El mendigo tullido

Cedric estaba agotado, desplazarse sobre la plataforma de madera con ruedas empezaba a producirle calambres en los brazos. El esfuerzo de recorrer toda la plaza de los Templos bajo el sol le estaba haciendo sudar en abundancia y la ropa andrajosa de mendigo se le pegaba al cuerpo dificultando sus movimientos.

Era el cuarto día de la Semana de Ardan y los feligreses abarrotaban el templo para rezar en honor a su dios y limpiar sus pecados. Sabía que conseguiría una buena suma con las limosnas de esos meapilas; con un poco de suerte le bastaría para saldar sus deudas de juego. Todo el mundo sabía que los veteranos de guerra conseguían buenas limosnas esos días, y más los que tenían heridas terribles. Sin las dos piernas y montado en aquella pequeña plataforma de madera, él era el mendigo perfecto para ablandar los corazones de los beatos de la ciudad.

Siguió avanzando lentamente por la plaza mientras oía cada vez más cerca los cánticos provenientes del templo de Ardan. La liturgia estaba terminando, así que no podía perder tiempo. Rodeó la fuente de la entrada a toda prisa, sin siquiera detenerse a beber un tentador trago de agua, y se dirigió al pie de las escaleras que, custodiadas por dos enormes estatuas de mármol, conducían a la gran entrada del edificio. Allí, un nutrido grupo de mendigos esperaba nervioso la apertura de las puertas, Cedric se mezcló con ellos y esperó.

Cuando ya faltaba poco para que salieran los fieles, unos guardias carmesíes se acercaron a los mendigos. Empezaron a registrar a los pedigüeños para comprobar que no hubiera ningún ladronzuelo cortabolsas entre la muchedumbre y les pidieron la licencia militar. Allí cerca solo podían mendigar los veteranos de guerra que portaran un certificado conforme habían servido en el ejército. Hasta los mendigos tenían que demostrar su autenticidad en aquella ciudad de ladrones y buscavidas. Uno de los guardias se acercó para pedirle su licencia, así que se apresuró a sacar el pergamino que ocultaba bajo sus ropajes. Lo desdobló con cuidado para no romperlo y se lo entregó al guardia, que lo estudió con atención. El rojo sello de lacre con el símbolo de la militia seguía intacto. Una escritura cuidada relataba cómo había servido en la campaña de las marismas y lo habían licenciado del ejército tras perder las dos piernas en combate. El guardia extendió el brazo devolviéndole el pergamino con desdén y se dirigió al siguiente mendigo. «Arrogante cabrón», pensó él, los guardias no hacían nada salvo molestarlos. Los mendigos solo querían aflojar honradamente la bolsa de los feligreses. Estos, a su vez, creían que soltando unas cuantas monedas acallarían su mala conciencia por los pecados que les acababan de recordar que habían cometido. Todo el mundo salía ganando.

Cuando se abrieron las puertas y los primeros asistentes a la plegaria empezaron a bajar las escaleras, puso su cara más lastimera y empezó su espectáculo. «Una limosna para un veterano, por favor», dijo a una pareja. La mujer se apiadó de él y le dio un par de monedas de hierro, no estaba mal para empezar. Sin embargo, aún faltaba mucho trabajo, así que siguió suplicando y pidiendo durante más de media hora mientras los asistentes abandonaban lentamente el gran edificio de mármol blanco. Les ofreció sus mejores muecas de dolor y pena, imploró a su dios, pidió su ayuda a cambio de las dos piernas que había perdido defendiéndolos y los bendijo en nombre de Ardan cada vez que una moneda caía en su regazo; sin duda una de sus mejores actuaciones hasta la fecha.

Tanta pantomima merecía la pena, el dinero no dejaba de caer en sus manos. Generalmente, monedas de hierro y cobre, pero también alguna moneda de plata procedente de un mercader acaudalado o de alguien con muchos pecados remordiendo su conciencia. Cuando empezaba a terminar el desfile de beatos ya tenía en su regazo suficiente dinero para pagar su deuda y aún le sobraría algo para procurarse una buena cena esa noche. Siguió pidiendo un poco más hasta que vio que la mayoría de los mendigos abandonaban el lugar, entonces empezó a retirarse también, no quería que los guardias carmesíes lo desalojaran de mala manera.

Así eran los creyentes de Ardan y de todos los demás dioses, daban limosna a los mendigos y los alimentaban para limpiar su conciencia, siempre y cuando no molestaran ni ensuciaran demasiado las calles con su presencia. Funcionaba igual con los contrabandistas, prostitutas, ladronzuelos, rateros, pillos y mercenarios. Todos eran bienvenidos a la ciudad de Meridiem siempre y cuando pagaran un tributo a la guardia y se mantuvieran alejados de los más pudientes, era como barrer la suciedad y esconderla bajo la alfombra. A veces, a Cedric le parecía todo un acierto que Meridiem estuviera rodeada de pantanos y marismas, sus oscuras y sucias aguas eran como un vertedero hacia el que gravitaban los rufianes de peor calaña de todo el mundo. Poco quedaba del esplendor que tuvo durante el antiguo Imperio delita, cuando era la joya de la corona y la ciudad comercial más próspera de todo el continente. Tras la caída del Imperio, la corrupción de su Consejo de Gobernantes le hizo perder su antiguo esplendor y poco a poco fue convirtiéndose en el nido de víboras que era ahora.

Se marchó avanzando lentamente hasta que salió de la plaza de los Templos y giró por el primer callejón hacia la derecha. Una vez allí, se acercó al muro de ladrillo de la pared de una casa y lo tanteó hasta que encontró un ladrillo suelto, tiró de él y sacó un paquete que había escondido en el hueco de la pared. Lo abrió cuidadosamente para comprobar que estaba todo, miró a su alrededor para asegurarse de que nadie estaba observándolo y con una pequeña daga que escondía en la base de la plataforma rasgó la parte baja de sus pantalones, justo a la altura de los muñones; después siguió cortando hasta el muslo, se inclinó de lado y —con no poco esfuerzo— consiguió sacar sus doloridas piernas y estirarlas.

Le había costado horrores embutirlas en esos pantalones cosidos a la altura de las rodillas para fingir que era un tullido y ahora se le habían dormido y le provocaban calambres. No obstante, el botín había merecido la pena, se levantó trabajosamente mientras se masajeaba las piernas para que la sangre circulara otra vez. Había aprendido el truco del mendigo tullido cuando era joven, aunque nunca le había dado tan buen resultado como ese día, los feligreses habían sido generosos con las limosnas. Sonrió para sí mismo y guardó con esmero las monedas en una pequeña bolsa de cuero, luego la enganchó a un cordel y se la colgó en el interior de los calzones; después se quitó las apestosas ropas de mendigo y empezó a rebuscar dentro del paquete su ropa limpia.

—Bravo, Cedric, una actuación digna de elogio —escuchó que decía una voz chillona detrás suyo.

Antes de darse la vuelta ya sabía de quién se trataba, era Cara de Rata, uno de los matones de Piedrafría.

—Vaya, me alegro de que hayas disfrutado, Augusto. —Cara de Rata odiaba que lo llamaran por su apodo, así que evitó hacerlo a pesar de que sus orejones, su voz chillona y esa alargada narizota hacían que al verlo no pudieras evitar pensar en una rata.

Dos tipos más se acercaron a ellos desde el extremo del callejón. A uno lo reconoció al instante, era Servio el Cuchilla, un peligroso cortagargantas que también trabajaba para Piedrafría. El otro era un tipejo enorme al que Cedric no conocía, aunque por su tamaño y su tez oscura seguramente sería un mercenario de las tierras de Kamm.

—Sí, a mis amigos y a mí nos ha encantado —afirmó Cara de Rata abriendo los brazos para señalar a los otros dos.

Mientras Augusto le hablaba, el Cuchilla y el mercenario se habían ido acercando lentamente hasta rodear a Cedric, no le gustaba nada el cariz que estaba tomando aquel encuentro. Estaba casi desnudo, rodeado por tres tipejos en un callejón y solo tenía una pequeña daga en la mano. Nadie habría apostado por él, ni siquiera él mismo, su única baza era que aún tenía la bolsa de monedas colgando del calzón.

—Y bien, señores, ¿qué los trae por este distinguido barrio? —se puso en pie lentamente dejando el paquete de ropa en el suelo frente a él—; a parte del espectáculo, claro.

—Veníamos a recordarte que le debes una cuantiosa suma al señor Piedrafría y que el plazo para que se la devuelvas vence hoy a media noche.

—Tranquilo, Augusto, lo recuerdo, precisamente acabo de reunir la cantidad que le debo a tu jefe y si me permitís vestirme iré a entregársela ahora mismo.

—Excelente —susurró Cara de Rata con un brillo de codicia en los ojos—, pero puedes darnos el dinero a nosotros y ya se lo entregaremos en tu nombre, no hace falta que te molestes en ir a verlo en persona.

«Ni loco», pensó, ya sabía cómo terminaría eso. Si les daba el dinero, esos tres se lo repartirían y nunca llegaría a su jefe, este se pondría hecho una furia porque no le había pagado y ordenaría que lo liquidaran. Cedric acabaría muerto en unas horas, Piedrafría sin ver una moneda y los tres ladrones se gastarían el botín en bebida y furcias. No, no, no, tenía que pensar y rápido, cada vez los tenía más cerca.

—No es ninguna molestia, prefiero tratar los asuntos de negocios cara a cara —respondió sonriendo mientras retrocedía hacia la pared intentando ganar tiempo.

Los tres matones se detuvieron un momento riendo mientras intercambiaban miradas, sus sonrisas llenas de dientes le hicieron pensar en una manada de lobos a punto de abalanzarse sobre su presa, y él era esa presa.

El primero en moverse fue el Cuchilla, quien se lanzó sobre él al tiempo que sacaba dos dagas ocultas bajo su capa, era rápido, pero Cedric lo esperaba. Sin perder un segundo, chutó el paquete contra sus piernas haciendo que la ropa se le enredara y perdiera el equilibrio cayendo al suelo de bruces. Cara de Rata se movió un instante después blandiendo sin mucho acierto su espada, aunque Cedric no era un espadachín experto, pudo desviar sin problemas su hoja con la daga y lanzarle un fuerte puñetazo a la nariz. Notó como el hueso crujía al romperse antes de que su adversario lanzara un alarido de dolor y cayera al suelo; ese no lo molestaría durante un rato.

A quien no vio venir fue al mercenario, que le había tomado perfectamente la medida. El kammita le dio un fuerte puñetazo en las costillas consiguiendo que expulsara todo el aire de sus pulmones con un gemido y otro en la mandíbula que lo hizo girar de lleno y golpearse contra la pared. Aturdido, se separó del muro a tiempo para esquivar una estocada de Servio, que ya se había levantado. Aun así, el ágil cortagargantas le acertó en el brazo derecho con su siguiente ataque, haciéndole un buen corte y obligándolo a retroceder hacia el mercenario kammita. Este le lanzó otro potente puñetazo que él pudo parar con el otro brazo, pero que igualmente dolió como si le hubiera dado con un mazo. Ese tipejo lanzaba unos golpes demoledores.

Tenía que salir de allí como fuera, no duraría mucho contra esos dos. Además, Cara de Rata empezaba a levantarse y, aunque se tapaba la nariz rota con la mano, si se unía a sus compañeros no tardarían en acabar con él.

Se lo jugó todo a una carta, se alejó del Cuchilla tanto como pudo a la vez que le lanzaba la daga. Cedric era bueno lanzando dagas, había ganado más de una apuesta compitiendo en las tabernas con los mercenarios de las Islas del Invierno, pero los nervios le jugaron una mala pasada y solo le acertó en el hombro. Aun así, la daga se clavó profundamente, cosa que obligó al otro a retroceder sujetándose la herida. Cedric aprovechó el momento para encararse con el enorme mercenario. Este le lanzó dos rápidos puñetazos que consiguió esquivar por los pelos y él, a su vez, contraatacó con el más infalible de los golpes en una pelea callejera. El fuerte puntapié que lanzó a su entrepierna provocó que el enorme kammita cayera de rodillas lanzando un grito ahogado; uno menos.

—¡Te mataré, hijo de perra! —le gritó Cara de Rata recogiendo la espada del suelo.

Maldición, había calculado mal la jugada, ahora estaba desarmado y Cara de Rata pronto estaría sobre él. Miró hacia la salida del callejón para ver si podía escapar por allí, pero Servio ya se había quitado la daga y, aunque la sangre manaba de su hombro, le estaba bloqueando el paso; volvió la mirada hacia el gigante kammita que aún estaba arrodillado en el suelo y en ese momento lo vio claro.

Saltó sobre los hombros del kammita y, dándose impulso con él, dio otro salto para cogerse al saliente del tejado de una de las casas. Se agarró a él con todas sus fuerzas a pesar del dolor que le provocaba la herida de brazo y tiró de sí mismo hacia arriba para subir al tejado. Abajo en el callejón, Cara de Rata y el Cuchilla empezaron a maldecirle.

Se levantó de inmediato y empezó a correr por encima de los tejados de las casas. Por suerte para él, Meridiem había sido construida sobre una abarrotada colina, ya que durante las mareas altas los pantanos de alrededor se anegaban. La mayoría de las calles eran estrechas y muchas casas comunicaban pared con pared, creando un laberinto de callejuelas y callejones por toda la colina. Exceptuando la calle Principal, la plaza de los Mercaderes y la de los Templos, no había demasiados espacios abiertos.

Así que corrió y saltó sobre los tejados de la ciudad hasta que los pulmones empezaron a arderle y ya no pudo más; resollando, echó un vistazo atrás y al ver que nadie lo seguía se desplomó sobre el tejado de una casa, estaba exhausto. Mientras recuperaba el aliento palpó sus calzones para comprobar que aún tenía la bolsa de monedas. Se sintió reconfortado al encontrarla aún allí, la sacó con cuidado y la estrechó con fuerza contra su pecho, escapar del trío del callejón no habría servido de nada si la hubiera perdido.

Una punzada de dolor en el brazo le recordó que lo habían herido. Examinó la herida con cuidado, a pesar de no ser muy profunda sangraba en abundancia. Necesitaba curársela y también vestirse, no podía pasearse en calzones por Meridiem, aunque fuera uno de los lugares más indecentes del continente había que salvar las apariencias. Sin embargo, ir a su casa no sería seguro, era posible que Cara de Rata y sus amigos fueran allí para ver si aparecía y terminar el trabajo. Miró hacia el sol, pronto empezaría a ocultarse en el horizonte, así que no tenía demasiado tiempo que perder si quería pagar su deuda a tiempo. Se levantó e intentó pensar un plan mientras observaba los tejados de la ciudad. Desde allí veía las cúpulas, torres y agujas de los diferentes templos que había en la plaza y, a su alrededor, los edificios de los ciudadanos más acaudalados. Al sur, el antiguo Palacio del Gobernador que después de la guerra se convirtió en las dependencias del Consejo; a poca distancia de él podía distinguir la gran abertura que formaba la plaza de los Mercaderes. Allí podía comprar ropa, pero un tipo en calzones llamaría demasiado la atención, las noticias volaban en la ciudad y si se dejaba ver demasiado sus perseguidores pronto lo cazarían.

De repente, se le ocurrió, Arienne trabajaba en la plaza de los Mercaderes, seguro que ella podría hacer algo con su brazo y le sería fácil robar algo de ropa de alguno de sus clientes o de los de sus compañeras, a fin de cuentas en un prostíbulo era fácil conseguir que la gente se quitase la ropa.

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