Un Encuentro IV
Volví al café al día siguiente, casi sin pensarlo. Era como si mis pies me llevaran automáticamente a ese lugar. No esperaba verla, pero algo en mi interior me decía que estaría allí.
La campanilla sobre la puerta sonó cuando entré, y mi mirada fue directamente hacia la esquina donde siempre se sentaba. Y ahí estaba, con su libro entre las manos y una taza de café humeante frente a ella. Esta vez, su cabello azul oscuro parecía reflejar los rayos del sol que se colaban por la ventana, dándole un brillo peculiar.
Cuando levantó la vista y me vio, sonrió. No una sonrisa amplia ni exagerada, sino esa sonrisa pequeña y sincera que parecía reservada solo para mí.
—Liebe —dijo cuando me acerqué—. Llegas justo a tiempo.
—¿A tiempo para qué? —pregunté, dejando mi abrigo en el respaldo de la silla antes de sentarme frente a ella.
—Para una historia —respondió, levantando su libro y mostrándome la portada gastada.
—¿Una historia? —arqueé una ceja, ligeramente intrigado.
—Sí. Pero esta vez, no está en el libro. Es sobre ti.
La observé con cuidado, intentando descifrar sus intenciones. Había algo en la forma en que lo dijo, como si estuviera segura de que sabía más de lo que estaba dispuesta a decir.
—¿Sobre mí? —repetí, con un leve tono de incredulidad.
—Sí —dijo con calma, inclinándose un poco hacia adelante. Sus ojos rojos parecían brillar bajo la luz tenue del café—. Todos llevamos una historia dentro, Liebe. Y a veces, necesitamos que alguien más la cuente para poder entenderla.
Su respuesta me dejó en silencio. Durante años, había evitado pensar en mi historia, en las sombras que cargaba desde siempre. Pero con Nero, sentía que tal vez no tendría que cargar con ellas solo.
—No creo que mi historia sea interesante —murmuré, rompiendo el silencio.
—Eso no lo decides tú —respondió, sonriendo suavemente—. Además, no se trata de si es interesante o no. Se trata de qué puedes aprender de ella.
Hablamos durante horas, como si el tiempo no existiera. Sus palabras siempre tenían un peso que me hacía reflexionar, pero también me sentía cómodo con su presencia, como si pudiera ser completamente yo mismo.
Al final de la tarde, cuando ya era hora de irme, Nero me miró con esa intensidad característica.
—Liebe, algún día quiero que me cuentes tu historia. No lo que haces para distraerte de ella, sino lo que realmente llevas dentro.
Asentí, incapaz de decir algo en ese momento. Salí del café con el corazón latiendo más rápido de lo normal, pero también con una sensación extraña: como si, por primera vez en mucho tiempo, hubiera alguien dispuesto a entenderme, incluso cuando yo mismo no lo hacía.
Esa noche, por primera vez en años, me quedé despierto pensando en cómo sería contarle a alguien mi verdad. Y por alguna razón, supe que, si alguien podía escucharla, esa persona sería Nero.
Habían pasado varias semanas desde aquella tarde en el café cuando Nero me pidió que le contara mi historia. Cada vez que volvía al lugar, la idea rondaba mi mente, pero nunca me atreví a sacarla a la luz. No era fácil. Las sombras de mi pasado eran un peso que había aprendido a cargar en silencio, y ponerlas en palabras significaba revivirlas.
Sin embargo, esa tarde algo era diferente. El cielo estaba cubierto de nubes grises, y la lluvia caía con suavidad, golpeando las ventanas del café. Nero estaba sentada frente a mí, como siempre, con su libro abierto. Pero esta vez no leía. Me observaba con esa mirada tranquila, como si supiera que estaba a punto de decir algo importante.
—¿Recuerdas cuando me pediste que contara mi historia? —dije de repente, rompiendo el silencio.
Ella cerró su libro y lo apartó, apoyando los codos en la mesa.
—Lo recuerdo.
—No sé si estoy listo, pero... —tomé un respiro profundo—. Quiero intentarlo.
Nero no dijo nada, solo asintió, dándome el espacio para comenzar.
—Perdí a mi familia —comencé, mi voz más baja de lo que esperaba—. Hace años, cuando aún era un adolescente.
Pausé por un momento, mirando hacia la ventana empañada. Las palabras no salían con facilidad, pero sabía que, si alguien podía escucharme sin juzgar, era ella.
—Mi padre, mi madre... y mi hermano menor, Asta. Todos ellos murieron en un accidente. Iban en coche, de regreso de unas vacaciones. Yo era el único que no quería ir. Me quedé en casa porque preferí trabajar en un proyecto para la escuela.
Hice una pausa, sintiendo un nudo en la garganta. Nero no dijo nada, pero su mirada estaba fija en mí, llena de comprensión.
—Recibí la llamada esa noche. Un conductor ebrio los embistió en la carretera. No hubo sobrevivientes. —las palabras salieron como un susurro, cargadas de un dolor que había guardado por años—. En un segundo, lo perdí todo.
Bajé la mirada, incapaz de enfrentar los ojos de Nero.
—Desde entonces, he cargado con esa culpa. Pienso que, si hubiera ido con ellos, tal vez las cosas habrían sido diferentes. Tal vez habría podido hacer algo, aunque sé que no tiene sentido.
Nero extendió su mano y la colocó sobre la mía. Fue un gesto sencillo, pero lleno de calidez.
—Liebe, no puedes culparte por lo que pasó —dijo suavemente—. No era algo que podías controlar.
—Lo sé —admití, aunque mi voz sonaba vacilante—. Pero el vacío sigue ahí. Los extraño todos los días, especialmente a Asta. Era... mi hermano menor. Siempre estaba lleno de energía, siempre sonriendo. Tenía tanto por vivir. Ahora solo quedan los recuerdos.
Ella apretó mi mano ligeramente, como si quisiera transmitirme su fuerza.
—Los recuerdos no son solo sombras, Liebe. Son una forma de mantenerlos contigo, de honrar lo que significaron para ti.
Sus palabras me sorprendieron. Había pasado tanto tiempo viendo los recuerdos como una carga que nunca consideré que podían ser algo más.
—Nunca había hablado de esto con nadie —confesé, levantando la mirada hacia ella.
—A veces, todo lo que necesitamos es alguien que escuche —respondió, con una sonrisa suave—. Y yo estoy aquí para eso.
Por primera vez en mucho tiempo, sentí que el peso en mi pecho se aligeraba, aunque solo fuera un poco. Nero no intentó llenar el silencio con palabras innecesarias. Simplemente estuvo ahí, y eso era más de lo que podía pedir.
Cuando salimos del café esa noche, bajo la lluvia ligera, me di cuenta de que algo había cambiado. Al compartir mi historia con Nero, había dado un paso hacia adelante, uno que nunca pensé que podría dar.
Ella caminaba a mi lado, sosteniendo su libro contra su pecho, y en ese momento, supe que no estaba solo.
—Gracias, Nero —dije, mi voz apenas audible por el sonido de la lluvia.
Ella sonrió, esa sonrisa que siempre parecía iluminar incluso los días más oscuros.
—Siempre, Liebe.
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