Introducción:
NOTA DE AUTORA:
ATENCIÓN: Esta obra NO es apta para todo público y es cien por ciento FICCIONAL. Por lo tanto, las opiniones expresadas y los hechos siguen la misma lógica. No se busca ofender a nadie, tómelo como un personaje más. Lea bajo su propia responsabilidad.
Hay días en los que simplemente no quiero despertar. Sería tan fácil pasar de un sueño a otro. Que las oscuras invaginaciones de mi mente me arrastraran a lo más recóndito y olvidado del abismo, donde por fin pudiera encontrar la paz. Pero soy un ser humano, y no está en nuestra naturaleza obtenerla, sino seguirla. Perseguir de forma incansable una ínfima partícula, un vago ejemplo de lo que debería. Aun así, no todo subyace en la infelicidad. Existen determinados elementos en la vida de cada individuo, que permiten mitigar el dolor de una existencia vacía. Se nos ha vetado el derecho a ser infinitamente alegres, pero no por ello se nos bautiza miserables. Sentimientos tales como el amor, gestos tales como la misericordia o la bondad, la capacidad de compartir con el otro es lo que garantiza la supervivencia. Sin embargo, esa supervivencia es gozada por bestias también. Es la parte infaltable de todo ser viviente y, por otra parte, ellos no cuentan con las facultades que mencioné. ¿Tiene el león misericordia por la gacela cuyo cuello destrozó entre sus fauces? ¿Sienten los buitres bondad cuando arrojan a sus semejantes del nido? ¿Y los cerdos? ¿Siente la hembra una cuota de amor hacia sus hijos cuando se los devora a cada uno de ellos? No. La vida propia siempre impera sobre lo demás. Es una Reina cruel que pisotea a sus súbditos, y los sacrifica. En el ajedrez, la pieza más importante es ella. Nadie lamenta la caía de un peón o un caballo, tan siquiera el Rey. El Rey se pierde cuando la Reina no ha obrado conforme su utilidad. Se puede ganar un partido sólo con su presencia; de hecho, es ella a quien se protege, porque trae la victoria. Siendo el Rey la vida, y la Reina el instinto primitivo de preservación, se comprenderá el papel que cumplen los demás.
Desearía ser un peón. Desearía ser desechable. Desearía que me arrebatasen el alma, cuya intransigencia no discutiría. Más sigo viva. Y he de luchar para mantenerla en contra de mi voluntad, porque incluso por sobre esta prima la supervivencia.
La misión que se me impone sería sencilla si no hubiese nacido tal cual soy. Retengo dentro mío al dios de la guerra, no hallo otra explicación para el éxtasis que recorre mi cuerpo cada vez que pienso en escuchar un gorgoteo sanguinolento, cada vez que pienso en la gloriosa ambrosía carmín fundiéndose en contacto con mis tibios dedos.
Díganme...si un individuo carece de emoción y remordimiento, ¿es culpa suya haber sido así? ¿Será que aprendió incorrectamente el mecanismo social que se le brindó desde que sus capacidades cognitivas se desarrollaron? Hay un error, se parte de la base en que es de hombres sentir. No se considera cualquier otra condición que diste de los parámetros mayoritarios y, por lo tanto, se obvia tan trascendental comportamiento. ¿Se les enseña a amar? ¿Se les enseña a odiar? Se les enseña los términos, pero no a implementarlos. Se nos discrimina. Somos lo más bajo y podrido, somos la raíz del frondoso árbol del conocimiento con el que supuestamente se condenó a la humanidad. Ocultos, absorbiendo mugre, escupiendo tierra. Existen lecciones para aquellos que no pueden pensar, existen tratamientos para los que son incapaces de moverse. Pero nosotros, oh, a nosotros se nos empuja a la oscuridad de los fármacos, se nos confunde con irracionales, locos dignos de lobotomía. Sí, la gente ignora a los insensibles. Sin cura, palabras o nombre, flotamos en el después, continuamente postergados. Así como el niño travieso esconde los trozos de un jarrón roto y calla, por la vergüenza que supone la falta; así nosotros.
Pero la ley natural del equilibrio se mantiene incluso en momentos como este. A los débiles se les dotó de inteligencia, y a los feos de simpatía. A nosotros se nos obsequió la maldición del ruido. Freud no se equivocaba cuando mencionó al deseo insatisfecho, esa cosa vergonzosa que pugna por salir a la conciencia. Yo, al igual que los que comparten mi situación, gritamos, pateamos, enloquecemos y alteramos a la perfecta pulcritud de la sociedad, la volvemos una dama histérica, diciéndole: "¡Somos parte de ti, madre!" mientras ella grita a viva voz: "¡Asesinos! ¡Asesinos!"
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