4

—¡Me has dado un susto de muerte, Brenna! —grita Esther a la mañana siguiente, cuando entro por la puerta de casa—. ¿Por qué no cogías las llamadas? He avisado a la policía, ¿sabes? Estaba segura de que te había ocurrido algo, y ahora resulta que estabas fornicando con algún ligue.

—Nada de eso, vengo del hospital —me defiendo. Después veo mi reflejo en el espejo de la entrada y suelto un gemido. Tengo la piel cetrina, ojeras de muerta y el cabello enmarañado.

—¿Qué te ha ocurrido?¿Por qué no nos avisaste?

—Me desmayé en el trabajo y perdí el móvil. Solo me sé de memoria el número de Brodie.

—Normal, yo también me lo sabría —concede ella con su característico acento portugués—. Podría haberme avisado él, para quedarme tranquila. No he pegado ojo.

Le doy un beso en la mejilla.

—Gracias por preocuparte, cariño, pero Brodie no tiene tu número.

—Ves, eso está mal en el mundo.

Sonrío, sabiendo que pierde las bragas por él, como todas, realmente.

—No te conviene —aconsejo, pero me guardo de desvelar las razones. Mis compañeros de piso no saben a qué se dedica Brodie y prefiero que se quede así. Ellos piensan que es actor, y no es del todo mentira. Esa fue la razón por la que abandonó Edimburgo y se mudó a Londres, pero tras años de desilusiones, de audiciones y de esperar la gran oportunidad para nada, decidió montar su propio negocio de interpretación, por llamarlo de alguna manera.

—Ya pues, como no nos conviene desayunar un croissant de chocolate, pero... ¿y lo bien que sabe?

Sonrío ante su pasión. Yo misma hubiera caído en las redes de Brodie, de no ser porque a los cinco minutos de conocernos, él ya me consideraba la hermana que nunca tuvo, o más bien, como le decir; la hermana que nunca quiso.

—¿Me da tiempo a ducharme antes de irnos?

Esther me mira extrañada.

—¿Vas a ir a trabajar después de pasar la noche en el hospital?

—Me han dado el alta.

—Pero...

—No quiero darles más excusas para despedirme —sentencio y ella alza las cejas sorprendida. No tiene ni idea del lío en el que ando metida con S4L.

—Aquí hay una historia que me vas a contar sí o sí —amenaza, pero al ver mi expresión implorante, se apiada—. Más tarde, entonces. Date prisa, ya sabes cómo está el tráfico en horario de colegio.

Cuarenta minutos más tarde cruzamos las enormes puertas giratorias de S4L. Aprovecho el camino para hacerle un resumen de mis desventuras a Esther. Ella ya sabía de las redes sociales que era la ganadora de Matched y su alma latina había apostado por el romanticismo de una historia tipo Cenicienta. Le dejo claro que el algoritmo me ha emparejado con el lobo y la sinvergüenza me replica que, en tal caso, yo era el cazador.

De pronto, ya no me parece el anodino lugar en el que llevo meses trabajando, sino un campo de batalla minado. Mi mirada se pasea por el lobby con la paranoia de que voy a toparme con el señor"Podría comprarte si quisiera", en cualquier momento. Lo que no tiene sentido, porque nunca antes nos hemos cruzado. Lo recordaría si hubiera sido así, porque Christopher Thompson es un cabrón sexy. Pero él toma el ascensor a la sexta planta y yo las escaleras de servicio al semisótano. Dos mundos distintos e incluso contrarios.

Si Esther nota que parezco un cervatillo en temporada de caza, no lo comenta. Llegamos a nuestras taquillas y cuando trato de abrir la mía, la contraseña no funciona.

La chica me echa un vistazo de soslayo al ver que llevo cinco intentos.

—¿Qué le pasa?

—Ni idea —replico, empezando a ponerme nerviosa. ¿No habrá sido...? No, no puede ser.

Me dirijo al despacho de Hugh, el conserje, que está en la misma planta que nuestro vestuario, donde se encuentran todas las cosas feas o poco glamurosas que quiere esconder la empresa. Es curioso que nunca me haya fijado en eso hasta mi visita a la sexta planta.

Le encuentro sentado tras su escritorio con la silla echada para atrás para que quepa su enorme barriga. Hay papeles desordenados, piezas y tornillos por toda la mesa, un café a medias y el plástico manchado de chocolate de lo que fueron un par de donuts.

—Buenos días, Brenna. ¿Has venido a por tus cosas?

—¿Qué?

—¿Ayer fue tu último día, no? Siento perderte, chica, y espero que te vaya bien en la vida.

Me mojo los labios nerviosa.

—¿Quién te ha dicho eso?

Él hombre me mira desconcertado bajo la luz del fluorescente que parpadea en el techo. Cómo estamos en el sótano, no hay iluminación natural y la tiene encendida todo el día.

—No he sido yo. Ayer recursos humanos me pidió que vaciara tu taquilla. —Se inclina dificultosamente para tomar una caja de debajo de su escritorio y ofrecérmela—. Han traído tu móvil y no para de sonar.

Rebusco mi teléfono entre las cosas que hay en la caja.

—¿Te dijeron por qué?

Hugh niega con la cabeza.

—¿A tí no te han avisado? —Frunce el ceño sorprendido— ¡Qué extraño!

Aun me queda un tres por ciento de batería, que me permite comprobar las notificaciones con llamadas y mensajes de Esther y Paul, e-mails promocionales, dos llamadas de mi madre y una de mi tía, Beth y... me ha escrito un número desconocido.

+0044 074558652:Brenna, este es mi número privado. Ven a verme cuando llegues a las oficinas. C.T

Ya no me quedan dudas de que nuestro ilustre CEO está detrás de todo esto.

—¡Será cabrón! —Hugh alza las cejas ante mi repentino despliegue de ira—. Tú, no —corrijo, tomando la caja de cartón con mis pertenencias y saliendo a toda prisa de su despacho.

Se la dejo a Esther para que la guarde y voy directa a las escaleras de servicio para tomar uno de los ascensores a la sexta planta. Una vez dentro, estoy tan enfadada que suelto un bufido y golpeo los botones como si me hubieran hecho algo. Los dos ejecutivos con traje de chaqueta que estaban dentro me observan con curiosidad, pero no les presto atención.

—Voy a patearle el culo torneado que tiene —refunfuño en alto y recibo miradas perplejas.

Necesito este trabajo. Tengo cero experiencia en el mundo laboral, después de dejar el instituto a medias y desperdiciar mi juventud haciendo de ama de casa para el capullo de Murdoch. Es un milagro que me cogieran en S4L de limpiadora y no llevo el tiempo suficiente como para conseguir otro puesto similar en una nueva empresa sin poder ofrecer referencias.

Al salir del ascensor, avanzo a grandes zancadas hacia el final de la planta donde se encuentra el despacho del tirano, me detengo en la antesala frente a la mesa de su secretaria, quien levanta la vista al verme aparecer.

—¿Está ahí?

Ella parpadea.

—¿El señor Thompson?

—Sí.

—Me temo que no.

—Me ha enviado un mensaje para que viniera a verle —protesto y ella se muestra confusa.

—¿A qué hora? —Consulta una agenda que tiene sobre la mesa.

—Hará cosa de dos horas.

—Ah,sí. Ha venido temprano, pero ahora está en el gimnasio.

Suelto un ja de indignación. ¿Qué se cree? ¿Que iba a venir a la oficina a las seis de la mañana?

—¿Cuándo vuelve?

—Eh, pues... —Vuelve a consultar la agenda—. Me temo que ya no regresa hasta mañana. Después del gimnasio tiene un almuerzo y por la tarde varias reuniones.

Pongo los ojos en blanco.

—Tengo que hablar con él, ya. Ayer, de hecho.

La chica de la eterna sonrisa asiente y apunta algo que no alcanzo a ver en una hoja, después se levanta y me la entrega.

—Es un croquis para llegar al gimnasio —explica cuando yo lo miro ceñuda—. Está en esta misma manzana. Llamaré a la recepción para que le avisen de que va hacia allí. Es el único momento en el que no lleva el móvil encima.

Asiento, tratando de no ser demasiado ruda. La muchacha es un encanto y no tiene la culpa de que su jefe me haya provocado instintos asesinos. Además, debe tener bastante ya con trabajar para él.

—¿Cómo lo soporta?

—¿Cómo dice?

—Trabajar para alguien tan arrogante e insufrible —preciso y ella esboza una sonrisa divertida.

—El señor Thompson es un buen jefe, aunque veo que no ha empezado con buen pie con usted.

—¿A ti también le habla como si fuera a adoptarte?

La joven se ríe y niega con la cabeza,

—Supongo que no es lo mismo cuando es tu jefe a cuando es tu prometido —razona, pensativa.

Prometido dice...

—Pues él hace que parezca exactamente lo mismo.

Ella se ríe.

—Definitivamente no han empezado con buen pie, pero solo hace veinticuatro horas que se conocen —prosigue—. Seguro que la cosa mejorará.

No lo dudo. En cuanto le diga unas cuantas verdades a la cara y le deje las cosas claras, me voy a sentir mucho mejor.

—Gracias por tu ayuda...

—Llámame Bo-ra.

—Qué nombre especial. ¿Es...? —dejo la pregunta en el aire a la espera de que complete la respuesta.

—Coreano.

—Gracias, Bo-ra. —Trato de pronunciarlo igual y ella sonríe ante mi esfuerzo.

Me despido y salgo hacia el ascensor.

Un ejecutivo espera delante de las puertas. Cuando me acerco, vuelve a apretar el botón y me echa un vistazo.

—Señorita Abernathy —saluda sonriente—. ¿Baja o sube?

Me sorprende que sepa quién soy. Puede que sea de recursos humanos y le haya firmado un documento que no recuerdo. Tengo que prestar más atención a lo que firmo en esta empresa.

—Parece que no está segura.

—¿Eh? Bajo, gracias —digo, tratando de hacer memoria de dónde le conozco.

Es muy alto y las facciones de su rostro son duras. Tiene la mandíbula afilada, la nariz un poco larga y cejas espesas, arqueadas. Sus ojos, no obstante, son de color claro, y la sonrisa que me dirige es cálida.

No parece ser un simple administrativo, su traje es de muy buena calidad y la desenvoltura con la que lleva la ropa en un cuerpo tan grande, es obra de la costumbre dada por el dinero. Hay algo familiar en él, pero sigo sin averiguarel qué.

—Espero que no —masculla con la cabeza gacha, investigando sus lustrosos zapatos.

—¿Perdona?

Alza la mirada y durante un instante me pierdo en el hielo de sus ojos.

—Me disculpo. Mi sentido del humor es un tanto retorcido. Por ejemplo, me vino en la cabeza que mi pregunta "subes o bajas", en teoría, sencilla, tiene doble sentido sin habérmelo propuesto. Hablamos del ascensor, pero también del hecho de que has subido del sótano a la sexta planta de un día para otro y me preguntaba si vas a aguantar la altitud.

Me lo explica con calma, sin dejar de prestarme atención y obviando el ajetreo de la oficina. Sonríe, pero hay algo oscuro en su sonrisa, como si guardara secretos que le divierten.

—Entiendo —musito, aunque estoy perpleja por su atrevimiento.

Me adelanto para alzar la mano y volver a llamar al ascensor. No me ofende, que, en cierto modo, me haya llamado trepa, pero me incómoda que tenga la ventaja de saber quién soy yo.

—Tarda mucho, ¿verdad? —comenta él, divertido.

—Estoy segura de que iría más rápido si fuera el señor Thomson el que lo espera —suelto.

Él se echa a reír.

—No lo dudo. Christopher es capaz de mandarle al mismísimo Dios. Ni un ascensor se atrevería a llegar tarde y estropear su horario.

Lo ha llamado por su nombre de pila, lo que me confirma que no es un simple administrativo. Debe ser amigo íntimo del señor Thomson para hablar de él con tanta familiaridad. Al final, la curiosidad me puede.

—Lo siento, no recuerdo haberle conocido. ¿Cuál es su nombre?

Chasquea la lengua y sacude la cabeza. Los rizos de su espeso cabello se sacuden con el gesto.

—Parece que nos has hecho los deberes, Brenna.

Las puertas del ascensor se abren sin previo aviso y doy un brinco cuando sueña la campanita. Tiende la mano para invitarme a entrar primero, y le respondo cuando ya estamos dentro.

—No era muy buena estudiante —reconozco y él se carcajea—. ¿Por qué no me tiende un cable y me pasa sus apuntes?

Se saca una tarjeta del bolsillo interior de la americana y me la ofrece. Cuando leo el nombre, Julian Thomson, comprendo nuestra conversación. Es el hermano de Christopher, el anterior CEO. Ahora comprendo porque le preocupa que no esté a la altura de mi nuevo papel en la empresa. Él también tiene tanto que perder si Matched sale mal, al ser un accionista mayoritario.

—No voy a "dejarte mis apuntes", pero voy a darte un consejo: Christopher toma todo lo que quiere, cuando lo quiere, sin importar lo que tenga que hacer para conseguirlo. Yo soy una prueba de ello. No crea que va a ser distinto contigo.

No tengo idea de qué habla y se lo digo.

—Me temo que no lo entiendo.

—Lo harás. Pareces una chica especial. Llámame si necesitas refuerzos. —Hablo en serio, Brenna. Llámame cuando lo necesites. No permitas que mi hermano se haga con tu alma, no sabrá valorar su belleza.

Asiento, mientras me recorre un escalofrío. Hasta su propio hermano cree que es el demonio encarnado. Me guardo la tarjeta y me aclaro la voz.

—Lo siento —digo.

—¿Por qué? Tú no tienes culpa alguna de que mi hermano sea una persona sin escrúpulos.

El ascensor se detiene y Julian me sonríe. Me despido con un gesto de cabeza. Salgo, pero la conversación se queda en mi cabeza. Me gustaría pensar que las palabras de Julian son fruto del rencor y que son injustas, pero me temo que son de lo más acertadas. ¿Por qué, si no, vendería su amor el CEO de una empresa tan grande?

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