14. Él ha vuelto:

NOTA DE AUTORA:

ATENCIÓN: Esta obra NO es apta para todo público y es cien por ciento FICCIONAL. Por lo tanto, las opiniones expresadas y los hechos siguen la misma lógica. No se busca ofender a nadie, tómelo como un personaje más. Lea bajo su propia responsabilidad.  

Todos los años, mis padres asisten a una reunión para festejar el día del pueblo. Una fecha en la que la falsedad, la traición y la propia pestilencia de cada quien, se camuflan con pasteles y sonrisas menos auténticas que las del resto del año. Una ocasión perfecta para deleitar mis ojos con una compleja obra de teatro, en la que los personajes se entrelazan y hasta cambian de máscara en un pestañear, enseñando tragedia, comedia y drama en un mismo acto. Aunque sea cierto que no encuentro dicha ni jolgorio en estas absurdas convocatorias, sirven para mantenerme al margen, renovar mi antifaz, y que los demás, burdos actores, la confundan con un rostro limpio y desnudo.

La opinión pública es muchas veces el motor del colectivo, cada cual se preocupa por demostrar lo que tiene. El mejor vestido, la mayor elocuencia, el chisme más jugoso. Una manga de buitres pelando por trozos de carne podrida. Ya puedo verlos con claridad, sus oscurecidos y curvos cuerpos gritando, agitando las plumas, empujándose entre sí "Yo lo vi primero, yo soy mejor que tú, merezco un pedazo más grande", después de que varios mueren a picotazos, luego de que los agujereados seres emplumados yacen en el sucio suelo, por culpa de su igual, este se alza victorioso y parco, devorando solo su ganancia. Ah, pero lo que tanto se empeñó en defender, aquello por lo que se rebajó a una rata tramposa, es y será carne podrida. En esta analogía, se entiende a los buitres como la reputación de los individuos, y a la carroña, como lo que creen obtener, es decir, la estima, la posición, el estatus. No se trata exclusivamente de enaltecer a su persona utilizando las habilidades obtenidas, no, eso lo haría adquirir preponderancia genuina; se trata se rebajar al resto, aplastarlo hasta que no sea un peligro, bajar las cabezas que intentan salir a flote con manos y pies, sumido en la desesperación de no ser capaz de ganar por cuenta propia, de no tener nada que valga la pena.

La música suena, un jazz suave para una ambiente tranquilo, viejos y jóvenes conversando y riendo, mesas decoradas modernamente, con centros florales y velas. Unos niños corren por los alrededores y se atraviesan en mi camino, lo que concluye en mi caída no intencional.

Alguien me atrapa antes de que eso suceda:

—¡Cuidado! —Una voz grave, joven— ¿Estás bien?

Observo a su dueño: Es Juan, va a al colegio conmigo. Es un chico de apariencia amable, pero sé distinguir sus ojos llenos de lascivia, siempre sale con menores, recurre a sus encantos para quitarle la virginidad a las idiotas (no son idiotas por perder la virginidad, son idiotas por creerla importante, y entregarla a alguien como él).

—Sí, gracias —. Me desplazo a un lado, mas se aferra a mi brazo.

—Eh, ¿no quieres conversar? —. Sonríe.

—No.

—Ah...¡Vamos!

Lo aniquilo con la mirada:

—Dije no —. Doy un tirón para liberarme y justo en ese momento, Elena salta desde algún sitio. Juan se agacha y la abraza.

—¡Hola pequeña! ¿Qué tal estás? —La levanta en brazos.

—Elena, ¿tú lo conoces? —Busco sus ojos.

Ella afirma con la cabeza:

—¡Es mi nuevo niñero! —Al parecer dice la verdad.

—Soy el niñero de la niña más preciosa de todas —roza su nariz con la suya y le provoca risa—. ¿Quieres unos caramelos?

—¡Sí, sí quiero! —La baja y le regala una bolsa llena de ellos— ¡Gracias!

—De nada —me da un vistazo, visiblemente incómodo por mi seco tratar, y se excusa— nos vemos... —Inclina su torso y se pierde entre la multitud.

Camino sin rumbo fijo, con la niña de siempre siguiéndome.

—Rebecca, ¿no te gustan las fiestas?

—No, demasiada gente, demasiado ruido —. Aparto a uno para avanzar.

—¡A mí me gustan! Son divertidas y hay clores, y, ¡te regalan dulces! —Abre la bolsa y me ofrece— ¿Quiere uno?

Un segundo.

Mis pupilas se fijan en ese envoltorio un segundo, y la cólera inmola la templanza que contengo.

Arranco el obsequio de sus dedos, lo arrojo y pisoteo con rabia.

Incluso antes de un reclamo o lloriqueo, la arrastro del brazo a un lugar apartado.

—Elena —me pongo en cuclillas y presiono sus hombros con fuerza, sacudiéndola para despejar la confusión momentánea— Elena, nunca vuelvas a aceptar caramelos con esa envoltura, ¿me oíste? ¡Nunca!

No deja de enfocar mi expresión, titubeante:

—¿P-por qué?

Cierro los párpados y regularizo mi respiración. Son contadas las experiencias que pueden llegar a alterarme de una forma notoria. Esta, por supuesto que es una.

—Porque...los crea un monstruo —murmuro—. Es la táctica que usa para cazar.

—¿Un monstruo, un monstruo real? — Su boca tiembla ante la sola idea de encontrárselo.

—Sí, uno real.

—Y, ¿qué hace?

—Él...él se lleva a los niños y los lastima.

—¿Los lastima? ¡No entiendo, tengo miedo! —Las córneas comienzan a brillarle.

—El monstruo los lastima, Elena, le gusta mucho. Sobre todo a las niñas, ¿entiendes? Él siempre va por las niñas.

—¿Cómo lo sabes? —La primera gota escapa.

Me la quedo viendo unos instantes, dura:

—Porque me lastimó a mí también.

De su garganta brota el pánico al oír eso, y la angustia la envuelve aún más:

—¿No les contaste a tus papás?

—Ellos no me creyeron.

—¿Por qué?

—Porque no vieron su disfraz. Creen que alguien así no puede hacer eso —realizo una pausa, no la he soltado en todo este tiempo—. Pero tú sí, tú sí porque yo te advertí sobre los monstruos. Por eso, si no aceptas los caramelos, si no te le acercas, vas a estar a salvo.

—¿Juan es el monstruo?

Niego:

—No, es él —. Apunto a la lejanía, aquella figura inconfundible, aquel ruin perverso, aquella cosa—. ¿Ves? Los está repartiendo entre la gente. Elena, no te le acerques —repito—. Y si por alguna razón te lo encuentras, tienes que llamarme.

—Sí —. Su piel, claro reflejo del miedo debido a la palidez, se eriza con nerviosismo.

—Te llevaré con tu madre. No te separes de ella en ningún momento, ¿está claro? —Asiente— Y hagas lo que hagas, no muestres tener miedo. Él lo huele muy bien, y eso le atrae.

Fui una niña con una madre demasiado depresiva como para preocuparse, y con un padre falto de carácter que siguió los planteamientos de una mujer enferma. No puede perdonarse, no puede perdonarse que no hayan hecho absolutamente nada.

Creí que sería la última. Creí que conmigo había tenido suficiente. Pero ese papel blanco y rojo, esa esfera de chocolate y esa sonrisa satírica, son las pruebas que necesito.

Las que necesito para saber que él ha vuelto.

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