Remontando el Arn


A Cedric no le costó despertarse esa mañana, pero le fue realmente difícil marcharse de casa. Arienne seguía durmiendo a su lado, habría podido pasar horas contemplándola. Dormía plácidamente y su melena rizada le cubría parcialmente el rostro, le pareció lo más bonito que había visto en su vida. Estuvo tentado de besarla, pero no quería despertarla. Además, tenía trabajo que hacer y aunque la despertara no podría quedarse. Se levantó sigilosamente, se vistió y cogió sus cosas. Tampoco podía largarse sin más, así que le escribió una nota y la dejó sobre la pequeña mesa de madera que había en el camarote de su casa flotante, junto a ella dejó la llave de su casa. En el papel solo se despidió y le pidió que cerrara y cuidara su casa. Si bien es cierto que estuvo tentado de confesarle sus sentimientos por escrito, decidió que sería mejor hacerlo cara a cara. Cuando regresara a Meridiem hablaría con ella y le diría de una vez por todas lo que sentía, para bien o para mal tenía que aclarar las cosas entre los dos.

Al salir a la calle vio que el cielo empezaba a clarear un poco, aunque algunas nubes de tormenta seguían arremolinándose alrededor de la ciudad. Parecía que la lluvia se resistía a caer, sin duda esperaba el momento más inoportuno para hacerlo. Se dirigió a toda prisa al distrito del puerto. Para llegar tuvo que dar un amplio rodeo, la marea nocturna aún no se había retirado y a esas horas todavía no había ningún barquero que pudiera llevarlo a su destino. Por suerte, el puerto quedaba cerca de su casa.

Antes de llegar pasó ante una hilera de almacenes que ya empezaban a presentar signos de actividad. Los estibadores preparaban las cuerdas y carretillas para descargar uno de los barcos mercantes que había atracado durante la noche. Siguió andando hasta el final de la calle, donde el adoquinado daba paso a los tablones de madera del muelle. La mayoría estaban medio podridos y abotargados por la humedad, aun así se habían construido varios edificios sobre ellos. Casi todos eran almacenes, pero entre ellos también había algunos burdeles y tabernas, entre los que se encontraba la destartalada taberna El Grumete.

Las escandalosas gaviotas revoloteaban y se peleaban por los restos de basura que se amontonaban alrededor de la taberna, donde un par de marineros borrachos aún dormían abrazados a sus botellas de ron. Seguramente habían salido demasiado ebrios del local como para llegar a casa. Frente a ellos, amarrado en el muelle, estaba el pequeño barco de Octavio y él mismo preparando los aparejos para zarpar. Libélula era un pequeño barco de poco calado, ideal para cruzar las zonas pantanosas que rodeaban el Arn. Su casco era muy ligero y su vela delita hacía que pudiera navegar a gran velocidad a contraviento en caso de que fuera necesario. Era el tipo de bote perfecto para un contrabandista.

Cuando llegó a la embarcación vio que Calaon y Lucía ya habían subido a bordo y estaban terminando de atar una larga canoa junto al bote. Esa canoa era una parte esencial del plan, los ayudaría a acercarse al mercante traso de noche y, con un poco de suerte, se colarían en él sin que los viera la tripulación ni los mercenarios que iban a bordo. Poco después, llegó Tangart. Iba ataviado con un justillo de cuero rígido reforzado con pequeñas placas de metal, también llevaba una rodela y una espada de hoja ancha de doble filo atadas a su espalda. Iba muy bien pertrechado, comparado con el resto del grupo parecía que estaba preparado para ir a la guerra. Eso hizo sospechar a Cedric, Calaon y él habían intercambiado unas palabras el día antes que no había podido entender, quizás su enigmático patrón le había dicho algo que él desconocía.

Cuando el minotauro subió a la embarcación saludó a todos, pero apenas dirigió una leve inclinación de cabeza a Cedric. Acto seguido, Octavio desplegó la vela y los condujo lejos de la ciudad en dirección norte, remontando el Arn. Cedric se quedó mirando fijamente hacia Meridiem mientras se marchaban. Desde el pequeño bote la colina parecía aún más grande. A medida que se alejaron, la enorme extensión de vegetación que la rodeaba y la inmensidad del gran Arn la hicieron empequeñecer. Allí, al sur de los Grandes Lagos, cerca del Delta del Arn, la naturaleza aún era indómita y la ciudad no era más que uno de los pequeños oasis de «civilización» que salpicaban la región de los pantanos.

—Calculo que tenemos medio día de ventaja, más o menos —escuchó que decía Octavio a los demás—, así que si vamos navegando a buen ritmo llegaremos al meandro de los Náufragos con tiempo suficiente para tender la emboscada.

—Igualmente tendremos que estar atentos a cualquier bandera trasa que veamos —intervino Cedric uniéndose a la conversación—, esos malditos trasos son muy buenos navegantes; aunque sus barcos son lentos y pesados para navegar por los pantanos, en mar abierto y con el viento a favor se mueven a la velocidad del rayo, no me sorprendería que hubieran llegado al delta antes de lo previsto.

—En eso tienes toda la razón, tendréis que ir turnándoos para vigilar desde cubierta a los barcos que remontan el Arn —secundó Octavio.

—De acuerdo, yo haré el primer turno —se ofreció Cedric. —Octavio le acercó un catalejo y Cedric se colocó en la popa de la embarcación oteando el horizonte—.

A medida que avanzaba la mañana empezó a levantarse una espesa niebla, por lo que tuvieron que navegar un poco más despacio. Octavio no paraba de maldecir entre dientes mientras hacía sonar una pequeña campana para avisar a los demás barcos de su posición. Por suerte no se cruzaron con demasiadas embarcaciones, pero los demás estaban atentos a cualquier sonido o sombra procedente de la espesa bruma que los rodeaba.

Tras un rato vigilando con el catalejo Cedric dejó su cometido, era inútil seguir intentando ver algo con esa niebla, por lo que se dedicó a ayudar a Octavio con los aparejos del barco. A pesar de que Libélula se podía pilotar fácilmente con un solo tripulante, siempre era de agradecer un poco de ayuda y Cedric se manejaba bastante bien en un barco, había aprendido a navegar durante el tiempo que pasó de pequeño en la barcaza de un contrabandista. Fue una época dura, por un lado, gozaba de más libertad que en el orfanato, por el otro, ese tipejo lo molía a palos en cuanto cometía un error. Aunque al final se deshizo de él, Cedric siempre terminaba acordándose de ese bastardo cuando estaba en un barco.

De repente, una bandada de dracos voladores lo apartó de sus recuerdos, se llamaban unos a otros mientras cruzaban volando el Arn; uno de ellos, un poco desorientado, aterrizó en cubierta. Sus escamas tenían infinidad de colores y matices, era sin duda un draco arcoíris, una de las muchas especies de dracos voladores que poblaban los pantanos. Estas criaturas eran totalmente inofensivas para el hombre, únicamente se alimentaban de fruta y pequeños insectos. Los ejemplares adultos normalmente alcanzaban el tamaño de un perro grande, pero ese no era más grande que una paloma, así que seguramente sería una cría que se había separado demasiado de la bandada. El draco miró a Cedric con curiosidad, después lanzó un par de grititos agudos parecidos a los de un pájaro y se puso a saltar por cubierta extendiendo sus patas delanteras, que eran parecidas a las alas de un murciélago, aunque en la parte superior tenían unas pequeñas garras afiladas que usaban para agarrarse a las ramas de los árboles. El pequeño draco siguió gritando hasta que escuchó los gorjeos de su bandada alejándose, entonces saltó por la borda del barco desplegando las alas y se alejó volando. El viaje había empezado bien, ver un draco arcoíris daba buena suerte y necesitarían bastante para el trabajo que tenían que hacer.

Hasta bien entrado el mediodía no empezó a dispersarse un poco la niebla, si bien aún quedaban girones dispersos aquí y allá, ahora la visibilidad había mejorado mucho. Cedric volvió a su puesto de vigía. Al cabo de un buen rato cedió su turno a Calaon y se tomó un descanso para comer algo, fue a sentarse junto a Lucía y Tangart, que ya estaban terminando su ración, pero el minotauro torció el gesto al ver que se acercaba y antes de que se sentara junto a ellos se levantó y se fue a la popa del bote dándole la espalda.

Lucía, que hasta el momento parecía concentrada en pelar una naranja, empezó a hablar cuando el minotauro estuvo bien lejos.

—Alguien me dijo una vez que a la hora de hacer negocios hay que dejar los sentimientos a un lado.

Cedric recordaba muy bien esas palabras, Piedrafría se las había dicho a él muchos años atrás y él se las había repetido a Lucía la primera vez que trabajaron juntos.

—¿A qué te refieres? —preguntó haciéndose el loco.

—Esa pelea que tenéis Tangart y tú, no me gustaría que estropeara nuestro trabajo —respondió la chica.

—No te preocupes, por mi parte no hay ningún rencor.

—¿Y por la suya? —Cedric miró detenidamente a Tangart antes de contestar—.

—Los minotauros son muy temperamentales, pero si me quisiera muerto hace tiempo que me habrían encontrado tirado en algún callejón con las tripas fuera.

—Espero que no te equivoques, no quisiera que en medio del trabajo os dedicarais a apuñalaros el uno al otro. —Dicho esto, se levantó para llevarle un poco de comida a Octavio.

Las palabras de Lucía calaron hondo en Cedric, seguramente si hubiera ido a contratar al minotauro él solo la cosa no hubiera terminado tan bien. No sabía que le guardara tanto rencor, pero era consciente de que cuando se encontraron el día anterior si no hubiese sido por la intervención de Calaon no habría acabado bien la cosa. Sopesó detenidamente sus opciones y después de comer un poco fue a hablar con su misterioso jefe, era el momento de conseguir unas cuantas respuestas y él parecía ser el único que se las podía dar.

Calaon parecía absorto oteando el horizonte con el catalejo hasta que Cedric llegó a su lado, entonces se volvió hacia él.

—Tengo un par de preguntas que hacerte.

—Adelante —concedió. —Cedric se sentó a su lado antes de empezar—.

—Es sobre la conversación que tuviste con Tangart, ¿qué le dijiste para convencerle?

—Le hice ver lo beneficioso que sería para él que se uniera a nosotros.

—Ya, claro —Cedric no se creía una sola palabra—, ¿y ese medallón que le enseñaste? Ahora me dirás que es solo una baratija. Vamos, Calaon, estamos juntos en esto, si tenemos algún problema por algo que no nos has contado y el trabajo no sale bien podemos perder la vida y lo que estás buscando.

—Está bien —concedió finalmente—, ¿qué es lo que quieres saber realmente?

—Ya te lo he dicho, ¿qué le dijiste a Tangart el otro día?

—No te lo puedo contar todo, solo te puedo decir que apelé a un antiguo juramento de los minotauros y Tangart lo cumplirá, aunque sea a regañadientes.

—Y ese juramento tenía que ver con el medallón.

—Exacto, pero no te puedo decir más sobre ello.

Cedric sabía que los minotauros eran muy supersticiosos y seguían un estricto código de honor, si daban su palabra la cumplirían, aunque les costara la vida. A pesar de ello, le costaba creer que Tangart estuviera atado por ese antiguo juramento que mencionaba Calaon, pero lo dejó pasar.

—Bien, si no me puedes decir más sobre ese tema, de acuerdo, pero quiero estar seguro de que Tangart no nos traicionará.

—Querrás decir si no te traicionará —corrigió el otro con una media sonrisa en los labios.

—Sí, de acuerdo, ¿me puedo fiar de él?

—Fuiste tú el que insistió en contratarle, ¿ahora tienes dudas?

—Es el más apto para el trabajo, sin duda. Pero no creía que me guardara tanto rencor, no te equivoques, sabía que las cosas entre nosotros no estaban bien, pero después del otro día tengo dudas sobre él.

—No sé lo que pasa por la cabeza de nuestro amigo, pero te diré una cosa que he aprendido sobre los minotauros durante este tiempo: son orgullosos y cabezotas hasta extremos inimaginables y convierten cualquier cosa en una cuestión de honor. Pero precisamente es ese honor lo que los hace tan fiables, si dan su palabra la cumplirán sean cuales sean las consecuencias y no te traicionarán nunca, así que no creo que nuestro amigo te apuñale por la espalda, si quisiera matarte iría a por ti directamente.

Cedric se quedó pensativo durante un rato, no había sacado demasiado en claro, Calaon solo le había confirmado lo que él ya suponía sobre Tangart y seguía mostrándose reservado sobre su conversación con él. No le convencía en absoluto la historia que le había contado, pero tendría que dejarlo pasar, a fin de cuentas, pagaba una buena cantidad de monedas.

Pasado un rato, empezó a escuchar el lejano sonido de un violín, aunque no podía alcanzar a ver bien las orillas del río estaba seguro de que provenía de La Cueva del Draco, una posada que era el refugio favorito de muchos cazadores y viajeros. La taberna se había construido a varias leguas de Meridiem en una de las orillas del río que discurría cerca del viejo camino imperial, así que tanto los viajeros que recorrían el Arn como los que atravesaban los pantanos por tierra podían hacer un alto en su viaje en ese lugar antes de llegar a la gran ciudad. Escudriñó la orilla hasta que vio el humo que salía de la chimenea del abombado techo de la posada. Habían usado la gigantesca concha de uno de los dracos tortuga que habitaban el pantano para construir el edificio, eso le daba un aspecto redondeado e irregular, sin duda era un gran reclamo para los cazadores de dracos de la zona, que se acercaban al local a tomar algún trago, presumir de sus capturas o contar viejas historias de aquellas monstruosas bestias y los afamados cazadores que las perseguían. La Cueva del Draco estaba cerca del meandro de los Náufragos, en unas horas llegarían al lugar de la emboscada.

Un momento después, Calaon divisó un barco traso, Cedric le pidió el catalejo y observó, los jirones de niebla lo ocultaban parcialmente, pero la bandera trasa ondeaba inconfundiblemente en el castillo del palo mayor. No era un barco demasiado grande, aunque en comparación con el bote en que iban ellos parecía enorme, siguió observando y llegó a contar seis cañones en cubierta que reducirían a astillas fácilmente al barco de Octavio; al salir del banco de niebla que lo envolvía pudo ver en el mascarón de proa una figura de mujer muy desgastada y pintada de color azul oscuro. En el costado del barco había algo escrito en traso. A Cedric le costó un poco descifrarlo, sabía hablar un poco el idioma, pero su escritura no utilizaba letras sino pictogramas y resultaba difícil entenderlos, aun así, le pareció que ponía «Dama azul», confirmando que aquel era su objetivo.

De repente, un trueno lo obligó a apartar la vista del barco para mirar al cielo, parecía que por fin empezaría a llover, quizá esa vez la lluvia fuera de lo más oportuna.

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