Capítulo 1

Día cero

El primer paso siempre es el más duro y Montse no lo dio, la arrastraron para que avanzara. Que no era algo malo, al contrario, era maravilloso porque, ¿cuántas veces evitaríamos sufrir si alguien estuviera ahí para halarnos las orejas y alejarnos de lo que nos hiere?

Pero Montse no lo sabía, por supuesto. Tenía su corazón tan roto y quebrado que solo podía pensar en lo negativo, no en las acciones ajenas que intentaban sacarla del hueco del desamor.

Sería correcto decir que su entrada a su nueva vida fue callada y en estado zombie, pues su antiguo yo había sido asesinado por el amor de su vida, y el que renació estaba medio muerto aún, pero con la obligación de avanzar sin detenerse.

En diferentes momentos de lucidez Montse se sentía protagonista de una mala película de bajo presupuesto, o peor aún, de una tragicomedia que no se decidía sobre si burlarse de ella o matarla en el intento.

Montse miró las maletas moradas ya hechas y por un momento examinó alrededor para cerciorarse de que no había cámaras ocultas que llevasen su vida desdichada a espectadores crueles. En su recorrido visual del lugar vio abandonadas en una mesa las flores amarillas que su nueva —e inusual— amiga había traído para ella y solo verlas le dio la certeza de que no soñaba, de que era real el hecho de que Henry, su futuro —ex futuro— esposo la había engañado y de que ahora, en un giro inesperado de la trama de su horrible vida peliculesca, debía irse a vivir con una desconocida que parecía ser amable.

Le entró en el pecho el deseo de llorar y de reír, dando como resultado una risa histérica que con ruidos ahogados le preguntaba si era lógico lo que vivía.

Claro que no era lógico, no podía serlo.

Vio con el rabillo del ojo uno de los portarretratos que había terminado en el suelo; en esa foto Henry y ella sonreían frente a la cámara y de fondo había una hermosa playa que nada tenía que envidiarle a las postales que venden en los puertos turísticos como recuerdo.

Montse buscó en su memoria la imagen del día de la foto y haciendo cuentas notó que había sido dieciocho meses atrás. Arrugó la frente. Henry llevaba engañándola cuatro años y poco más, es decir que la mirada del Henry de la foto era la de un hombre que miente sin remordimiento alguno y es feliz con ello.

Lo odió... bueno, quiso hacerlo, pero el corazón es necio y era necesario explicarle con plastilina y mucha paciencia las palabras "Henry nos ha engañado, Henry no nos ama y no podemos amarlo más por ese motivo".

Era difícil; era como intentar hacer que un niño de dos años comprendiera mecánica espacial.

Recogió el portaretrato dorado del suelo pero solo para sacar esa foto, romperla en varios pedazos y guardar el marco; a lo mejor otra foto le quedaría bonita más adelante, cuando dejara de doler tanto.

Montse miró a su alrededor de nuevo y un vacío se instaló en su pecho al notar que todo cuanto la rodeaba era ajeno a ella. Nada le pertenecía, solo su ropa, un jarrón de la entrada, el portaretrato ahora vacío y los pedazos desperdigados de su corazón.

Escuchó el timbre y su latir se detuvo por un momento. ¿Y si era Henry? ¿podría decirle en la cara que sin lugar a dudas iba a dejar ese lugar para siempre? ¿Que iba a dejarlo a él para siempre?

—¡Soy yo, Montserrat! —escuchó del otro lado una voz femenina y el alma le regresó al cuerpo.

Era Verónica, la mujer a la que recién conocía y con quien se iría a vivir sin tener plan alguno sobre su vida. Su latido regresó, esta vez desenfrenadamente y dándole deseos de no abrir la puerta para no estar obligada a darle ese giro drástico a su diario vivir dejando de lado toda su normalidad.

Entonces miró de nuevo las flores amarillas que Vero le había traído apoyadas sobre la mesa y aunque Montse jamás se enteraría, la valentía que verlas le dio fue en realidad el empujón que necesitaba desde el comienzo. Se acercó a abrir la puerta y notó que su visitante no estaba sola.

—Hola, Verónica —dijo, intentando sonreír para no lucir tan terrible como se sentía. Miró a sus dos acompañantes y ondeó su mano—. Hola.

—Ellos son mis amigos Zoe y Noah —presentó Vero—. Y por favor, dime Vero. Solo mis padres me dicen Verónica y eso es cuando están enfadados conmigo.

Montse sonrió, agradecida con la forma que Vero tenía de hacer sentir cómodos a los demás, incluso a desastres andantes como ella.

—Es un gusto, Montserrat —dijo la presentada como Zoe—. Vinimos a ayudar, si no te molesta.

Montse la miró con más detalle y recordó que fue ella la que le entregó en su puerta un ramo de lirios de parte de Henry, un ramo por el que estuvo a punto de perdonar su engaño. No lo mencionó, sin embargo, porque no quería cosas más incómodas de lo que ya eran; además, Zoe solo estaba haciendo su trabajo de entregar flores, ella no tenía la culpa de nada.

—No, no me molesta —respondió Montse por cortesía y evitó añadir que si bien no le molestaba, sí lo encontraba muy raro—. Sigan... lamento el desorden.

—La ventaja del desorden —dijo el llamado Noah, entrando tras las chicas— es que te da la oportunidad de reorganizar todo de forma totalmente nueva.

Montse le agradeció su consuelo con una sonrisa genuina, preguntándose si él y Zoe sabían todo: que su ex la había engañado por años manteniendo otra esposa e hija en otra ciudad.

—¿Puedo hablarte un momento? —pidió Montse mirando a Vero—. A solas. Disculpen —añadió, mirando a sus dos amigos—. Será un segundo.

—Está bien —dijo Zoe.

—Pueden tomar asiento, no tardamos.

—Gracias, Montserrat —añadió Noah.

Vero se dejó guiar unos metros más allá, hacia la prístina y amplia cocina. Una vez solas, Montse agachó la mirada un poco, nerviosa.

—¿Sigues segura de esto, Veróni... Vero?

—Pues acá estoy, ¿no? —replicó, sonriente—. Todo es en serio.

—Solo para aclarar —insistió Montse, quien desconfiaba de todo, básicamente porque nunca nadie había hecho algo similar por ella—: me darás techo por unos días y...

—Los que necesites —interrumpió—. Es un lugar pequeño, ya te lo he dicho, pero nos acomodaremos. Y te ayudaré a conseguir un empleo que te pueda gustar y recuperarás tu vida. Mejor dicho: harás tu vida, sin él, sin depender de nadie.

—Solo de ti —añadió, algo abrumada.

—Por ahora. Escucha, nadie puede hacerse independiente de la noche a la mañana con magia, a menos que tengas la lotería ganada o algo así. Es un proceso y ya te he dicho que necesitas paciencia y voluntad. El resto llega con el tiempo. ¿Tú ya te arrepentiste de esto?

—No.

—¿Entonces qué es lo que te preocupa? —preguntó Vero con cariño, no como un reproche sino como sincera curiosidad.

Montse suspiró y decidió decírselo:

—Es que es extraño, Vero, entiéndeme. Ni siquiera sé tu apellido y estás dispuesta a darme apoyo como si fuéramos amigas del colegio.

—Salazar, ese es mi apellido.

Montse rió entre dientes.

—Bueno, ya sé tu apellido. Pero sabes a lo que me refiero. Las personas no son así de amables normalmente.

—Y eso es triste.

—Pero es la realidad. Discúlpame, te lo pido de corazón, sé que debes pensar que soy una horrible persona por estar a la defensiva ante tu apoyo, es solo que...

—Que es la realidad —repitió Vero su respuesta—. Yo entiendo. Las personas, en el mundo de hoy, estamos diseñadas para desconfiar de mucha amabilidad o de mucha suerte. Está en nuestros genes, no eres un fenómeno por cuestionar cosas. Y si te hace sentir mejor, yo también tengo mis dudas: eres una desconocida a la que dejaré quedarse en mi casa sin conocer ni siquiera su apellido.

—Robles. Ese es mi apellido —replicó igualmente. Ambas sonrieron.

—Montserrat Robles. Bueno, no tenemos manera de confiar mágicamente la una en la otra, eso es un hecho. Pero si nos arriesgamos a lo mejor ganemos una buena amiga. Necesitas apoyo y yo puedo darlo. ¿Qué tal si solo por esta vez en la vida apuestas... apostamos a la bondad humana e intentamos confiar?

Ninguna estaba cien por ciento convencida y eso ambas lo supieron al mirarse a los ojos. Sin embargo, tampoco veían cien por ciento de precaución y eso significaba que no podían desconfiar del todo... ¿y si solo por esa vez veían el vaso medio lleno?

—De acuerdo, apostemos a eso entonces —concedió Montserrat—. Y como eres tú la que más arriesga acá, me comprometo a no ocultarte nada, ¿de acuerdo? Lo que quieras saber sobre mi familia o mi vida en general, te lo diré.

—Por hoy solo tu apellido, no voy a abrumarte con nada más. —Verónica la observó con afecto y con un gesto igual de vuelta, Montse le aseguró que estaba bien y sin tantas dudas—. ¡Bien! Vamos entonces. Vinimos a llevar tus cosas y a organizarlas en mi casa lo mejor que podamos. Luego podemos cenar y ver qué haremos el día de mañana.

—Un día a la vez —murmuró Montse, más para ella misma—. Sin Henry.

—Un día a la vez —repitió Vero—. Contigo misma.

Salieron de la cocina y hallaron a Zoe y a Noah charlando en voz baja en uno de los sillones. Ambos se pusieron de pie y el gesto comprensivo que le dedicaron a Montse la acabó de convencer de apostar todo por la bondad humana.

—¿Todo bien? —preguntó Noah.

—Sí, todo perfecto.

—Entonces, ¿qué debemos llevarnos? —agregó Zoe.

Montse señaló la esquina de la amplia sala, donde sus pocas pertenencias descansaban. Cuatro maletas medianas y dos bolsas negras grandes. Parecía mucho si pensabas en el equipaje para unas vacaciones de un mes, pero para ser el equipaje de más de cinco años de vida era miserablemente triste.

—Noah tomará la más pesada —dijo Zoe.

—Eso es sexista. ¿Porque soy hombre debo llevar la más pesada?

—No es sexista, es lógico. Tus manos son más grandes que las nuestras, es mera cuestión física; si tuvieras manos de princesa, yo llevaría la más pesada —defendió Zoe.

Vero, junto a Montse, rió.

Noah blanqueó los ojos pero se acercó a las dos maletas que lucían más pesadas. Tomó una en cada mano y Zoe a su vez tomó las dos bolsas negras que si bien eran mucho más grandes que las maletas, pesaban menos de la mitad.

—Creo que necesitaremos dos taxis —sentenció Noah, luego miró a Zoe—: ¿Sabes dónde vive Vero?

—Sí.

—Nosotros dos tomamos un taxi y ustedes toman otro; nos vemos allá. —Miró a Montse y a Vero—. ¿Les parece?

—Sí, está bien.

—Nos vemos en un rato —dijo Zoe antes de salir, charlando animadamente con Noah e intentando maniobrar con las dos bolsas.

Otro buen presagio de que era una decisión correcta, fue que Montse vio a esos dos desconocidos alejarse con casi toda su ropa y no sintió desconfianza alguna.

—Bien, nos dejaron poco equipaje —dijo Vero, tomando una de las maletas restantes—. ¿No te falta nada más?

Montse negó con la cabeza.

—Nada que sea mío. —Su tono salió roto y nostálgico—. Nada que me recuerde a él.

Montse se sorprendió de ver que Vero se acercaba y tomaba su mano.

—Vas a estar bien, ya lo verás.

Montserrat, contra todo pronóstico, le creyó cada sílaba.

Fue por su bolso de mano y tomó sus últimas pertenencias —la billetera, el teléfono con su cargador, la cosmetiquera y por último, como si lo recordase por casualidad, una taza de café obsequio de su madre que sacó de la cocina en un segundo— y apagó las luces.

Se encaminó a la puerta; llevaba las llaves en sus manos pero razonó que no las necesitaba más así que las dejó en la mesita de centro en la sala. Henry tenía su propio juego de llaves —aunque jamás las usaba pues ella siempre estaba en casa esperándolo— así que no vio problema alguno.

Vero salió primero y luego Montse. Se felicitó a sí misma por no mirar atrás ni una sola vez antes de cerrar a sus espaldas. El ruido de la cerradura le hizo soltar un jadeo porque la seriedad de lo que hacía dejando su vida atrás, la golpeó con fuerza en la cara. Sin las llaves no podía entrar al apartamento y ese era un simbolismo poderoso de que su vida normal quedaba tras esa puerta y que no debía volver a ella.

Un par de lágrimas resbalaron de sus mejillas —dos de cientos que ya había derramado en esas últimas horas y de las muchas que faltaban— pero no hizo ruido para que Vero no lo notase mientras bajaban las escaleras.

Una vez afuera el aire de la tarde le despejó el rostro y las ganas inmediatas de llorar. Mientras buscaban un taxi, cada una con una maleta repleta en la mano y el bolso en su hombro, Montse reflexionó en que de tener muchas más cosas, la mudanza sería más dura, física y emocionalmente.

Tener poco equipaje pasó de ser un vacío en su interior, a ser una dicha por permitirle desprenderse con más facilidad.

Sonrió porque esa pequeña victoria se sintió como la gloria en medio del caos actual de su vida, y supuso, sin temor a equivocarse, que si esa pequeñez la hacía sentir tan bien, lo que viniera de ahora en adelante solo podría ser mejor. 

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