaba acostumbrándose a la oscuridad de su guarida o lo estaba examinando con la mirada.

—¿Qué... sucede? -preguntó, tomándose un tiempo entre su frase para bostezar.

—Encontré otro.

Ala de Guijarro abrió los ojos como platos, para luego sacudir la cabeza.

—Es otra señal de los Solares y Lunares —dijo como para sí mismo el curandero—. Quizás... no. No puede ser...

—¿Qué debo hacer? -lo interrumpió Brinco de Conejo, cambiando de peso con las patas.

El gato delgado negro levantó la vista.

—Mantente tranquilo. Todo se verá más claro en la mañana. De todos modos, nunca está de mal mantenerse cuidadoso.

Un poco decepcionado, Brinco de Conejo se despidió y salió de la guarida. En el claro, había bajado la temperatura, aunque no estaba tan frío como para tener que esponjar el pelaje. El campamento estaba vacío. Mordisco de Granito y Colmillo Férreo ya habían entrado en la guarida. El guerrero atigrado miró el helecho de los aprendices, y a través de las aulagas, entrevió una mota de pelaje blanco.

Debo entrenar un montón con él mañana, pensó. Va avanzando de maravilla...

Arriba, las estrellas brillaban fríamente desde la distancia. Aunque aquella noche parecían más cercanas que nunca. Las más brillantes, habían sido valientes guerreros y guerreras en vida. Algunas más pequeñas, pero igualmente brillantes, se trataban de gatos que murieron jóvenes, como cachorros y aprendices, pero siempre fueron leales y creyeron en sus ancestros.

Sin embargo, las estrellas que brillaban menos eran gatos y gatas dudosos, no necesariamente traidores, pero tenían dudas. En la otra vida decidían si creer o no. Dependiendo de su elección, empezaban a crecer y centellar más, o se apagaban y desaparecían. ¿Qué tipo de estrella seré yo si eligo a los Lunares?

Según sus creencias, cada vez que un gato moría, él tenía que elegir a cuál lugar ir. Donde los Solares, guerreros por naturaleza, sabios que luchaban por lo que creían correcto; o los Lunares. Cazadores misteriosos y valientes, que además de inteligentes se caracterizaban por su gran lealtad.

En caso que eligiera los Solares, su pelaje se volvería de una tonalidad más oscura, y cazaría por siempre en el páramo y bosque sagrado. Y si optaba por los Lunares, su pelaje se aclaraba y viviría al lado de las colinas y pinares, también sagrados.

—Creo en ustedes, los Lunares. Aprecio las habilidades de caza que me han entregado y mi corazón. Cuiden de mi familia. Ustedes han iluminado mi sendero en las malas, y apoyandome en las buenas. Gracias —dijo con voz solemne, mirando las estrellas.

Una vez terminó, Brinco de Conejo agitó sus orejas y caminó lentamente hacia la maternidad. Aquella noche quería dormir junto a sus hijos y pareja.

Tratando de no hacer ruido, se deslizó entre las aulagas y se recostó con cuidado junto a la preciosa reina gris. Sin embargo, sus movimientos no fueron del todo precavidos; y Pequeña Cereza bostezó.

—¿Ya es hora de despertar? —murmuró con los ojos cerrados.

—No, mi pequeña. Vuelve a dormir —maulló en una voz suave.

La cachorra no respondió, simplemente se volvió a acostar y al poco tiempo ya estaba roncando junto a su hermano. Más tranquilo, el felino de ojos anaranjados intentó dormir. Pero por más que trataba, el sueño no acudía. No fue consciente del tiempo que pasó hasta que Resplandor de Niebla también despertara.

—Lamento haberte despertado —se disculpó el guerrero.

—No pasa nada —respondió adormilada su pareja, juntando narices con él—. ¿Por qué no duermes?

—Bueno, yo... —comenzó a balbucear, antes de que Resplandor de Niebla lo detuviera con un movimiento de cola.

—¿Pasó algo?

—Yo...

—Respondeme. ¿Pasó algo? —gruñó la reina.

Entonces Brinco de Conejo se dio cuenta que no había escapatoria. Era muy astuta. Tenía que contarle toda la verdad.

—Hace un tiempo tuve un sueño.  Pequeña Cereza no estaba, y habían plumas por todas partes. Después, Zarpa Escurridiza encontró en el bosque un ratón muerto encercado en musgo y plumas. Las mismas que soñé —tiritó al recordar—. Y hoy en la tarde, vi otra presa muerta. Pero solo rodeada por plumas grises. Y hablé con Ala de Guijarro —con el pecho apretado por la mentira, continuó—. Le conté toda la verdad.

Resplandor de Niebla frunció la nariz.

—¿Cuál?

—La de tu relación con Paso de Búho.

En vez de darle un buen zarpazo en la oreja (más o menos lo que Brinco de Conejo imaginaba) Resplandor de Niebla se mantuvo callada. Y cuando habló, su voz no era molesta, sino nerviosa, como la de un cachorro que le admite a su madre que hizo algo mal.

—¿Qué vamos a hacer...?

El felino de ojos anaranjados suspiró.

—No lo sé. No podemos hablar con él en una Reunión como si fuese la cosa más normal del mundo, ni podemos ir a su territorio, pero podríamos...

—No.

Brinco de Conejo parpadeó.

—¿Qué dijiste?

—No. Debemos hacer otra cosa —su hermosa mirada verde estaba clavada en la suya—. Marcharnos.

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