La ciudad flotante
Ya era de noche cuando salió de La Vieja Mula y las dos lunas brillaban en el cielo nocturno. Árie, la luna verde de verano, lucía llena y eclipsaba en tamaño a Selé, su hermana invernal, que aparecía diminuta a su lado, como una muchacha tímida que no se quiere dejar ver.
Después de pasar un buen rato juntos, Arienne había insistido en acompañarlo, le había propuesto un plan para ir a ver a Piedrafría y así evitar a su trío de perseguidores. Irían los dos a verlo, él se disfrazaría con ropa de la chica y ocultaría el rostro tras un gran abanico de plumas negro. Arienne hablaría por él para que su voz masculina no lo delatara, lo haría pasar por una chica norteña que no hablaba bien el idioma y quería trabajar en La Sirena del Pantano.
La Sirena era el nombre con que se conocía al local mezcla de taberna, casa de juego y prostíbulo que regentaba Narn Piedrafría y la punta del iceberg de todos los negocios del enano en la ciudad. A parte de la prostitución y el juego, también tenía metidas las manos en parte de las apuestas del Foso y en el contrabando, sobre todo, de raíz de sueño. En ocasiones también se encargaba de arreglar encuentros. Si alguien necesitaba los servicios de una tercera persona para un trabajo no demasiado legal, Piedrafría ponía a las dos partes en contacto y negociaba por ellas, previo pago de una buena cantidad de monedas, por supuesto. Esto hacía que su local siempre estuviera lleno de mercenarios dispuestos a alquilar su espada y sus habilidades. Lo más importante era que a esos mercenarios les gustaba la bebida, el juego y las mujeres, por lo que casi siempre gastaban en La Sirena parte del botín conseguido. Así, Piedrafría obtenía una parte extra de los beneficios obtenidos en sus trabajos sin arriesgarse ni a mover un dedo, no cabía duda de que el enano sabía cómo hacer negocios.
Cedric se sentía incómodo con aquellas ropas de mujer aunque Arienne lo había maquillado con esmero para ocultar los golpes que había recibido esa tarde. A pesar de su ayuda, no estaba seguro de poder disimular ante los hombres que lo perseguían y que sin duda estarían esperándolo en La Sirena. Aun así, debían llegar cuanto antes al local del enano o terminaría el plazo para pagar su deuda y entonces pondrían precio a su cabeza.
Cuando cruzaron las puertas de la Ciudad Vieja —como se llamaba a la zona de Meridiem que se asentaba sobre la colina— se dirigieron al distrito del puerto para negociar con un barquero que los llevara. Esa noche había marea alta y los barrios que se hallaban fuera de las murallas de la colina estaban, como siempre, parcialmente sumergidos en el agua. Esa zona —conocida como Ciudad Flotante— y sus calles se anegaban con el agua del pantano y del río Arn con cada crecida. Cuando el nivel del agua subía parecía que la gran colina fuera una isla y las casas extramuros pequeños barquitos que la rodeaban. Realmente, era así en algunos casos, la mayoría de las casas de esa parte de Meridiem tenían más de dos pisos o estaban directamente construidas sobre pilares para elevarlas y poder salvar las mareas, pero las casas más pobres eran en realidad pequeños botes de madera amarrados a grandes postes que los mantenían sujetos al resto de la ciudad. La precaria sujeción de aquellos botes hacía que en ocasiones se soltaran y fueran arrastrados por la corriente y acabaran perdiéndose para siempre en el interior del pantano.
El distrito del puerto estaba abarrotado de pequeños botes y transeúntes que negociaban el precio de un viaje. Mucha gente de la Ciudad Flotante tenía un bote para moverse de un lugar a otro durante las crecidas, algunos los usaban también para llevar pasajeros en ellos y así ganar algo de dinero. Pero, como en todos los negocios de esa ciudad, tenías que ir con cuidado y vigilar en quién confiabas. Algunos de aquellos barqueros llevaban a sus pasajeros a auténticas ratoneras donde bandas de ladrones llamados «piratas de callejón» abordaban el bote y les quitaban todos los objetos de valor que poseyeran o, en el peor de los casos, la vida.
Arienne se acercó a un anciano barquero llamado Pulio que era un habitual de La Vieja Mula. Solía visitar a una sus compañeras y la chica le había asegurado que los llevaría por un camino seguro, así que Cedric confió en su buen juicio y se embarcó sin hacer preguntas. El barquero los llevó por las callejuelas de la Ciudad Flotante evitando los lugares más peligrosos. En la proa llevaba un pequeño farolillo atado a un palo que lo ayudaba a moverse por las calles sin perderse. No obstante, la tenue luz apenas iluminaba las paredes de las casas dándoles un aspecto fantasmal, haciendo que pareciera una antigua ciudad en ruinas.
Después de unos minutos de travesía llegaron a La Sirena, un gran edificio de piedra de tres pisos, aunque en ese momento la mitad del primer piso se encontraba sumergida bajo el agua. En la fachada, sobre la puerta principal, había un gran mural con una sonriente sirena de pelo dorado que se cubría los pechos con uno de sus brazos. A pesar de que la humedad y el agua lo habían arruinado casi por completo, aún podían distinguirse su sonrisa y su sugerente mirada. La planta baja del edificio, que se usaba como sala de juego, estaba totalmente sellada para que el agua no se filtrara por ningún resquicio. Allí se podía jugar a los dados, la ruleta de la luna o unas manos de príncipe, dama y rey. Y, como él sabía muy bien, podías ganarlo y perderlo todo en una misma noche. En el primer piso había una gran taberna donde se contrataban los servicios de los mercenarios o la compañía de alguna de las muchachas del local, que conseguían que tocaras el cielo en sus habitaciones privadas del segundo piso.
Pulio acercó el pequeño bote a las escaleras de piedra que había en la puerta principal para que pudieran bajar sin peligro. Cedric le pagó la cantidad acordada y el barquero se despidió con una leve inclinación de cabeza.
La taberna estaba, como siempre, muy llena y la barra, atestada de borrachos. No era difícil distinguir a los que lo habían perdido todo —o casi todo— jugando, de los que estaban celebrando una buena racha en las mesas de juego. Normalmente los primeros bebían solos sin apartar los ojos de su bebida, silenciosos y concentrados en ella, como si de un momento a otro fuera a dar con la solución a sus problemas. En cambio, los segundos siempre estaban cantando y alborotando, invitando a rondas, rodeados de gente que fingía ser su amiga y no tardaría en dejarlos tirados en cuanto su racha de suerte los abandonara. Cedric había vivido las dos situaciones, afortunadamente había estado en el bando ganador más veces que en el perdedor y, con el tiempo, las veces que se había encontrado entre los vencidos y desesperados le habían enseñado quién estaba realmente de su parte y quién solo fingía ser su amigo.
La mayoría de los parroquianos estaban distraídos con las chicas del local y no repararon en ellos. No obstante, algunas de las chicas les lanzaron miradas recelosas. No entraban demasiadas mujeres en el local y normalmente una chica nueva representaba más competencia para ellas; además, seguramente reconocían a Arienne como una de las chicas de Camille. Que una chica que trabajaba en La Vieja Mula se dejara ver en el local de Piedrafría era extraño, cada uno tenía su territorio y sus clientes, se dejaban mutuamente en paz y así no había ningún tipo de conflicto; se apresuraron a ir en busca del enano.
Mientras cruzaban la taberna hacia el despacho de Piedrafría Cedric vio a Cara de Rata entre los parroquianos, sentado en una de las mesas al fondo del local con un aparatoso vendaje que le cubría la nariz. Aunque parecía más concentrado en la jarra de cerveza que tenía delante que en lo que pasaba a su alrededor, avisó a Arienne. Tenían que ir con cuidado e intentaron pasar desapercibidos entre la muchedumbre que atestaba el local mientras se acercaban disimuladamente a las escaleras que llevaban al segundo piso. Al llegar al pie de estas, Cedric se dio cuenta de que el mercenario kammita estaba en lo alto, vigilando por si alguien quería ir a ver al enano sin permiso, o alguno de los clientes que estaban con las chicas se pasaba de la raya y tenía que intervenir. No sería fácil esquivarlo antes de entrar.
—Este es uno de los que me atacaron en el callejón —le susurró a Arienne.
—Bien, pues estate callado y déjame hablar a mí por los dos.
Arienne subió con paso decidido las escaleras mientras se recolocaba el escote del corsé para lucir mejor sus encantos. Cuando llegó a la altura del enorme mercenario le susurró algo al oído y este pareció quedarse sin habla, pues solo atinó a esbozar una estúpida sonrisa mientras miraba a Cedric y los dejaba entrar haciéndose a un lado. La chica pasó mientras le guiñaba un ojo a Cedric y él la siguió rápidamente, sin apenas cruzar la mirada con el mercenario para evitar que lo reconociera. No obstante, este le propinó un azote en el trasero cuando pasaba delante de él.
Al llegar al tercer piso, Arienne apenas podía contener la risa y Cedric le dirigió una mirada inquisitiva.
—Le he dicho que veníamos a hablar con su jefe buscando trabajo —le dijo la chica entre carcajadas— y que te gustaban mucho los hombretones kammitas como él, y que si se portaba bien y nos dejaba entrar luego se lo sabrías recompensar.
—¿Es que te has vuelto loca? —le espetó él, indignado—. ¡Podría habernos descubierto!
—Tranquilo, en lo último que se ha fijado ha sido en tu cara, te lo aseguro —cogiéndole suavemente del brazo, añadió en voz más baja—: y ahora baja esa voz de hombretón que tienes si no quieres que nos descubran.
A pesar de todo, la chica tenía razón, habían pasado y estaban demasiado cerca para que ahora los descubrieran por una tontería. Siguieron adelante avanzando por un corto pasillo que conducía a una enorme puerta de madera. El pasillo estaba iluminado por tres pequeñas lamparitas de aceite de draco que brillaban con una luz rojiza que se reflejaba en las piedras de la pared dándoles un color anaranjado. Al llegar a la puerta llamaron con firmeza, casi de inmediato se abrió y un viejo gnomo asomó la cabeza.
El gnomo los estudió con detenimiento enarcando las cejas, su frente se llenó de multitud de arrugas dándole un aspecto aún más anciano.
—Venimos a ver al señor Piedrafría —le dijo Arienne con voz suave.
El gnomo se volvió cerrando la puerta sin decir nada. Un segundo después, la volvió a abrir y los instó a que pasaran con un susurro.
Bạn đang đọc truyện trên: AzTruyen.Top