Encuentros



Cuando Cedric se levantó esa mañana el cielo aún estaba oscurecido por las nubes y, aunque había bajado la marea, en algunas calles el nivel del agua todavía estaba alto. El sistema de drenaje de las alcantarillas a veces no era suficiente para evacuar el agua, sobre todo cuando llovía, y algunos barrios de la parte más baja de la Ciudad Flotante permanecían inundados durante todo el año. Su barrio era uno de esos lugares, precisamente por eso la mayoría de las casas de esa zona no eran más que botes.

Se vistió y cogió la espada corta de su escondite antes de salir, le gustaba ir armado siempre que acudía a una reunión, nunca sabía con qué clase de tipejos tendría que tratar. También cogió el vestido que le había prestado Arienne, lo plegó con cuidado, lo metió dentro de una mochila y se lo llevó para devolvérselo después de la reunión.

Salió de su casa en busca de algo con que llenar el estómago. Se podía comer en muchos botes de la zona por unas pocas monedas, pero a Cedric le gustaba en especial la comida de la señora Atia. Era una anciana y rechoncha mujer que trataba a toda su clientela como si fueran de su familia y que cocinaba un guiso de pescado exquisito. En parte era porque su marido, Elio, salía a pescar cada mañana, así que el pescado siempre era fresco, pero también porque era la mejor cocinera de toda la ciudad. Llamó a un barquero para que lo llevara, le pidió dos monedas de cobre por el viaje; Cedric aceptó sin rechistar, era un buen trato.

Atia fondeaba su barco a las afueras de la ciudad, ya que era de mayor calado que el de Cedric. Había aprovechado el puente de su barcaza como cocina y sobre ella había construido una pequeña habitación donde vivía con su marido; en la cubierta, un tejadillo de madera resguardaba las mesas de los clientes de la lluvia. Antes de llegar, notó el olor del guiso que inundaba el ambiente e hizo que le sonaran las tripas. Se le hacía la boca agua con solo pensar en un plato y una buena cerveza, hacía horas que no comía nada y, además, le encantaba la comida de Atia.

El bote fondeaba, como siempre, cerca de una de las atalayas que delimitaban el perímetro de Meridiem, lo único que separaba la Ciudad Flotante de los pantanos. A diferencia de la Ciudad Vieja —que estaba resguardada tras una gruesa muralla de piedra—, la Ciudad Flotante se encontraba desprotegida. En parte tenía la culpa el blando suelo del pantano, ya que en él no se podía construir tan fácilmente, pero realmente nadie se preocupaba por los que vivían en esa parte de la ciudad. Aun así, en algunos lugares se había levantado una ligera empalizada de madera; un proyecto difícil debido a las constantes crecidas de las mareas y que no contaba con el respaldo del Consejo, que prefería gastar el oro de la ciudad en otros asuntos. El barquero colocó su bote junto a una escala que colgaba del lateral del barco. Antes de subir, Cedric pidió al barquero que lo esperara para volver con él, le dio otra moneda de cobre por las molestias y subió a la cubierta del bote.

En cuanto puso un pie en cubierta Atia lo saludó desde la cocina efusivamente, pero rápidamente cambió su expresión y salió para verlo más de cerca.

—¿¡Por las lunas sagrás qué t'ha pasao en la cara!? —exclamó con su inconfundible acento del Delta mientras cruzaba el comedor en dos zancadas. Al llegar a su lado cogió a Cedric por la barbilla con su rechoncha mano para examinar la herida del pómulo—. ¿Jovencico, en qué lío t'has metío?

—No es nada, me di un golpe con una pared —Cedric estaba avergonzado, aunque ya pasaba de los veinte siempre lo trataba como a un chiquillo.

—Pos esa pared tenía unos buenos puños.

Atia no era tonta, sabía a qué se dedicaba Cedric, pero no lo juzgaba. En Meridiem quien más quien menos tenía algo que ocultar, incluso su propio marido había sido contrabandista cuando era joven.

—Ya está solucionado, no te preocupes. Anda, sírveme un plato de tu guiso y una cerveza, que estoy muerto de hambre —le dijo al tiempo que le daba unas monedas.

Ella refunfuñó un poco, pero se fue a prepararle su comida. A pesar de que el comedor del barco estaba bastante lleno, aún había algunos sitios libres. Se sentó solo en una mesa y, al cabo, Atia le trajo una jarra de cerveza, una hogaza de pan y un buen plato de guiso. Cedric le dio las gracias y se lanzó sobre el plato devorándolo con sumo placer, estaba delicioso. Tanto el pescado como las patatas que lo acompañaban estaban en su punto y la combinación de especias —que solo ella conocía— proporcionaba al conjunto un sabor único. Mientras disfrutaba de su comida advirtió que una chica joven estaba ayudando a servir las mesas, una muchacha alta, morena y muy guapa. Cedric nunca la había visto por allí y —aunque era muy atractiva— lo que más le llamó la atención fue el moratón que tenía en la cara, se trataba de una herida vieja, sin duda, y ya empezaba a curarse, pero aún podía verse un halo de color amarillento alrededor de su ojo. Quizá fuera una de las hijas de Atia, sabía que tenía dos y que vivían fuera de la ciudad. Una se había casado con un granjero que tenía una plantación de caña de azúcar y la otra vivía en una pequeña aldea de pescadores en los arenales del delta del río. Aunque la chica lo tenía intrigado, decidió que ya preguntaría por ella otro día, hoy tenía prisa, no faltaba demasiado para el mediodía y todavía tenía que cruzar media ciudad. Se terminó el guiso, apuró la cerveza y se despidió de Atia, no sin antes prometerle que iría a verla más a menudo.

En cuanto salió llamó al barquero para que lo llevara lo más cerca que pudiera del puerto, había bajado mucho el nivel del agua, pero el hombre se las ingenió para dejarlo solo a dos calles de su destino. La marea esta vez había dejado muchos restos de vegetación en las calles de la ciudad, cubriendo de hojas, lianas y nenúfares las calles y la planta baja de muchos edificios. Las mareas primaverales solían tener ese efecto, a veces ensuciaban más de lo normal o incluso traían con ellas a alguno de los habitantes del pantano. La gente aún recordaba con temor una noche de hacía más de cien años cuando un draco de fuego fue arrastrado por la crecida; a pesar de tratarse de un ejemplar joven, su potente aliento provocó un gran incendio. Muchos habitantes de Meridiem perecieron e hizo falta un gran número de cazadores de dracos para detener a la criatura; para cuando todo terminó, gran parte de la Ciudad Flotante había sido arrasada.

A pesar de todo, los ciudadanos salieron adelante, de las cenizas surgieron nuevas casas que cubrieron las cicatrices del incendio y ahora la historia de la noche del draco ya solo era una más de las leyendas de Meridiem, de esas que se suelen contar para atemorizar a los niños.

Una vez en el puerto, se apresuró a entrar en la Ciudad Vieja, el sol ya estaba muy alto y faltaba muy poco para la hora de la cita. La Torre del Reloj estaba en el centro de la plaza de los Templos, así que aún tenía que andar un buen trecho. El monumento fue construido como homenaje a los esclavos que se rebelaron durante la guerra y consiguieron que Meridiem se convirtiera en la primera ciudad libre. Antes de la revuelta allí se erigía la majestuosa Arena Imperial donde centenares de esclavos luchaban y morían para divertimento de los ciudadanos. Durante el levantamiento, los esclavos incendiaron el enorme edificio, tomaron la ciudad y rechazaron el asedio de las tropas del malvado rey Brujo, que quería hacerse con el trono del Imperio delita. Esa fue la primera y una de las mayores derrotas que sufrió el Brujo durante la guerra. Tiempo después, el Consejo de Gobernantes ordenó que sobre las ruinas de la Arena se construyeran templos en honor de cualquier dios al que se profesara fe en la ciudad y después, justo en el centro, hizo construir la Torre del Reloj.

Cuando llegó a la plaza se dispuso a cruzarla a toda prisa, pero se distrajo un instante mirando en dirección al templo de Ardan donde había estado pidiendo limosna el día antes. En el edificio sonaban otra vez los cánticos, ya que estaban celebrando el quinto día de su semana sagrada, en la que —según la creencia— el dios-hombre Ardan había iniciado la revuelta que liberó a los humanos del yugo de los gigantes. A pesar de que aquella historia era casi tan antigua como el Imperio delita, no fue hasta su caída tras la guerra del rey Brujo que el culto empezó a extenderse con fuerza por todo el continente. Ahora, tras la década de guerras religiosas que siguió a las guerras de sucesión, la mayoría de los reinos profesaban fe a Ardan.

El resto de edificios permanecían silenciosos en contraste y a su alrededor solo se veían algunos sacerdotes o trabajadores que se encargaban de su cuidado, así que no tuvo problemas para moverse por la plaza y llegar a la torre. La Torre del Reloj no era realmente una torre, sino una enorme estatua de bronce. Durante la revuelta de los esclavos uno de ellos destacó por su valor y liderazgo y fue aclamado por todos sus compañeros como su cabecilla, ese esclavo se llamaba Máximo y su apodo era la Torre. Había varias estatuas de él por toda la ciudad, sobre todo en los lugares relevantes, y los ciudadanos las habían rebautizado con el nombre del lugar donde se encontraban para no confundirlas. Por eso la estatua del Reloj se llamaba la Torre del Reloj. La monumental estatua, que medía más de once varas de altura, representaba a Máximo rompiendo sus cadenas de esclavo, con un puño levantado desafiante hacia el cielo. Alrededor del monumento había un gran círculo de baldosas negras y blancas que indicaban las horas del día, de tal manera que la sombra que proyectaba el puño de la estatua se movía por ellas con la trayectoria del sol, marcando la hora exacta como un gran reloj solar.

Cuando se aproximó miró al suelo, la tenue sombra que proyectaba la estatua aún no había llegado a la baldosa del medio día, respiró aliviado por no haber llegado tarde. Dio la vuelta alrededor del pedestal de granito sobre el que estaba la estatua para comprobar si había alguien, pero no vio a nadie por las inmediaciones. Como estaba solo, apoyó su espalda contra la base del monumento y se dispuso a esperar. Lo intranquilizaban un poco las nubes de tormenta que se cernían sobre la ciudad. No llevaba nada para resguardarse de la lluvia, lo único que había podido meter dentro de su mochila era el vestido de Arienne y no pensaba vestirse de mujer de nuevo, a menos que le fuera la vida en ello. Si todo iba bien en la reunión con el amigo de Piedrafría y conseguía un buen pellizco podría llevar a la chica a cenar o hacerle un regalo como agradecimiento, o quizá como algo más. Ella realmente le importaba. Aunque sabía que su relación era complicada, por no decir imposible, no podía sacársela de la cabeza. Nunca antes le había pasado con otra mujer, poco a poco, la chica norteña se había convertido en una de las cosas más importantes de su vida.

Distraído en sus pensamientos, tardó en darse cuenta de que ya no estaba solo, a unos metros de él alguien lo observaba. El desconocido llevaba una capa con capucha de color oscuro que le ocultaba parcialmente la cara, así que no podía verlo bien. Receloso, Cedric se separó del pedestal de la estatua y se acercó despacio, colocando una mano en la empuñadura de la espada por si acaso. Cuando llegó a su altura, el encapuchado se descubrió el rostro, era moreno y llevaba el pelo largo tal y como le había dicho el enano, pero había algo más. Su cara estaba pálida, sus ojos de un verde intenso estaban rodeados por unas ojeras oscuras y profundas, parecía que no había dormido en días.

—Tú debes ser el amigo de Piedrafría —dijo con cautela.

—Sí, soy Calaon, ¿tienes algo para mí?

Él le entregó el papel lacrado que le había dado el enano.

—Bien, Cedric —le dijo después de leer la nota—, acompáñame, tenemos que hablar de negocios.

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