10. La visita:
NOTA DE AUTORA:
ATENCIÓN: Esta obra NO es apta para todo público y es cien por ciento FICCIONAL. Por lo tanto, las opiniones expresadas y los hechos siguen la misma lógica. No se busca ofender a nadie, tómelo como un personaje más. Lea bajo su propia responsabilidad.
Luciano se fue unas dos horas después, y mi padre regresó temprano, trayendo consigo una noticia desconcertante:
—Tienes visita —. Abre un poco más y justo detrás de él, emerge Elena, mostrando una boca sin dientes y arrastrando su sucio muñeco amorfo junto a una bolsa de plástico.
—¿Qué haces aquí?
Infla sus cachetes y corre a sentarse en el colchón, haciéndome rebotar.
—¡No te veo hace muuuucho tiempo!
—¿Por qué la dejaste pasar? —Lo increpo, ignorándola.
—Ella dijo que era tu amiga.
Voltea la cara, consternada:
—¡Su no amiga, señor!
—Ah, sí...claro. Perdona —se ríe con disimulo—. Bueno, chicas. Si necesitan algo estaré abajo—. Se despide, mostrando en el último instante una mueca insegura, aunque alegre.
Conversar no se me da excelente, porque nunca he encontrado un tema lo suficientemente lleno y complejo como para atraparme. Y dudo que lo halle entre las cuerdas vocales de una niña. Dudo que hubiese algo de interés, algo que me hiciera indagar con ahínco en sus oscuros iris, en sus enromes pupilas. No, un niño es un saco vacío, una esponja seca. Puedes meterle cuantas cosas se te ocurran, absorben información en grandes cantidades, pero inicialmente no poseen nada por sí mismos. Una copia barata del adulto. Un interior que se alimenta del exterior. Un ser en plena interiorización. Sólo se necesita ser una figura protectora, o un modelo a seguir, y tendrás una bola de masilla que podrás moldear a tu antojo.
—Pensé que estabas enferma, entonces le dije a mi Mami que me ayudara a hacer esto —saca un envase cerrado de la bolsa y levanta la tapa con esfuerzo. Son unas galletas deformes que fueron cortadas con un molde en forma de flor, decoradas pobremente con grajeas de colores y glasé rosa—. ¡Pero las hice yo! —Se señala con presunción— Mamá no me dejó ponerlas en el horno.
Intento buscar alguna decente, pero ninguna llega siquiera a pasar por comestible.
—Son horribles.
Su cara pasó de felicidad a tristeza en un santiamén.
—¿No te gustan?
—No, es obvio que las hiciste mal.
—¿De verdad? —Se aproxima, inclinando su rostro muy cerca del mío con gesto suplicante.
—Sí. Y odio las galletas mal hechas.
Se pone a llorar, taladrando mis sesos.
—¡Eres mala! ¡Yo quería hacerte un regalo! —Calla cuando escucha el sonido de mi boca masticando, viéndome sin creerlo—¿Qué haces?
—Como, niña estúpida —. Arrojo con la boca llena.
—¡Pero dijiste que no gustaban! —Chilla, golpeando la superficie con los puños.
—Dije que las odiaba, no que no las iba a comer.
Y en silencio, cada una se alimenta de este insulto a la repostería.
—¿Te gustaron? — Guarda la fiambrera sin su contenido.
—No, estaban muy secas.
—¿Y por qué las comiste?
—Tenía hambre.
—¡Entonces te traeré más!
—Ni se te ocurra.
—Lo haré igual —. Saca la lengua.
—Si vas a seguir siendo estúpida, al menos trataré de amortiguar las consecuencias —. Comienzo a moverme lentamente hacia el borde. Elena se pone de pie con la intención de apartarse, sus ojos parecen dos gotas grandes de alquitrán culpa de la expectativa.
— ¿Eh? —Sigue mi trayecto hasta la puerta.
La miro por sobre el hombro con menosprecio.
—Te enseñaré.
Se ríe y aplaude de forma efusiva mientras nos dirigimos a la cocina. El sonido de la cortadora me revela que mi padre está con el césped.
Abro los desvanes y saco las cosas necesarias, de arriba y de abajo. La mocosa escanea mis acciones con extrema atención.
Extraigo los huevos del refrigerador, cuando mi madre muestra presencia. Elena contempla con mudo susto su aspecto, no es de sorprender, cumple con los parámetros de una pordiosera, individuo que todos los padres y, por ende, los hijos, asocian con maldad.
—¿Qué haces levantada? —Pregunta. Yo expresaría lo mismo.
—Le enseñaré a cocinar —. Sus ojeras se empequeñecen al gesticular asombro. Y más aún cuando su mirada se cruza con la de ella, que decidió esconderse retraídamente detrás de mí.
—Oh...hola, nena —. Sonríe, escurriendo desgano y cansancio por las encías.
—Hola...
—¿Cómo te llamas?
—Elena...
Se aferra a mi ropa. Reconozco que su aspecto es de temer, una bata deslucida y cabello sin peinar, con las raíces canosas bastante crecidas por el descuido. Además, los niños suelen ser más perceptivos. Tal vez gracias a su falta de inhibición.
—¡Qué lindo nombre! — Cree que es timidez, ingenua—¿Cuántos años tienes?
Aparta la vista y ya no responde. Está incómoda. No me importa, pero tampoco es mi deseo perder más el tiempo.
—Adelante, hagamos las malditas galletas, ¿sí?
Asiente repetidamente.
—Bueno...—la desmejorada mujer clava su vista en mí— Me voy a descansar, las dejo —. Se da cuenta finalmente, con cierto pesar. ¿Qué tal? Ella piensa que tú eres un monstruo, tú permitiste que esto pasara. Quien monstruos engendra, bestia es.
Busco un tazón, la balanza y las medidas, y la clase se da por empezada.
—Revuelve eso de forma suave.
—¡Ok!
—Rompe los huevos sin dejarle la cáscara dentro.
—¡Ok!
—No lo llenes tanto.
—¡Ok!
—Deja de decir ok, es sumamente irritante.
—Ok...perdón.
Sus insignificantes brazos no tienen la fuerza para amasar, así que esa parte la hago yo.
—Necesitas mover las manos así, si no saldrá cualquier cosa como la última vez —afirma, sacudiendo su corte—. Usa el palote desde la mitad hacia arriba y luego voltea la masa. Debe quedar de un centímetro de espesor.
—¿Espesor?
—Sí, esto —apunto el costado de la masa, recostando un dedo— es espesor.
—Ah...
—Bien, ahora haz los cortes con el molde, pero no desperdicies espacio. Hazlo lo más pegado que puedas.
Canta una canción que no conozco mientras acomoda el cortante una y otra vez. Yo los coloco en la asadera.
—Al ponerlas a esta distancia, cuando crezcan no se tocarán entre sí. Ese fue uno de tus errores —me alejo—. Ahora mételas en el horno —le tiro una manopla, la cual agarra y se queda mirando.
—¡¿En serio puedo hacerlo?!
—No veo por qué no.
—Mamá no me deja, es peligroso.
—Es peligroso si te quemas. Pero no lo comentes con ella, no quiero problemas.
—Bueno —sonríe. Abre la tapa del electrodoméstico, se da vuelta, toma la bandeja con mucha dificultad y la mete, cerrando después—. Wooow, ¡lo hice! ¡Gracias! —Intenta abrazarme, pero la aparto con una cuchara de madera.
—No me des las gracias, cualquiera puede abrir un simple horno. Ahora queda esperar unos veinte minutos, hay que sacarlas cuando estén doradas.
—¡¿Después las vamos a decorar?!
Me lo pienso con precaución.
—Sí, pero limpiarás lo que ensucies.
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