Rescatando princesas

Faltaba aproximadamente una hora para que cerrasen los baños, así que empezaron a ponerse en marcha, Cedric estaba muy cansado, llevaba todo el día preparándose para el encuentro con Balard y la noche anterior no había dormido demasiado.

Después de encontrar a Piedrafría moribundo en su local, Calaon y él lo habían llevado casi a rastras hasta la posada donde se hospedaba este, allí se reunieron con el resto del grupo y les explicaron lo sucedido. Le sorprendió lo rápido que Zoyla y Calaon accedieron a ayudarle, Balard pedía el legado a cambio de Arienne y ellos querían mantenerlo lejos de las manos de los nocturnos, aun así, sabían que si querían acabar con él aquella era una buena oportunidad para hacerlo. Lucía también aceptó, si eliminaban a Balard quizá los Ponzoña se lo pensarían dos veces antes de ir a por ellos. Incluso Tangart había accedido, aunque más tarde Cedric descubriría que tenía sus propios motivos. El único que no quiso ir fue Octavio, el contrabandista ya había perdido su barco en ese trabajo y no quería arriesgarse a perder la vida, Cedric no se lo reprochó, él hubiera hecho igual si no fuera por Arienne.

Calaon pagó otra habitación para que pudieran alojarse todos. Tangart, Cedric y él se quedaron en una; Zoyla, Lucía y Piedrafría, en la otra. Zoyla se encargó de cuidar al enano, aunque su herida tenía muy mala pinta, sus cuidados y la ayuda de los ungüentos reptilianos consiguieron que el enano sobreviviera por lo menos una noche más.

Las habitaciones estaban situadas una frente a la otra y pasaron toda la noche turnándose para vigilar por si los habían seguido y querían acabar con ellos mientras dormían. Casi todos pasaron buena parte de la noche en vela. Fue en ese momento cuando Tangart se le acercó. Durante todo el trabajo habían mantenido las distancias, aunque después del asalto al barco había notado que gran parte del desdén que le profesaba el minotauro había desaparecido.

—Quiero hablar contigo —le dijo Tangart en un tono que no admitía réplica.

Él asintió, aunque se sentía receloso respecto al minotauro decidió escucharle. Antes de salir le pidió a Calaon, aún despierto, que lo relevara mientras ellos se ausentaban. Fueron al piso de arriba y se sentaron en uno de los reservados de los que disponía el local, parecía que había pasado una eternidad desde que Calaon y él negociaron allí el pago por el trabajo que los llevaría a robar el legado. Ahora la sala estaba en un silencio casi absoluto, sumida en una penumbra tenuemente iluminada por la luz de las lunas que se colaba por las rendijas de las contraventanas. Cedric se acercó a un quinqué de la pared y lo encendió arrojando un poco más de luz a la estancia.

—De acuerdo, habla —invitó antes de sentarse frente al minotauro.

—Me salvaste la vida en el barco y ahora estoy en deuda contigo, considera cualquier afrenta pasada como reparada.

Cedric aguardó unos segundos pensando que el minotauro añadiría algo, pero no fue así.

—¿Y ya está? Hace unos días estabas dispuesto a matarme y ahora «cualquier afrenta pasada esta reparada». —Cedric se indignaba a medida que hablaba—. ¿Se puede saber qué os pasa a los minotauros?

Tangart bufó por la nariz, las palabras de Cedric no le habían gustado, pero mantuvo la calma.

—Tú no lo entiendes —fue su única respuesta.

—No, no lo entiendo. Necesito una explicación, me la debes.

El minotauro sopesó un momento sus palabras antes de responder.

—De acuerdo, te lo explicaré. Los minotauros tenemos un código, hacemos un juramento para que la bestia, nuestra parte animal, no nos domine. Así mantenemos nuestra maldición a raya y es el peor acto de deshonor incumplirlo.

Cedric había oído historias de mercenarios minotauros acorralados en una batalla lanzándose sobre las líneas enemigas bramando enloquecidos y despedazando a cualquiera que se pusiera frente a ellos. Después del combate y a pesar de haber sobrevivido, esos mismos guerreros habían acabado con su propia vida por la vergüenza que les producía haber liberado a la bestia que había en su interior.

—En el calabozo de los Mercurio —prosiguió Tangart— tú me azuzaste para que liberara a la bestia para poder salir de allí.

—Pero gracias a eso nos salvamos, te habías derrumbado y hacerte enfurecer para que derribaras los barrotes nos liberó.

Cedric recordaba muy bien ese día, Tangart y él intentaron entrar en el edificio de la familia Mercurio por las alcantarillas y cayeron en una trampa. Unos barrotes de acero les cerraron el paso por delante y por detrás aprisionándolos en un estrecho túnel de las cloacas, después de eso era cuestión de tiempo que los guardias de los Mercurio fueran a por ellos y los eliminaran. El minotauro no tardó en ponerse nervioso y empezar a golpear los barrotes sin parar de repetir que quería salir de allí, que tenía que salir. Él había oído esas historias sobre los minotauros dominados por la bestia, así que lo azuzó hasta que Tangart perdió el control y empezó a embestir los barrotes como un animal, bramando y sacando espuma por la boca, totalmente enloquecido. En pocos segundos, los barrotes cedieron quebrándose por la fuerza de sus golpes y Tangart salió corriendo de las alcantarillas esfumándose en la noche. Ahora se sentía un poco culpable por haberse aprovechado así de él.

—Fue mi miedo el que nos sacó —lo miró lastimeramente a los ojos—. Cuando me fui de mi hogar fue por la deshonra de haber sucumbido a la bestia y no tuve el valor de acabar con mi vida en ese momento.

»Todo sucedió hace varios años. En mi tierra era soldado, los minotauros y los centauros estamos en guerra desde la muerte del rey Brujo, una lucha que no parece que vaya a terminar jamás. En una escaramuza contra un grupo de saqueadores centauros fui capturado por esas bestias y me encerraron en una prisión junto a otros de los míos. Allí nos torturaron durante días y, viendo morir a mis camaradas uno tras otro, finalmente sucumbí a la bestia. Aunque logré escapar, me había deshonrado —a mí y a mis camaradas caídos—, por lo que debería haber terminado con mi vida, pero no pude. Me porté como un cobarde y tomé el camino del exilio.

»Cuando me encontré encerrado de nuevo, el recuerdo de la cárcel de los centauros se hizo tan intenso que me derrumbé y tus palabras hicieron que la bestia se apoderara de mí de nuevo.

—Lo siento, no lo sabía —fue lo único que Cedric pudo decir. —Tangart lo miró con una sonrisa triste en el rostro.

—Ya es cosa del pasado —dijo el minotauro acercándole la mano—, ahora tenemos que ayudar a Arienne y acabar con Balard de Ponzoña.

Lucía, Calaon, Zoyla, Tangart y Cedric empezaron a andar por las callejuelas que conducían a la plaza de los Mercaderes. En los baños y demás edificios públicos de la ciudad los únicos que podían portar armas eran los guardias de la militia, pero Lucía y él llevaban un par de dagas ocultas entre su ropa que intentarían entrar disimuladamente. A Zoyla y a Calaon no les hacían falta armas, sus increíbles poderes para dominar los elementos les bastaban. Tangart era todo un coloso, con sus manos desnudas y su cornamenta podía enfrentarse fácilmente a cualquier adversario desarmado. Estaban preparados. Sabían que Balard era un adversario terrible y que seguramente no estaría solo, por eso Calaon les había explicado algunos de los secretos para enfrentarse a los nocturnos.

Estos seres eran espíritus sin cuerpo que se aprovechaban de los humanos de voluntad débil, entraban en el interior de sus mentes para poseerlos y los anulaban poco a poco hasta que lograban el control total de su cuerpo. Una vez controlaban totalmente a su huésped, podían usarlo a voluntad haciendo auténticas proezas con ellos. No sentían dolor, no tenían hambre ni sueño y, además de lanzar poderosos hechizos, podían curarse de heridas terribles en cuestión de minutos. Lo único que realmente podía matarlos eran las armas hechas con metales preciosos como el oro —que con un solo toque les provocaba quemaduras terribles— y la plata —que los hería de gravedad impidiendo que se curasen tan fácilmente—; la espada de Calaon estaba hecha de una aleación de plata y acero con ese fin. El fuego también podía herirlos gravemente, pero si no se los remataba podían curar esas heridas en cuestión de horas; la luz solar también los molestaba, pero era más un inconveniente que algo dañino para ellos.

Calaon también les enseñó el contenido de una bolsa algo más pequeña que una alforja de caballo. A simple vista parecía pólvora, pero no lo era. Era polvo de hada, si se examinaba de cerca aquel polvo de color negro se podían distinguir pequeños destellos azulados, la espada de Balard de Ponzoña estaba forjada con ese material. Según les explicó, el polvo de hada se conseguía exponiendo el oro a un calor tremendo y grandes cantidades de energía mágica, el oro se oscurecía al saturarse de esa energía creando una especie de vacío a su alrededor y haciendo que fuera más difícil lanzar cualquier hechizo. Si un magister ingiriera aunque fuera una pequeña cantidad de esa sustancia, estaría privado de su capacidad para manipular los elementos durante varias horas. El polvo de hada también era tóxico para los nocturnos, pues anulaba su capacidad para curarse de las heridas, volviéndolos vulnerables a cualquier tipo de arma. Balard tenía que ser un nocturno muy poderoso para poder lanzar hechizos portando esa arma, así que si no llevaba consigo su espada no tendría una gran desventaja.

Llegaron a la plaza de los Mercaderes rápidamente, el edificio de los baños estaba situado tras las dependencias del Consejo, así que se dirigieron hacia allí. Al pasar cerca de la fuente de la plaza un escalofrío recorrió la espalda de Cedric, la estatua de mármol que representaba a Selé le recordó a la mujer que había visto el día que casi murió ahogado en el río. Los graznidos de los cuervos y la bruma volvieron a él. No estaba seguro de que lo que vio aquel día fuera real, pero no quería volver allí para comprobarlo bajo ningún concepto.

Fueron hacia el antiguo Palacio del Gobernador, que ahora albergaba las dependencias del Consejo. Realmente era un edificio majestuoso, la imponente construcción hecha de mármol blanco relucía con los tonos anaranjados del sol del atardecer, que empezaba a ponerse. Tras él, los baños públicos de la ciudad lucían un color gris y anodino, su fachada de piedra y ladrillo no destacaba demasiado entre los edificios de su alrededor. No obstante, también era un edificio enorme, aunque solo tenía una planta cubría una extensión mucho más grande que el del Consejo y en su interior albergaba multitud de piscinas donde los habitantes de la ciudad que podían permitírselo acudían a bañarse y relajarse.

En la entrada del edificio había dos grandes puertas. Una de ellas, custodiada por un par de guardias de la militia, era la entrada para los ricos y nobles que no querían mezclarse con la plebe. Durante la primera edad del imperio los edificios de los baños eran exclusivamente para las familias ricas e importantes, las llamadas «familias de patriarcas». Más tarde y tras varias epidemias que diezmaron severamente la población de las grandes ciudades, el emperador Juliano se dio cuenta de que si los plebeyos también podían acceder a unas condiciones de higiene mejores el riesgo de enfermedad se reduciría. Entonces decretó que en todos los baños se construyera un edifico anexo para los plebeyos, a este anexo se le llamó «baño Juliano». Aunque supusieron una gran mejora para los plebeyos, estos también tenían que pagar una pequeña cuota de dos monedas de cobre para poder entrar, lo que hacía que los más pobres siguieran sin poder costearse la entrada, perpetuando así otra separación dentro de las clases más bajas de la sociedad delita.

La puerta del baño Juliano no estaba vigilada por guardias, eso sí, en el interior había un pequeño mostrador donde se tenía que pagar al encargado de los baños. A su lado, había un muchacho joven que les entregó unas toallas y les indicó la entrada de los vestuarios para hombres y mujeres, donde se podrían cambiar de ropa cómodamente antes de entrar.

Se quitaron la ropa y antes de ponerse las toallas se vendaron al cuerpo los cuchillos para poder ocultarlos y así no estar totalmente desarmados; sus armas no eran gran cosa, pero era mejor que nada y contaban con los poderes de Calaon y Zoyla.

El aspecto del interior de los baños era mucho mejor que el del exterior. Aunque se encontraban en la zona destinada a la plebe, el mármol del suelo y los azulejos de las paredes estaban limpios y bien cuidados. Grandes columnas sostenían el techo y separaban las piscinas de los pasillos laterales que las rodeaban delimitando las zonas de tránsito. Aunque los acabados eran un poco bastos y austeros, sin grandes elementos decorativos, el lugar era luminoso y acogedor. Por otro lado, la atmosfera era un tanto agobiante. A pesar de que las piscinas de agua caliente a esa hora ya empezaban a estar más bien tibias, la humedad que se había concentrado en la sala y el calor que desprendían las lámparas de aceite de draco hacían que la temperatura fuera bastante más alta que en el exterior. Pronto una fina película de sudor empezó a cubrirlos y las finas toallas se pegaron a su cuerpo.

Al reunirse de nuevo con el grupo de mujeres a Cedric le chocó la delgadez extrema de Zoyla. Aunque ya lo había notado en el barco, ahora que la cubría tan solo una toalla podía ver perfectamente cómo sobresalían sus clavículas, lo delgados que tenía los brazos y las cicatrices que cubrían parte de su espalda; no obstante, lo que más lo impresionaba de esa mujer era la fuerza de voluntad y determinación que se reflejaba en sus ojos.

Durante un momento se quedaron en silencio mirando a su alrededor, apenas había cinco personas más en la gran sala de las piscinas, a parte de un par de empleados que recorrían la sala charlando en voz baja para no molestar. Cedric empezaba a creer que los hombres de los Ponzoña no habían acudido a la cita cuando un hombre se les acercó. Cedric lo reconoció de inmediato a pesar de la cicatriz que le cruzaba el rostro, era Cara de Rata.

—Bien, bien, sois puntuales —les dijo frotándose las manos.

—¿Dónde está Arienne? —preguntó Cedric apretando los puños.

Antes de contestarle, Cara de Rata se tocó levemente la cicatriz. Parecía un arañazo, seguramente obra de Arienne.

—Tranquilo, Cedric, tu amiguita está bien, la hemos tratado con mucho cuidado. Es una mercancía muy valiosa y no queremos estropearla. —La ira empezó a crecer dentro de Cedric, que deseaba romperle otra vez la nariz a ese mal nacido—. Por favor, seguidme —continuó Cara de Rata—, Balard os está esperando.

Los guio hasta una de las grandes puertas de madera que conducían al jardín interior del edificio. Los baños de Meridiem eran un lugar de higiene y relajación, a parte de las grandes piscinas de baño también se había construido un enorme jardín interior que daba al edifico una estructura en forma de «O». Allí, los ciudadanos podían pasear entre los setos, las fuentes y los árboles para distraerse de la opresiva atmósfera de la ciudad. El jardín, al igual que el baño, estaba dividido en dos partes, en este caso por una delicada pared, llamada el Muro de los Suspiros. Esta pared estaba llena de grandes aberturas parecidas a las celdas de un panal de abeja y medía unas dos varas de alto. La rodeaban unos cuidados y frondosos setos, que junto con las aberturas ayudaban a disimular su presencia, manteniendo la sensación de estar en un espacio abierto. En ocasiones, los amantes de diferente clase social se acercaban a esa pared para susurrarse palabras de amor, dejar poemas en los huecos o espiarse mientras paseaban por el otro lado, por eso se lo llamaba Muro de los Suspiros.

En el centro del jardín el Muro se veía interrumpido por una enorme fuente circular con numerosos surtidores de agua con forma de cabeza de pez. En el centro, sobre una roca, la estatua de una sirena descansaba tranquilamente sonriendo a los visitantes. Esa fuente siempre le recordaba al mural pintado en el local de Piedrafría. La fuente también era un lugar donde los enamorados quedaban para insinuarse y flirtear, situándose en lados opuestos de la misma, jugando con las miradas y enseñando un poco más de carne para inflamar el deseo del otro. Este era uno de los motivos por los que los jóvenes en edad casadera solían ir a los baños acompañados por algún familiar que los vigilara, así sus padres se aseguraban de que no incurrieran en alguna conducta indecorosa.

Cara de Rata los llevó hasta el extremo norte del jardín, allí abrió una pequeña portezuela de madera que usaban los empleados para cruzar de un lado al otro y les dijo que esperasen. El jardín estaba casi desierto, los últimos rayos de sol estaban desapareciendo y la penumbra caía rápidamente oscureciendo aquel bucólico lugar. Ya faltaba poco para que el edificio cerrara, así que el intercambio se produciría pronto.

Poco después de que Cara de Rata desapareciera por la puerta, llegó uno de los empleados empujando un pequeño carrito cargado de toallas usadas. Era un gnomo, aunque estaba bastante en forma para ser un gnomo. Nadie habría reparado en él, de hecho, nadie lo hizo. El único que no pudo evitar cruzar la mirada con él fue Cedric, Rad le devolvió la mirada y después hizo un leve asentimiento antes de desaparecer por donde había venido dejando olvidado el carrito. Lo suficientemente lejos de ellos como para que nadie sospechara y lo suficientemente cerca como para servirles de ayuda.

Habían pasado toda la tarde en la forja con Rad. Después de presentarle a Calaon y de que este le ofreciera una buena cantidad de monedas, el gnomo los había ayudado a preparar todo lo que necesitarían, incluso se había mostrado de lo más interesado en algunas de las peticiones de Calaon, por más extrañas que parecieran.

Unos minutos más tarde, vieron aparecer de nuevo a Cara de Rata al otro lado del Muro de los Suspiros, lo acompañaban Servio el Cuchilla, Arienne y Balard de Ponzoña, todos iban vestidos con toallas y sin ninguna arma visible.

Ambos grupos estaban a unos pocos pies del Muro, un par de varas de piedra y unos setos eran lo único que los separaba. Durante un instante se analizaron, sopesando los respectivos puntos fuertes y débiles antes del duelo. Servio llevaba un ojo morado y por la forma en que miraba a Arienne seguramente era ella quien se lo había puesto así.

—¿Arienne, estás bien? —Cedric fue el primero en romper el silencio.

—Todo lo bien que se puede estar rodeada de estos cabrones.

El Cuchilla le tiró del brazo para hacerla callar, ella intentó soltarse, pero fue inútil, en ese momento Cedric vio que llevaba grilletes en las manos.

—Hemos cuidado bien de tu amiguita —intervino Balard—, ¿habéis traído el legado?

Zoyla sacó el libro y lo sostuvo en alto para que lo viera, el mercenario sonrió satisfecho.

—Muy bien —prosiguió Balard—, lleva el libro hasta la puerta, Augusto llevará a la chica hasta allí y haremos el intercambio.

Cara de Rata sonrió satisfecho antes de coger a Arienne por la cadena de los grilletes y empezar a andar hacia la puerta, Zoyla hizo lo mismo llevando el libro en las manos.

Mientras, Cedric y Lucía retrocedieron disimuladamente acercándose un poco al carrito que había dejado Rad. La tensión se palpaba en el ambiente, ellos tenían su baza preparada, ahora solo faltaba descubrir la de Balard. Los Ponzoña no se andaban con tonterías con sus enemigos y el mercenario, como su mano derecha, era capaz de provocar auténticas carnicerías con tal de que sus amos consiguieran lo que querían.

Zoyla se dirigió lentamente hacia la puerta, al mismo paso que lo hacían Cara de Rata y Arienne. No quedaba nadie en los jardines y la luz crepuscular apenas iluminaba llenando de sombras el recinto. Cuando llegaron a la puerta de madera la mujer pelirroja le entregó el libro a Cara de Rata y este le dio la cadena de los grilletes de Arienne. Hicieron el intercambio sin ningún percance, aún no era el momento —eso también era parte del plan, Calaon quería saber antes para qué querían el legado—. Mientras Zoyla y Arienne volvían con ellos, Calaon empezó su interrogatorio.

—¿Por qué quieres el legado, Balard? —preguntó el errante—. Tus amos y tú conocéis bien los secretos de la magia y sus energías, no hay nada escrito en el libro que desconozcáis. Nosotros solo queríamos mantener el legado alejado de los que desconocían esos secretos, para que no hubiera más practicantes de la hechicería que se pudieran convertir en magos de sangre sin nuestra supervisión —mintió.

—¡Ja! ¿De verdad ni siquiera sabes lo que tenías entre las manos? Este libro es mucho más que un libro para aprendices —contestó Balard—, ha estado en contacto con las energías mágicas durante cientos de años, sus páginas crepitan con el poder de los elementos. Vuestro legado emana tanta energía que su mero contacto podría desestabilizar el equilibrio de los monolitos.

—La grieta... — susurró Calaon.

Cara de Rata llegó al lado de Balard y le entregó el libro casi con reverencia, este lo sostuvo un momento acariciando su cubierta antes de proseguir.

—Veo que empiezas a comprender, vuestro libro nos servirá para romper el monolito que hay en lo más profundo de la colina y empezar una nueva era de oscuridad. —prosiguió Balard—. Los Ponzoña han hecho un excelente trabajo traficando con la raíz del sueño, han creado un auténtico ejército de adictos. Seres sin voluntad, poco más que cascarones vacíos que podrán ser ocupados fácilmente por los míos.

Calaon le hizo una señal a Cedric, ya sabía todo lo que necesitaba; antes de que este pudiera actuar, Balard alzó un brazo con el puño cerrado y un gran grupo de guardias armados con ballestas apareció en el tejado de los baños apuntándolos con sus armas, listos para disparar. Al mismo tiempo, una veintena de hombres entraron en el jardín desde la entrada del baño Juliano, todos portaban los colores y el escudo de Meridiem en el uniforme. Los Ponzoña habían llamado a todos los guardias que tenían en nómina para tenderles esa emboscada como habían hecho años atrás para atrapar a Alastar el Manco.

—Lo siento, pero no puedo dejaros marchar —les dijo Balard con una amplia sonrisa en los labios.

Al terminar la frase bajó el brazo y decenas de virotes de ballesta salieron volando en su dirección. Habrían acabado con ellos de una sola andanada si Calaon no hubiera sido rápido, ya que con un hábil movimiento creó un fuerte vendaval que frenó muchos de los virotes e hizo que el resto se desviaran sin llegar a impactar en su objetivo y acabaran sembrando el césped del jardín con pequeñas estacas de madera.

Zoyla, por su parte, intentó ir a por Balard, pero este hizo que los arbustos que había en el muro de piedra estallaran en llamas creando un muro de fuego que ardía con una violencia increíble, casi duplicando la altura de la tapia. La mujer pelirroja intentó hacer que el fuego remitiera extinguiéndolo con sus poderes, incluso golpeó la barrera con potentes ráfagas de viento, pero por mucho empeño que le pusiera las llamas no cedían. Tanto Cedric como Tangart y Lucía tardaron un momento en reaccionar ante los prodigios de los hechiceros. Pero antes de que los ballesteros recargaran y los guardias del patio los alcanzaran se abalanzaron sobre el carrito. Lucía fue la primera en llegar, tiró al suelo las toallas revelando un doble fondo, metió la mano dentro y sacó dos espadas que pasó rápidamente a Tangart y dos pistolas que entregó a Cedric.

Cedric se dio la vuelta al instante descargando una andanada contra los guardias que ya estaban a poca distancia de ellos mientras le gritaba a Calaon y a Zoyla que se llevaran a Arienne. Lucía sacó dos pequeños botes de madera, no más grandes que una jarra de cerveza, prendió una pequeña mecha y los lanzó hacia el tejado. Cuando los artefactos estallaron esparcieron rápidamente una densa nube de humo que cubrió por completo a los ballesteros, cegándolos para cubrir la retirada. El invento de Rad, como siempre, había funcionado perfectamente. Acto seguido, la muchacha se unió a Tangart y a Cedric, que intentaban contener a los guardias.

El jardín se había convertido en un auténtico campo de batalla, virotes de ballesta volaban por doquier a través de la humareda, errando el tiro en la mayoría de los casos o hiriendo a algún desafortunado guardia. El muro de fuego que había creado Balard estaba fuera de control y algunos de los arboles cercanos y parte del edificio de los baños estaban empezando a arder. Zoyla seguía intentando penetrar en él sin ningún resultado, ni siquiera con la ayuda de Calaon, que ahora se había sumado a sus esfuerzos.

—¡Calaon, Zoyla! ¡Vámonos! —les gritó Cedric una vez más. —Cada vez había más guardias en los jardines, si no se marchaban pronto morirían allí.

—No sé qué estás haciendo —intervino Arienne dirigiéndose a la pelirroja—, pero si no nos vamos ya, no saldremos de esta.

Zoyla no atendía a razones, pero lo cierto era que pronto estarían completamente rodeados y con el muro de fuego a sus espaldas.

—Zoyla, tienen razón —dijo Calaon por fin, desistiendo.

—No, es mi responsabilidad —replicó Zoyla, llena de ira—, soy la guardiana del legado, no puedo dejar que se lo lleve.

—Lo recuperaremos —prometió Calaon cogiéndola del brazo—, pero ahora tenemos que irnos.

Zoyla apretó las mandíbulas y aceptó a regañadientes; por fin, los guardias del patio los estaban rodeando y la humareda que los protegía de los ballesteros estaba empezando a disiparse, pronto una lluvia de saetas caería de nuevo sobre ellos.

Arienne, Calaon y Zoyla se alejaron del fuego uniéndose de nuevo a sus compañeros, los errantes empezaron a derribar a los ballesteros del tejado con potentes ráfagas de viento y a desviar algunos de sus proyectiles. Mientras los hechiceros los cubrían, el resto empezó a abrirse paso entre los guardias hacia las alcantarillas. Tangart, armado con las dos espadas, se había convertido en un torbellino que golpeaba a diestro y siniestro, eliminando a cualquier guardia que se interpusiera entre ellos y la salida.

Segundos antes de llegar a ella, Rad les abrió la portezuela de la cloaca desde dentro, salió armado con un trabuco y los hizo pasar, disparó una andanada a los guardias para cubrir su retirada y desapareció por el mismo sitio. Una vez dentro, se aseguró de atrancar bien la portezuela y sacó una linterna de aceite antes de seguir. Linterna en mano, el musculoso gnomo los guio por el laberinto de túneles hasta que llegaron a un lugar seguro donde había guardado su ropa dentro de unos toneles de madera.

Antes de vestirse, Cedric liberó de sus grilletes a Arienne. En cuanto estuvo libre, la norteña le rodeó el cuello y lo besó con pasión.

—Gracias, creía que no saldríamos de allí —dijo sin soltarlo.

—Yo tampoco, pero nunca te habría dejado —respondió él antes de volver a besarla.

—Dejadlo ya, tortolitos —los interrumpió Calaon—, esto todavía no ha terminado.

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