Malas decisiones
Uno de los muchos túneles que salían de la caverna conducía a una serie de pequeñas cuevas donde los luchadores que se enfrentarían más tarde en el Foso se preparaban para el combate. La entrada estaba vigilada, pero Cedric le dio unas pocas monedas de hierro al matón que impedía que los curiosos entraran a husmear y pasó con sus compañeros.
El lugar a donde llegaron era una pequeña sala excavada en la piedra y apenas iluminada por unas pocas velas. Allí, un grupo de hombres pululaba preparando los pertrechos para el siguiente combate. Si en el Foso reinaba el ambiente propio de una taberna, ese sitio era totalmente diferente. Reinaban el silencio y la calma propios de una cárcel la víspera de una ejecución. Solo se escuchaba el tintineo de las armaduras y de la piedra de afilar reparando las espadas melladas. De repente, un pequeño carro de dos ruedas tirado por dos individuos irrumpió en la estancia desde uno de los túneles que conducían al Foso, en él yacían los cuerpos sin vida de los rivales de Tangart. Los dos hombres no se inmutaron al ver al grupo de extraños y llevaron el carro al fondo de la sala, donde empezaron a tirar los cadáveres por un agujero del suelo. Cedric pidió a sus acompañantes que lo siguieran y los condujo por una de las salidas que comunicaba con las cuevas de los luchadores. Escucharon un rugido proveniente de la cueva más cercana, sin duda allí encontrarían al minotauro, Cedric siguió el ruido.
El campeón estaba sentado sobre un banco de piedra mientras un anciano vestido con una túnica terminaba de vendarle la herida del costado. La estancia apestaba a sudor y sangre, no cabía duda de que se hallaban en la enfermería donde atendían a los supervivientes de los combates.
—¿Es que quieres terminar el trabajo que han empezado esos tres, viejo? —protestó el minotauro.
—Deja de quejarte, creía que los minotauros aguantabais más que nosotros —intervino Cedric.
Tangart se giró de inmediato al escuchar su voz y se levantó resoplando por la nariz con gesto amenazante.
—¿Qué haces aquí?
—Necesito tu ayuda para un trabajo, queremos contratarte —añadió mientras el resto del grupo entraba en la cueva.
—Tienes muchos huevos al presentarte aquí. Después de lo que pasó la última vez no pienso participar en nada que organices tú, ¡lárgate antes de que te aplaste la cabeza! —le gritó Tangart.
El viejo que atendía al minotauro salió discretamente de la estancia al ver que se caldeaban los ánimos y Calaon intervino para ayudar a Cedric antes de que el minotauro cumpliera su amenaza.
—No trabajarás para Cedric, yo seré tu jefe y pienso pagarte bien. —Sacó una de las relucientes monedas de oro para enseñársela a Tangart—. Te pagaré seis como esta al completar el trabajo.
—Quédate con tu oro, aquí gano más que suficiente.
—Vamos, hoy te has jugado la vida contra tres hombres, ¿cuántos combates como este crees que aguantarás antes de perder la vida en el foso? —argumentó Cedric; dejó que la pregunta flotara en el aire hasta que vio que el otro empezaba a dudar—. Este trabajo será coser y cantar en comparación.
—La última vez que el trabajo era coser y cantar pasamos un día en los calabozos de la familia Mercurio, tuvimos suerte de salir con vida de esa.
Cedric sabía que tarde o temprano saldría el tema, en su último golpe juntos habían intentado robar en el enorme edificio de la familia Mercurio. Toda la ciudad conocía la fama de hechiceros que la familia tenía y que su casa estaba llena de tesoros y de trampas para eliminar o atrapar a los ladrones suficientemente estúpidos como para intentar robarles.
—La trampa en la que caímos no estaba en los planos que me dieron, además, si salimos del calabozo fue gracias a mí, tú te derrumbaste en esa celda. —En cuanto terminó la frase se arrepintió de haberla pronunciado, había acabado con las pocas esperanzas que tenía de negociar con él—.
—¡Basta! Márchate o saldrás de aquí con los pies por delante.
El minotauro bramó y avanzó hacia él resoplando por la nariz de nuevo, irguiéndose en toda su altura. Cedric instintivamente puso sus manos sobre la empuñadura de sus pistolas, no quería hacerle daño a Tangart, pero si lo atacaba no dudaría en disparar.
En ese mismo instante Calaon se interpuso entre los dos y habló al minotauro en un extraño idioma, lo que hizo que este detuviera su avance. Acto seguido, el hombre se puso las manos alrededor del cuello y sacó un medallón de debajo de su camisa para mostrárselo. A Cedric le pareció que el idioma en que hablaba su compañero era delita antiguo, un idioma que se estaba perdiendo. Eran pocos los que lo conocían, apenas un puñado de eruditos en todo Rean, pero los minotauros usaban una variante muy parecida de esa lengua. El campeón parecía sorprendido tanto por lo que le decía Calaon como por el medallón que llevaba. Intercambiaron unas pocas palabras, después se acercó para examinar el colgante y asintió con solemnidad antes de dirigirse al resto del grupo.
—De acuerdo, os acompañaré. —Su cambio de actitud desconcertó a todos, el único que habló fue Calaon—.
—¿Cuándo tendrás listo tu barco, Octavio?
—A primera hora de la mañana —respondió este con un leve tartamudeo—, está fondeado frente a una taberna que se llama El Grumete, en el distrito del puerto.
—Perfecto, os espero a todos allí mañana a primera hora, ahora marchémonos y dejemos a Tangart descansar.
Todos asintieron y se fueron sin rechistar, el único que titubeó un poco antes de irse fue Cedric, que echó un último vistazo al minotauro. Este se había sentado de nuevo sobre el banco de piedra, cabizbajo, un tanto triste. Cedric fue a decir algo, pero Calaon le instó a que se fuera con el resto del grupo.
De nuevo en el Foso, se despidieron hasta el día siguiente, Octavio y Lucía se quedaron un rato más allí, Calaon regresó a la Ciudad Vieja por el mismo túnel por donde habían entrado y Cedric se fue hacia su casa por otro camino, que en su tramo final conectaba con las alcantarillas que desembocaban en la Ciudad Flotante.
Al salir de las alcantarillas se dio cuenta de que no era tan tarde como creía. Aún había bastante luz, a pesar de las nubes de tormenta que amenazaban con descargar un aguacero sobre la ciudad. Lo peor ya había pasado, pensó, aunque le intrigaba la breve conversación que Calaon había tenido con Tangart y lo dócil que se había mostrado este después de que le enseñara el medallón que llevaba al cuello. Cada vez le parecía más misterioso su nuevo jefe y, en lo más profundo, su instinto le decía que se estaba poniendo en grave peligro al ayudarle, no solo por lo arriesgado que pudiera ser su trabajo, sino por esa sensación constante de que le estaba ocultando algo que podía ser vital para su supervivencia. Se dirigió hacia su casa para descansar e irse a dormir temprano, pero no había comido casi nada durante el día y se sentía hambriento, así que lo pensó mejor y se fue hacia la barcaza de Atia para comer un buen plato caliente. Seguramente sería el último que tomaría en un par de días, ya que para emboscar y asaltar al mercante traso estarían varios días en los pantanos.
Cuando llegó al lado del barco de la señora Atia empezaba a ponerse el sol y su luz rojiza contrastaba con las oscuras nubes que planeaban sobre Meridiem. El barquero que lo acercó hasta allí le preguntó si quería que lo esperase para volver con él, pero Cedric vio que amarradas a un lado del bote había un par de barcas de remos, una de ellas era la de Elio, el marido de Atia, y este siempre lo acercaba de vuelta a su casa si se quedaba hasta tarde. Viendo que no tendría problemas para volver, le dio unas monedas de cobre al barquero y le dijo que no lo necesitaría más.
Subió por una de las escalas de cuerda que colgaban de uno de los laterales del barco. Cuando asomó la cabeza se sorprendió por la escena que lo esperaba. Atia y su marido estaban sentados en las sillas del comedor, Elio abrazaba con fuerza a su esposa mientras ella no paraba de llorar. A unos pasos de ellos, un hombre —no demasiado alto, pero sí bastante corpulento— retenía a la chica que servía las mesas a punta de espada. Cedric intentó esconderse antes de que lo viera, pero el hombre posó sobre él su turbia mirada y le dijo:
—Por favor, únete a nosotros, no seas tímido, esto solo es una pequeña reunión familiar.
Por su forma de hablar arrastrando torpemente algunas letras, el hombre estaba claramente borracho, aunque lo que llamó la atención de Cedric fue que llevaba el uniforme de la militia de Meridiem, un uniforme gastado y andrajoso, pero aun así era de la guardia de la ciudad.
—Vamos, sube a cubierta —insistió el guardia acercando el filo de la espada al cuello de la muchacha morena—, no me hagas perder la paciencia, me pongo muy nervioso si me enfado.
La chica estaba temblando y sollozaba en silencio mientras las lágrimas le resbalaban por las mejillas, la habían pegado, tenía el labio partido y la sangre manchaba su barbilla.
—Está bien, ya subo, no te pongas nervioso, vamos a mantener la calma.
—¡Tú a callar! —gritó el hombre—, aquí se hará lo que yo diga y punto, tira esas pistolas y la espada si no quieres que me cargue a esta puta y a sus padres.
Cedric obedeció y se despojó de sus armas poco a poco. Atia empezó a suplicar por la vida de su hija, pero Elio la estrechó fuerte contra él y le susurró algo para que se callara. Después miro al hombre con una rabia y un odio que sorprendieron a Cedric, estaba seguro de que si hubiera podido el anciano lo habría despedazado con sus propias manos.
—Bien, y tú ¿quién se supone que eres?
—Me llamo Cedric.
—No serás el amante de esta puta, ¿verdad? —dijo el guardia al tiempo que cogía por el pelo a la chica y apoyaba el filo de la espada en su cuello provocándole una pequeña herida—. ¿Es tu amante, cariño?, ¿me dejaste por él?
—No nos conocemos —intervino Cedric rápidamente mientras la chica se debatía inútilmente—, yo solo venía a cenar algo.
—Pues la cocina está cerrada, Cedric —rio el guardia con una estúpida mueca en sus labios—, he venido a recuperar a mi mujer y no me iré de aquí sin ella. Pero antes me llevaré por delante al hijo de puta por el que me abandonó. —El guardia agarró con más fuerza a su esposa provocando que soltara un grito y arqueara la espalda hacia atrás—. Y, no sé por qué, pero me da en la nariz que tú eres su amante —insistió el borracho avanzando hacia Cedric mientras arrastraba a la chica—. Sí, tú a mí no me engañas, eres el cabrón que se folla a mi mujer.
—Te equivocas, no la conozco de nada —repitió él—, solo he venido a cenar algo.
El guardia siguió acercándose a Cedric hasta que su mujer se tropezó y cayó de bruces. Él, sin soltarla, intentó arrastrarla cogiéndola de los pelos, pero la chica le mordió la mano para zafarse. El guardia la golpeó de nuevo en la cara y le dio un puntapié haciendo que saliera despedida contra una de las mesas, rompiéndola en mil pedazos. Después, enfurecido, blandió su espada para acabar con su vida, pero Cedric ya había reaccionado y estaba sobre él forcejeando por el arma.
Cedric estaba usando toda su fuerza para intentar quitarle la espada, pero él no cedía ni un centímetro mientras seguía gritando en su delirio alcohólico que los mataría a él y a la chica. Dieron varios tumbos por cubierta, tirando mesas y platos por el suelo, intercambiando golpes y empujones sin soltar ninguno de los dos la empuñadura de la espada. Hasta que, en medio del forcejeo, el guardia le dio a Cedric un rodillazo en el estómago dejándolo sin resuello, lo que le permitió librarse de él el tiempo suficiente para ensartarlo con su arma. Antes de que pudiera hacerlo, sin embargo, ocurrió algo: el borracho dio un alarido de dolor y se dio la vuelta intentando coger algo a su espalda.
Cuando se giró, Cedric vio a la chica morena detrás del guardia, que intentaba quitarse el cuchillo con que ella lo había apuñalado; al no conseguirlo, se abalanzó sobre ella dispuesto a matarla. Cedric, reaccionó como impulsado por un resorte, cogió el cuchillo que aún tenía oculto en su bota y lo lanzó con una precisión mortal contra el cuello del guardia; este apenas se dio cuenta de lo que había pasado, se detuvo al instante y se giró hacia Cedric con la mirada perdida justo antes de desplomarse sin vida frente a ellos.
Atia y Elio, que se habían levantado de su sitio durante el forcejeo, corrieron a abrazar a su hija, la mujer estrechó a la chica contra ella mientras la besaba y le preguntaba si estaba bien. La muchacha no podía apartar los ojos del cuerpo sin vida de su marido y, a pesar de la conmoción sufrida, Cedric pudo ver en su rostro un profundo alivio, después cerró los ojos y le devolvió el abrazo a su madre. Elio abrazó a ambas y después ayudó a Cedric a levantarse mientras le daba las gracias, después miró muy serio el cadáver que yacía en medio de un charco de sangre sobre la cubierta del barco.
—Tendrás que ayudarme a deshacerme de él —le dijo.
Elio se puso manos a la obra de inmediato, se metió en la cocina y sacó un par de sacos vacíos y unas cuerdas. Con la ayuda de Cedric envolvieron el cuerpo con los sacos, lo ataron y lo subieron a la barca de Elio.
Dejaron a Atia y a la chica en el barco, aunque antes de despedirse Elio volvió a abrazar y a besar a ambas. Cuando se pusieron en marcha ya era de noche y tenían que ir con cuidado. Para intentar reducir el contrabando el Consejo de la ciudad había prohibido que cualquier ciudadano entrara o saliera de la ciudad después de la puesta de sol. Era difícil controlar el flujo de gente que salía por las noches de la Ciudad Flotante, ya que no había una gran muralla que la rodeara y las patrullas de guardias que vigilaban la ciudad eran fácilmente sobornables, pero si les cogían con un cadáver —y más siendo de un guardia— acabarían en un calabozo o peor, muertos.
Salieron en silencio, Elio envolvió las palas del remo con unas gruesas telas para amortiguar el ruido que hacían al remar. No cruzaron una sola palabra hasta que no estuvieron lejos de la ciudad, atentos a cualquier luz de antorcha que pudiera delatar una patrulla de guardias.
—Mi hija no lo engañaba —dijo de repente Elio—, no lo engañó nunca, soportaba día tras día las palizas de este cabrón borracho, hasta que se hartó. Lo abandonó y vino aquí a refugiarse, pero él la encontró.
—Nadie se merece acabar con alguien así.
—No, solo lamento no haber sido más joven para haberme librado yo mismo de él, muchas gracias, Cedric.
—El mérito ha sido de tu hija, si no le llega a clavar ese cuchillo no habría acabado tan bien para mí.
—Sí, es una luchadora —contestó Elio con una sonrisa triste en los labios—, estoy seguro de que ella misma lo habría despachado si no fuera porque la habrían ahorcado por matar a un guardia. Solo espero que a partir de ahora las cosas le vayan mejor. ¿Sabes?, no siempre le fue tan mal, al principio era un buen marido. Más tarde empezaron a cambiar las cosas, empezaron los celos y las palizas. Hasta que ya no pudo soportarlo más, recogió sus cosas y se fue.
Cedric permaneció en silencio mientras el anciano remaba, ya estaban bastante lejos para tirar el cuerpo en las aguas del pantano, pero Elio seguía adentrándose silenciosamente entre los grandes y retorcidos árboles que poblaban la zona. Al cabo de un rato, ya no pudo callar más y le preguntó:
—¿Dónde vamos?
—Ya estamos cerca, no conviene dejar tirado a nuestro «amigo» en cualquier lugar —contestó el anciano—, una crecida del Arn podría traerlo de vuelta a la ciudad y los demás guardias se pondrían hechos una furia al ver a uno de sus compañeros muerto.
Detuvo la pequeña barca de remos un momento y cogieron dos grandes rocas cerca de la orilla del agua antes de seguir.
—Esto ayudará a que el cuerpo no flote cuando lo tiremos al agua.
—Pareces saber mucho de cómo deshacerte de un muerto —bromeó Cedric. La oscura mirada de Elio hizo que la sonrisa se le helara en la cara.
—Antes me dedicaba a esto, Cedric.
—Atia me dijo que eras contrabandista —respondió él sorprendido.
—Qué querías que le dijera a mi mujer: «Querida, trabajo como matón para Alastar el Manco y me encargo de hacer desaparecer gente en los pantanos».
Escuchar el nombre de Alastar el Manco sorprendió a Cedric, ese hombre había protagonizado una de las épocas más oscuras de Meridiem. Una veintena de años atrás, Alastar era el criminal más poderoso del lugar, sus hombres y él controlaban todos los negocios ilegales que había en la Ciudad Flotante, hasta que se volvió más ambicioso e intentó asesinar a los miembros del Consejo para proclamarse señor de toda Meridiem. Su intento de asesinato fue frustrado y ese hecho desencadenó una guerra en las calles que duró cerca de tres años, hasta que los soldados de la familia Ponzoña, una de las familias nobles más antiguas de Meridiem, capturaron y ajusticiaron a Alastar. Paradójicamente, ahora la familia Ponzoña se había convertido en toda una organización criminal, controlaba la mayoría de la producción y contrabando de raíz del sueño y buena parte de los negocios que tenía antaño el Manco.
—Lo siento, Elio, pero me resulta difícil creer que trabajaras para el Manco y que aún sigas vivo, la mayoría de sus hombres murieron cuando fue capturado.
—Tú lo has dicho, la mayoría, yo no era uno de sus lugartenientes. Solo me encargaba de hacer que sus rivales se esfumaran, ahora verás cómo lo hacía.
Dicho esto, el hombre detuvo la barca en una pequeña laguna poblada de juncos. El silencio era casi total, solo se escuchaba el revoloteo de algunos insectos y el distante ruido de las bestias del pantano. Una ligera neblina se levantaba desde el agua dificultando ver dónde terminaba la orilla y dando un aspecto siniestro al lugar, como si estuvieran en un cementerio. Cedric miró al cielo, las lunas estaban ocultas tras las oscuras nubes de tormenta, como si no quisieran ver lo que estaba a punto de pasar allí, pero a él le preocupaba más que la tormenta descargara de golpe.
—Tranquilo, muchacho, no creo que llueva esta noche —dijo Elio como si le estuviera leyendo el pensamiento—; vamos, ayúdame, tenemos que quitarle la ropa. A los peces les será más fácil comérselo.
—¿De qué peces estás hablando? —preguntó Cedric, aunque en su interior sabía y temía la respuesta.
—Esta laguna esta infestada de peces devoradores. —Levantó las manos al ver que Cedric iba a protestar—. Antes de que pongas el grito en el cielo, tienes que saber que los devoradores solo son carroñeros, las historias que se cuentan en la ciudad de que atacan a la gente no son más que tonterías. Pero de los muertos no dejan ni rastro, solo un puñado de huesos bien limpios. Eso sí, si te pillan cerca de su comida puede que te confundan con ella y te lleves algunos mordiscos.
Mientras le contaba esto desnudaron al muerto y le ataron las dos rocas a los pies, la ropa la guardaron dentro de los sacos donde habían ocultado el cadáver. Después lo lanzaron por la borda y desapareció rápidamente bajo las aguas. Un instante después, el agua empezó a agitarse y cientos de burbujas aparecieron justo donde había desaparecido el guardia.
—Ya han empezado, se vuelven locos con un poco de carne muerta, dentro de unas horas no quedará nada de este idiota.
A Cedric le impresionó la frialdad con la que Elio había actuado, el afable anciano lo había sorprendido con su revelación. Suponía que haber ayudado a su hija había hecho que se abriera y le contara esa historia, pero también era una amenaza velada. Si le decía a alguien lo que había pasado esa noche acabaría en el fondo de la laguna haciéndole compañía a los huesos de sus víctimas.
El trayecto de vuelta lo hicieron en el más absoluto silencio, Cedric —sumido en sus cavilaciones— no le quitaba el ojo de encima a Elio, ya no sabía qué pensar de ese hombre. Antes de entrar en la ciudad enterraron la ropa del guardia y amontonaron algunas rocas encima del hoyo para disimular el lugar. Cuando estaban enterrando la ropa Cedric se dio cuenta de una cosa. Aunque el uniforme tenía los colores de la ciudad, el escudo bordado en el pecho era diferente: en el escudo de la ciudad había una torre de piedra sobre una colina que representaba Meridiem, sobre campo verde claro. En cambio, este estaba dividido en diagonal en dos mitades, en la esquina superior izquierda se podía ver el escudo de Meridiem y en la inferior izquierda tres islas sobre campo azul. Entonces cayó en la cuenta, Meridiem prestaba protección a muchas de las tierras cercanas a la ciudad y a sus habitantes. El escudo con las tres islas representaba a los arenales del delta del río, eso le recordó que la hija de Elio y Atia vivía allí, a muchas leguas de distancia. Le alivió un poco darse cuenta de ese detalle, sería más fácil hacer desaparecer un guardia de los arenales en esa zona, seguramente sus compañeros no lo buscarían tan lejos.
Una vez en la ciudad, Elio lo llevó cerca de su casa, era tarde y tras lo ocurrido había perdido el apetito. Además, tenía que madrugar al día siguiente y prefirió irse a dormir pronto. Se sentía cansado, esos últimos días habían sido muy duros, le iría bien ese trabajo y alejarse de la asfixiante atmósfera de la ciudad, aunque solo fueran un par de días. Cuando ya estaba a punto de entrar en casa, alguien se le acercó; él, desconfiado, puso la mano en la empuñadura de su espada, pero se detuvo al ver quién era.
—Creía que no ibas a llegar nunca —le dijo Arienne con un leve tono de reproche—. Quería que me lo vieras puesto.
La chica estaba radiante, se había puesto el vestido que le compró en el mercado el día antes y le quedaba perfecto. Ella le sonrió mientras daba una vuelta sobre sí misma haciendo que su pelo rubio flotara en el aire como una nube dorada y que una de sus piernas quedara al descubierto gracias al corte de la falda.
—¿Qué te parece?
Cedric no dijo nada, lo había cogido totalmente desprevenido. Estaba preciosa, por supuesto, pero no sabía qué decir. El día antes se había sentido traicionado por ella y ahora una miríada de sentimientos se agolpaban en su interior.
Arienne lo miró con ojos felinos mientras la distancia que los separaba se inundaba con el olor de su perfume, ese que tanto le gustaba. Tras un momento de zozobra, Cedric reunió fuerzas y reaccionó.
—Estás preciosa, Arienne.
—Gracias —contestó ella sonriendo—, me ha gustado mucho tu regalo.
No sabía qué hacer, la deseaba, la quería, pero no sabía si ella podía corresponderle y algo en su interior le gritaba que se fuera.
—Mañana de madrugada me voy, tengo un trabajo fuera de la ciudad —empezó a decir él cambiando de tema.
Ella pareció un poco decepcionada al oírle decir aquello y un pequeño atisbo de duda asomó en su rostro, pero antes de que siguiera lo interrumpió.
—¿Estarás mucho tiempo fuera? —preguntó.
—Un par de días seguramente.
Arienne recorrió la escasa distancia que los separaba y puso sus delicadas manos sobre su pecho, mirándolo a los ojos. En ese preciso momento supo que estaba perdido. La besó suavemente, como una caricia rozando sus labios mientras aspiraba su perfumado aroma. Después entraron en su casa y se dejaron llevar.
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