Atados Por El Destino

Era una cálida tarde de verano en Kioto. El cielo se teñía con los suaves tonos del atardecer, y las luces de los faroles comenzaban a encenderse, iluminando las calles repletas de turistas. Yuno y Mimosa caminaban juntos por un pintoresco mercado tradicional, ambos vestidos con elegantes yukatas que habían alquilado esa misma mañana.

—Esto es hermoso —dijo Mimosa, sosteniendo un algodón de azúcar que acababa de comprar. Sus ojos verdes brillaban mientras miraba los faroles colgantes y los árboles adornados con cintas.

Yuno, a su lado, asintió en silencio, sosteniendo un abanico con un diseño floral. Aunque su expresión permanecía seria como siempre, sus ojos ámbar se suavizaban cada vez que miraba a Mimosa.

—No esperaba que te gustara tanto la cultura japonesa —comentó él, su tono calmado.

Mimosa giró hacia él, una sonrisa radiante en su rostro.

—¿Cómo no me va a gustar? Todo aquí parece salido de un sueño. Además, estar contigo lo hace aún mejor.

Yuno desvió la mirada ligeramente, sintiendo un leve rubor subir a sus mejillas. A pesar de ser una persona reservada, las palabras sinceras de Mimosa siempre lograban desarmarlo.

Mientras continuaban caminando, se encontraron con un pequeño santuario al final del camino. Una multitud se reunía alrededor de un gran árbol donde colgaban cientos de cintas rojas, cada una atada con deseos escritos por los visitantes.

—Mira eso —dijo Mimosa, señalando las cintas—. Es el árbol del hilo rojo. Dicen que si escribes un deseo sobre el amor y lo cuelgas allí, el destino lo hará realidad.

Yuno arqueó una ceja, claramente escéptico, pero la curiosidad en los ojos de Mimosa era contagiosa.

—¿De verdad crees en eso?

—Claro que sí —respondió ella sin dudar—. ¿No crees en el hilo rojo del destino?

—Supongo que nunca lo había pensado —él se cruzó de brazos, reflexionando—. Pero... si realmente existe, ¿cómo sabemos quién está al otro lado de nuestro hilo?

Mimosa lo miró fijamente, sus ojos verdes estudiando los de él. Luego, con una sonrisa suave, tomó su mano.

—A veces no necesitas buscar. Tal vez ya lo sabes en tu corazón.

Las palabras de Mimosa resonaron en Yuno de una forma que no esperaba. Sus dedos, entrelazados con los de ella, le parecieron increíblemente naturales, como si aquello fuera algo que siempre había estado destinado a suceder.

—Escribes tu deseo primero —dijo ella, soltándole la mano y entregándole una pequeña cinta roja y un marcador.

Yuno dudó por un momento, pero finalmente tomó la cinta y comenzó a escribir. Sus letras eran firmes y precisas, aunque su corazón latía rápido mientras plasmaba sus pensamientos.

Cuando terminó, Mimosa tomó su cinta y escribió algo con una sonrisa traviesa en los labios. Luego caminaron juntos hacia el árbol, atando las cintas lado a lado.

—¿Qué escribiste? —preguntó ella, curiosa.

Yuno guardó silencio, pero finalmente, con un leve suspiro, respondió:

—Escribí que... quiero que las cosas entre nosotros sigan siendo así. Que estés a mi lado.

—Yuno... —Mimosa lo miró, sus mejillas enrojeciendo.

Él desvió la mirada, claramente incómodo por haber sido tan honesto, pero Mimosa no pudo evitar sonreír ampliamente.

—Yo escribí algo parecido.

Los dos se quedaron allí, bajo el árbol, observando cómo las cintas se mecían suavemente con el viento. En ese momento, rodeados de la magia del lugar y del significado del hilo rojo, Yuno sintió algo diferente. Tal vez, solo tal vez, el destino realmente los había conectado desde el principio.

Y mientras regresaban al mercado, caminando lado a lado, no necesitaban palabras para entender lo que significaba ese momento. Porque a veces, el destino no se trata de señales grandiosas, sino de pequeños momentos que te dicen que estás justo donde debes estar.

La noche avanzaba mientras las calles de Kioto se llenaban de una cálida luz dorada. Las risas y conversaciones de los turistas y locales envolvían el ambiente, pero Yuno y Mimosa parecían estar en un mundo aparte. Caminaban en silencio, sus pasos sincronizados, como si el hilo invisible que los unía también guiara su andar.

—¿Sabes? —dijo Mimosa después de un rato, rompiendo el silencio. Sus dedos jugueteaban con una flor que había recogido en el camino—. Siempre he pensado que el hilo rojo no solo conecta a las personas románticamente. También puede unir almas que se entienden, que se cuidan.

—¿A qué te refieres? —Yuno la miró de reojo, intrigado por sus palabras.

Ella levantó la vista hacia él, sus ojos verdes reflejando las luces de los faroles.

—A veces, el destino no es tan literal. No tiene que ser un camino trazado de manera perfecta. Creo que el hilo rojo también puede ser una elección. Elegir quedarte al lado de alguien, a pesar de las dificultades.

Las palabras de Mimosa resonaron en Yuno. Siempre había sido alguien reservado, alguien que no mostraba sus emociones fácilmente. Pero Mimosa tenía una manera de atravesar esas barreras, de llegar a un lugar dentro de él que ni siquiera sabía que existía.

Se detuvieron frente a un pequeño puente que cruzaba un arroyo cristalino. Mimosa apoyó los codos en la barandilla, observando cómo el agua reflejaba la luna creciente. Yuno hizo lo mismo, aunque su mirada estaba más enfocada en ella que en el paisaje.

—A veces pienso que no soy suficiente para ti —confesó él de repente, su voz baja pero clara.

—¿Qué dices? —Mimosa giró rápidamente hacia él, sorprendida.

—Eres alegre, amable, alguien que siempre ve lo bueno en los demás. Mientras que yo... — él apretó la barandilla, su expresión seria— soy distante, frío. No sé si realmente merezco estar a tu lado.

Mimosa lo miró fijamente durante unos segundos, y luego, sin decir nada, extendió su mano y tomó la de él. Sus dedos se entrelazaron con los de Yuno, y ella lo miró con una sonrisa tranquila pero firme.

—Yuno, nadie es perfecto. Y no necesitas serlo para mí. Lo único que quiero es que seas tú mismo. Porque, ¿sabes qué? —se acercó un poco más, sus palabras llenas de sinceridad—. Para mí, ya eres suficiente.

El corazón de Yuno dio un vuelco. Había escuchado muchas palabras en su vida, pero esas pocas, dichas con tanta convicción, lo hicieron sentir algo que pocas veces había experimentado: paz.

—Gracias, Mimosa —murmuró, apretando suavemente su mano.

Ella sonrió, esta vez con un leve rubor en sus mejillas.

—Creo que el destino no se equivocó al unirnos, Yuno. Estoy feliz de estar aquí contigo.

El silencio volvió a envolverlos, pero no era incómodo. Era un silencio lleno de entendimiento, de emociones no dichas que no necesitaban palabras para expresarse. Mientras las estrellas comenzaban a brillar en el cielo, Yuno sintió que, por primera vez en mucho tiempo, estaba exactamente donde debía estar.

Y así, bajo las luces de Kioto y el testimonio del hilo rojo invisible que los conectaba, Yuno y Mimosa continuaron su caminata, sabiendo que, pase lo que pase, siempre elegirían caminar juntos.

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