Un Encuentro VIII
El pequeño taller de arte pronto se convirtió en un refugio, no solo para mí, sino también para quienes buscaban un lugar para expresarse. Era sorprendente ver cómo un espacio tan modesto podía llenarse de tanto entusiasmo, creatividad y risas. Cada pincelada, cada boceto y cada historia que se compartía dentro de esas paredes parecían construir algo más grande de lo que alguna vez había imaginado.
Nero se convirtió en una presencia constante en el taller. Aunque siempre insistía en que no era buena para el dibujo, a menudo se sentaba en una esquina con un cuaderno, escribiendo o simplemente observando a los demás. Su apoyo era silencioso pero poderoso, y cada vez que nuestros ojos se encontraban, sentía esa chispa que me recordaba por qué había empezado todo esto.
Una tarde, mientras limpiaba pinceles al final de una sesión, un hombre entró al taller. Era mayor, con una barba bien cuidada y un aire de calma que llenaba la habitación. Miró alrededor, deteniéndose en algunas de las obras que estaban expuestas en las paredes.
—¿Puedo ayudarte en algo? —pregunté, dejando los pinceles a un lado.
—¿Tú eres el dueño de este lugar? —preguntó con voz grave pero amable.
—Sí, soy Liebe.
El hombre asintió y extendió una mano.
—Soy Klaus. Trabajo en una organización comunitaria que ayuda a jóvenes en situaciones difíciles. He oído hablar de este lugar y de cómo está ayudando a las personas a encontrar un propósito. Me preguntaba si estarías interesado en colaborar con nosotros.
La propuesta me tomó por sorpresa, pero no dudé mucho antes de aceptar. La idea de llevar el arte más allá del taller y ayudar a quienes más lo necesitaban resonó profundamente conmigo.
La primera sesión en la organización comunitaria fue un caos, pero un caos hermoso. Los jóvenes que participaron eran de todas las edades y trasfondos, algunos tímidos y otros llenos de energía desbordante. Nero me acompañó, como siempre, y su habilidad para conectar con las personas fue crucial para que todo fluyera.
Uno de los chicos, un adolescente llamado Max, se acercó a mí después de la sesión.
—Nunca pensé que me gustaría algo como esto —dijo, mostrando un boceto que había hecho durante la clase.
Era un dibujo simple, pero lleno de emoción. Lo miré y sentí una conexión instantánea con él, como si viera algo de mí mismo en su mirada insegura.
—Es un buen comienzo —respondí, sonriendo—. Si quieres, puedes venir al taller principal. Siempre hay un lugar para alguien como tú.
Max sonrió tímidamente, y en ese momento supe que estaba en el camino correcto.
Después de esa sesión, Nero y yo caminamos juntos por el parque, disfrutando del aire fresco de la noche. El cansancio del día estaba presente, pero también una sensación de logro que no podía ignorar.
—Eres increíble, ¿sabes? —dijo Nero de repente, rompiendo el silencio.
—¿Por qué lo dices?
—Por cómo te entregas a esto, a ayudar a los demás. No todos tienen esa capacidad.
—No lo habría logrado sin ti, Nero — la miré y vi la sinceridad en sus ojos—. Tú me diste el valor para empezar.
Ella sonrió, pero esta vez su sonrisa era más suave, más íntima.
—Siempre supe que tenías esto dentro de ti, Liebe. Solo necesitabas que alguien te lo recordara.
No respondí. En lugar de eso, tomé su mano, entrelazando mis dedos con los suyos. No dijo nada, pero el calor de su mano en la mía decía más que cualquier palabra.
Las semanas pasaron, y la colaboración con la organización comunitaria se convirtió en una extensión natural del taller. Los jóvenes que asistían no solo aprendían a expresarse a través del arte, sino que también encontraban un espacio donde podían ser ellos mismos, lejos de los problemas que cargaban. Max, en particular, empezó a destacarse. Traía nuevos bocetos cada semana, cada uno más intrincado y lleno de vida que el anterior.
Nero se había convertido en algo más que mi compañera en esta aventura. Mientras yo enseñaba técnicas de dibujo, ella ofrecía talleres de escritura creativa. Descubrí que su cuaderno no era solo para observaciones al azar; estaba lleno de relatos, poemas y fragmentos de historias que parecían tener un eco de nuestras propias experiencias.
Una tarde, durante una reunión con Klaus, surgió la idea de hacer algo que representara todo lo que el taller había logrado. Fue entonces cuando propuse pintar un mural en la pared principal del centro comunitario.
—Es una excelente idea —dijo Nero, emocionada—. Pero no deberías hacerlo solo.
—No pensaba hacerlo —respondí, mirando a los chicos que estaban trabajando en sus proyectos.
El mural se convirtió en un proyecto colectivo. Cada persona, desde los niños más pequeños hasta los adultos que participaban en los talleres, contribuyó con una parte. El diseño era una mezcla de elementos: un árbol cuyas raíces se extendían por toda la pared, conectando imágenes de momentos importantes, sueños y esperanzas.
El día en que terminamos el mural, decidimos celebrarlo con una pequeña reunión. Hubo música, risas y comida, y por primera vez en mucho tiempo, sentí una paz genuina. Nero y yo nos apartamos un momento, observando el mural en silencio.
—Es hermoso —dijo ella, sus ojos fijos en las imágenes que ahora cubrían la pared.
—Lo es —respondí, aunque no estaba seguro de si hablaba del mural o de ella.
Nero me miró entonces, y su expresión cambió. Había algo vulnerable en sus ojos, como si quisiera decir algo, pero no encontrara las palabras.
—Nero... —comencé, pero ella me interrumpió.
—Liebe, tú cambiaste mi vida. Lo sabes, ¿verdad?
Sentí que el aire se volvía más pesado, pero no de una manera incómoda. Era como si el momento estuviera lleno de algo que no podíamos ignorar.
—Tú también cambiaste la mía, Nero. No sé dónde estaría ahora si no te hubiera conocido.
Por un momento, ninguno de los dos dijo nada. Luego, sin pensar demasiado, tomé su mano.
—No quiero que esto termine —admití en voz baja.
Ella sonrió, una sonrisa que parecía iluminar toda la noche.
—Entonces no dejemos que termine.
El mural no solo quedó como un símbolo de la comunidad, sino también de algo más profundo entre nosotros. Nero y yo seguimos construyendo, no solo para los demás, sino también para nosotros mismos.
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