Entre Notas Y Miradas
Londres, 1783. Las calles estaban cubiertas por una ligera neblina que envolvía las farolas de gas, iluminando tenuemente el bullicio de la ciudad. En una mansión de arquitectura georgiana, se encontraba Asta Staria, un joven prodigio del piano cuyo talento había maravillado a la aristocracia londinense. De cabello cenizo desordenado y ojos verdes profundos, su presencia era tan magnética como sus interpretaciones. Sin embargo, el joven pianista era un hombre reservado que prefería la compañía de su piano al de las multitudes que lo aclamaban.
Esa noche, en el salón principal de su mansión, Asta estaba inmerso en su mundo. Sus manos danzaban sobre las teclas de un majestuoso piano de cola, y la melodía que brotaba era un torrente de emociones. La música se escapaba por las ventanas entreabiertas, extendiéndose como un hechizo por las calles cercanas.
Noelle Silva caminaba por esas calles con paso lento, su cabello plateado recogido en una sencilla trenza que reflejaba la luz de las farolas. Hija de una familia noble venida a menos, había sido criada bajo estrictas normas sociales, pero su espíritu era curioso y libre. Esa noche, al escuchar aquellas notas etéreas, sus pies la llevaron casi sin darse cuenta hacia la fuente de aquella música.
Se detuvo frente a la ventana de la mansión Staria, escondida entre las sombras del jardín. Desde allí, pudo ver al joven pianista, su rostro concentrado y sus manos moviéndose con una pasión que parecía casi sobrenatural. Noelle no podía apartar la vista; la música la había atrapado, y su corazón latía con fuerza, como si cada nota tocara su alma.
Asta, absorto en su interpretación, sintió una presencia que lo observaba. No era la primera vez que alguien se acercaba para escucharlo en secreto, pero había algo diferente en esta ocasión. Detuvo sus manos en las teclas, dejando que el silencio llenara la habitación, y giró su rostro hacia la ventana. Allí, enmarcada por la penumbra, distinguió la silueta de Noelle.
—¿Quién está ahí? —preguntó, su voz firme pero curiosa.
Noelle, sobresaltada, retrocedió un paso, pero no respondió. Su instinto le decía que debía huir, pero su corazón no le permitía moverse.
Asta se levantó de su asiento y caminó hacia la ventana. Al abrirla, la suave brisa de la noche lo envolvió junto con el aroma de las flores del jardín. Sus ojos se encontraron con los de Noelle, y por un momento, ambos permanecieron en silencio, como si el tiempo se hubiera detenido.
—No tienes por qué esconderte —dijo Asta con una leve sonrisa—. Si la música te trajo hasta aquí, entonces eres bienvenida.
Noelle dudó, pero la calidez en la voz del joven la animó a dar un paso adelante.
—Perdón por mi atrevimiento... No era mi intención molestar.
—No me molestas en absoluto —respondió él, haciendo un gesto para invitarla a entrar—. Ven, quiero mostrarte algo.
El salón estaba iluminado por candelabros que proyectaban una luz dorada sobre las paredes cubiertas de cuadros y estanterías de libros. Noelle se sentó tímidamente en una silla cercana mientras Asta volvía a ocupar su lugar frente al piano.
—¿Te gusta la música? —preguntó él, apoyando sus manos suavemente sobre las teclas.
—Me encanta —confesó ella—. Pero nunca había escuchado algo tan... intenso como lo que tocabas.
Asta la observó, notando la sinceridad en sus palabras.
—La música es un reflejo del alma. Si sientes algo al escucharla, entonces ha cumplido su propósito.
Comenzó a tocar una melodía distinta, más suave, como si hablara directamente con Noelle a través de las notas. Ella cerró los ojos, dejándose llevar por la música, mientras una sonrisa se formaba en sus labios.
Cuando terminó, Asta giró hacia ella con una expresión serena.
—Esa pieza la escribí esta tarde. No tiene título aún, pero creo que ahora lo tiene.
—¿Cómo la llamarás? —preguntó Noelle, intrigada.
—"Mirada en la ventana" —respondió él con una sonrisa cómplice.
Noelle no pudo evitar reír suavemente, y sus mejillas se tiñeron de un tenue rubor.
—Es un nombre perfecto.
Asta volvió a tocar, pero esta vez, las notas eran distintas. La melodía tenía un aire de misterio y pasión, como si cada tecla revelara un secreto. Noelle lo miraba fascinada, sintiendo cómo cada acorde resonaba en su interior.
—Esta es para ti —dijo él sin detenerse, sus ojos verdes fijos en los suyos.
Noelle sintió que el aire abandonaba sus pulmones. Nunca nadie había hecho algo tan personal por ella. La música creció en intensidad, llenando el salón con una energía que parecía envolverlos a ambos.
Cuando la última nota se desvaneció, Asta se inclinó hacia ella, sus ojos brillando con una intensidad que la hizo estremecer.
—¿Vendrías mañana por la noche? Hay más que quiero compartir contigo.
Noelle asintió, incapaz de articular palabra. En su corazón sabía que aquella noche era solo el comienzo de algo extraordinario, algo que ningún protocolo social podría impedir.
Y así, bajo la luz tenue de los candelabros, dos almas comenzaron a entrelazarse, unidas por la música y un sentimiento que, aunque apenas nacía, prometía superar cualquier barrera.
Las noches que siguieron fueron un compendio de magia. Cada velada, Noelle acudía a la mansión Staria con la misma emoción que un poeta encuentra en sus versos. Asta la esperaba siempre en el salón, el piano listo para interpretar nuevas melodías que parecían contar historias exclusivamente para ella.
La relación entre ambos se tornó un secreto compartido, un tesoro escondido del cual no podían hablar en público, pero que los llenaba de una felicidad inexplicable. Asta no solo tocaba para Noelle, sino que comenzó a enseñarle pequeños fragmentos de piano. Aunque sus manos eran inexpertas, él la guiaba con paciencia, acercándose lo suficiente como para que sus respiraciones se entremezclaran.
—Estás progresando —le dijo una noche mientras sus manos corregían suavemente la posición de los dedos de ella.
—Es solo porque tengo un buen maestro —respondió Noelle con una tímida sonrisa.
Sin embargo, en un Londres lleno de normas sociales estrictas, su relación no podía permanecer en las sombras para siempre. La aristocracia empezaba a notar que Noelle desaparecía por las noches, y los rumores llegaron a oídos de su familia.
Una noche, Noelle llegó al salón más tarde de lo habitual. Su rostro estaba tenso, y sus manos temblaban. Asta lo notó de inmediato y se acercó a ella.
—¿Qué sucede? —preguntó con preocupación.
—Mi familia lo sabe —confesó Noelle, su voz al borde de quebrarse—. Quieren que me comprometa con alguien de nuestra clase... un hombre que no amo.
Asta sintió que una llama se encendía en su interior.
—No puedes permitir que decidan por ti. Tú eres dueña de tu vida.
—No lo entiendes —dijo ella, apartando la mirada—. Desde que mi madre murió, mi padre me ha visto como una herramienta para restaurar el prestigio de la familia. Pero no quiero eso... quiero estar contigo.
—No dejaré que te obliguen a nada, Noelle —él tomó su mano con firmeza, sus ojos verdes encontrando los de ella con una intensidad inquebrantable—. Si quieres estar conmigo, lucharemos juntos.
Las noches siguientes, Noelle faltó a sus citas con Asta. El pianista pasó horas mirando por la ventana, esperando verla aparecer entre las sombras del jardín. Finalmente, decidió buscarla.
Cuando llegó a la residencia Silva, la encontró en el jardín trasero, sola y con lágrimas en los ojos.
—¿Por qué no viniste? —preguntó él, su voz cargada de dolor.
—Porque no quiero arruinarte —respondió ella, abrazándose a sí misma—. Si el escándalo llega a ti, perderás tu reputación, tus oportunidades... todo lo que has construido.
—Nada de eso importa si no estás conmigo —Asta se acercó y tomó su rostro entre sus manos—. Noelle, tú eres la única razón por la que mi música tiene sentido.
Ella lo miró, y por un momento, todo lo demás dejó de existir. Finalmente, se dejó llevar por sus emociones y lo besó, un beso que llevaba consigo todas las notas no dichas, todas las emociones contenidas.
Esa misma noche, Asta tomó una decisión. Vendió su mansión y dejó su vida como pianista de renombre. Juntos, escaparon de Londres, dejando atrás los juicios de la sociedad.
Se establecieron en un pequeño pueblo al norte, donde la música de Asta se convirtió en el alma de un modesto café que fundaron juntos. Noelle atendía a los clientes mientras él tocaba el piano, sus melodías tan vivas como siempre, pero ahora llenas de una felicidad auténtica.
Aunque la sociedad había intentado separarlos, ellos demostraron que el amor, como la música, siempre encuentra la forma de romper las barreras. Y cada noche, cuando las puertas del café cerraban, Asta tocaba una pieza especial solo para ella, recordándole que, sin importar dónde estuvieran, ella siempre sería su mayor inspiración.
Pasaron los años en aquel pequeño pueblo donde la vida, aunque humilde, era plena. El café, al que llamaron Notas Eternas, se convirtió en un refugio para quienes buscaban no solo una taza de té o café, sino también el calor de una melodía que parecía acariciar el alma. Asta y Noelle vivían entre risas, trabajo duro y un amor que solo crecía con el tiempo.
Cada atardecer, cuando los últimos rayos del sol atravesaban las ventanas del café, Noelle observaba a Asta sentado frente al piano, su figura bañada por la luz dorada. A menudo, ella dejaba de lado lo que estaba haciendo y simplemente se quedaba ahí, admirándolo como la primera vez que lo escuchó en Londres. Había algo en la forma en que sus dedos bailaban sobre las teclas, algo que hablaba de una promesa cumplida y de un futuro que nunca dejaría de ser suyo.
Con el tiempo, la música de Asta comenzó a atraer más atención de la que esperaban. Visitantes de pueblos vecinos llegaban solo para escuchar las melodías que, según decían, tenían el poder de sanar corazones rotos. Un día, un hombre mayor se acercó a Noelle mientras servía té.
—Disculpe, señorita —dijo con una sonrisa cálida—. El hombre que toca el piano... ¿sabe él lo que su música significa para quienes lo escuchamos?
Noelle se detuvo por un momento, sorprendida por la pregunta. Luego miró a Asta, que estaba sumido en una interpretación particularmente emotiva.
—Creo que lo sabe —respondió con ternura—, pero si no lo sabe, me encargaré de recordárselo.
Esa noche, mientras cerraban el café, Noelle se acercó a él, sentándose a su lado en el banco del piano.
—A veces me pregunto si entiendes cuánto impacto tienen tus melodías —dijo ella, apoyando su cabeza en su hombro.
—No necesito saberlo —Asta sonrió, besando suavemente su frente—. Me basta con que tú estés aquí para escucharlas.
Unos años después, Notas Eternas no solo era un café; se había convertido en un símbolo del amor y la pasión por la música. Asta y Noelle comenzaron a enseñar a jóvenes del pueblo, compartiendo su amor por el arte y ayudándolos a encontrar sus propias voces en el piano y en la vida.
Una noche, mientras Asta tocaba su pieza especial para Noelle, ella lo interrumpió inesperadamente.
—Tienes que escribirla —le dijo con una mirada decidida.
—¿Escribir qué? —preguntó él, confundido.
—La pieza que siempre tocas para mí. Es demasiado hermosa como para que desaparezca cuando nosotros ya no estemos aquí.
Asta la miró en silencio por un momento antes de asentir. Esa misma noche, tomó papel y pluma y escribió la partitura, titulándola Para Noelle. Fue su manera de inmortalizar el amor que habían compartido, un amor que había superado el tiempo, las adversidades y los juicios.
Tiempo después, cuando ambos ya no estaban, el café seguía en pie, atendido por sus descendientes. En el centro del salón, el piano permanecía intacto, y sobre él, la partitura de Para Noelle, enmarcada como un recordatorio de que el amor y la música tienen el poder de trascender el tiempo.
Y aunque nadie podía verlos, a veces se decía que, en las noches más tranquilas, se escuchaban las notas suaves de un piano y la risa de una mujer, como un eco de un amor eterno.
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