2
—¿Señorita Abernathy?
La voz de una mujer, junto con un foco de luz dirigido directo a mi pupila, me traen de vuelta a la consciencia.
—¿Cuántos dedos tengo? —El rostro joven me observa con atención mientras muestra cuatro dedos frente a mi rostro.
—Lo más probable, veinte.
Su expresión se suaviza ante mi respuesta y baja la mano.
—¿Es diabética?
Asiento y me aclaro la voz antes de intentar hablar de nuevo. Estamos en una ambulancia. Tengo curiosidad de si mi horóscopo de ese día avisaba sobre tanto drama.
—Tipo uno —concreto, tratando de incorporarme.
—Le hemos inyectado Glucagon, ¿sabe lo que es?
Asiento de nuevo. Tengo diabetes desde los diecisiete años. Por eso no entiendo cómo se me ha ocurrido la brillante idea de saltarme el desayuno después de haberme inyectado la misma dosis de insulina de todas las mañanas.
—Ya me encuentro mejor. —La estridente sirena me está poniendo nerviosa, pero gracias a ella nos abrimos paso en el ajetreado tráfico de Londres y llegamos a nuestro destino en tiempo récord—. ¿Pueden llevarme a trabajar mañana o prestarme esa sirena?
La doctora sonríe y me pincha el dedo para comprobar mis niveles de glucosa en sangre. Lo curioso de la hipoglucemia es que pasas de estar a las puertas de la muerte a encontrarte perfectamente.
—¿Puedo irme ya? De verdad que estoy mejor —insisto cuando sus compañeros de la cabina me bajan en la camilla con una velocidad que me marea de nuevo. Me siento idiota con tanta atención puesta en mí.
—Tenemos que hacerle más pruebas —replica la paramédica.
Suelto un bufido, pensando en lo que va a costar la visita al hospital, pero entonces me doy cuenta de que no estamos en el público sino a las puertas del Hospital Portland, una de las clínicas más exclusivas de Londres.
—Debe haber un error —me quejo conforme empujan mi camilla hacia el interior. Estoy tentada de agarrarme a una farola para no poner un pie ahí dentro y tener que pedir un préstamo o vender un riñón—. No quiero ir a este hospital.
Para cuando he terminado de decirlo ya hemos cruzado las puertas, lo que debe sumar por sí solo cien libras.
Hago el amago de levantarme pero una voz masculina me detiene.
—¿Se encuentra mejor? —El señor Thompson nos escolta y me contempla con atención.
—Su pronóstico es bueno —le responde la paramédica.
—¿Qué hace aquí? —exclamo sorprendida, unos segundos más tarde.
—Acompañarla, por supuesto. No se me ha permitido subir en la ambulancia, he venido en mi propio coche.
Lo miro boquiabierta mientras me meten en un ascensor enorme.
—Por favor, no es necesario... debe estar muy ocupado —balbuceo— Por favor, márchese.
Lejos de hacerme caso, entra en el ascensor con nosotros y me siento ridícula recostada con la luz del fluorescente en mi cara mientras todos me observan desde arriba.
—De hecho, quiero marcharme yo también.
Ante mi declaración, el señor Thompson mira a la doctora con una expresión interrogativa.
—Es recomendable que se haga una analítica y que permanezca ingresada bajo observación —replica esta.
—¿Ingresada? —chillo horrorizada—. No, no, no...
—Un episodio así puede haber afectado a otros parámetros —insiste la doctora.
—Iré a ver a mi endocrino.
—Señorita Abernathy, se ha desmayado. Debe seguir las recomendaciones de los médicos presentes —ordena el señor Thompson. Con el ceño fruncido, no distingo entender si su insistencia trata de preocupación sincera por mi salud o ya está interpretando el papel de Matched—. Visitar a su especialista supondrá un retraso en las pruebas.
—Entonces quiero pedir el traslado a un hospital público —claudico. ¡También será caro, pero al menos podré hacerle frente a la deuda antes de jubilarme! —estallo, incorporándome a medias en la camilla antes de que unas manos me empujen los hombros con suavidad para tenderme de nuevo.
—Tranquilícese, por favor —ruega un asistente. Su altura y peso le hacen el candidato perfecto para cuidar a los enfermos del ala que usa chalecos con hebillas cerradas. Me siento como si necesitara uno.
—No se preocupe por eso —dice Thomson.
¿Qué no me preocupe? Tal vez un millonario no necesita pensar en esas cosas y puede inquietarse tan solo con su salud, pero los demás no tenemos ese lujo. ¿Cuánto se cree que cobro por limpiar su empresa? Mi nómina semanal no me da ni para comprar una de las mantas finas que me cubren hasta el pecho.
—No puedo permitirme este lugar—confieso al fin, un tanto brusca.
Se hace un silencio incómodo en el ascensor. Todo son preocupaciones por el paciente hasta que este declara estar sin blanca.
El señor Thompson tuerce el labio superior. No es una sonrisa de condescendencia, pero se parece mucho.
—Lo que quería decir es que no tiene que pagar nada —musita con discreción. Los sanitarios apartan la mirada y fingen estar interesados en las anodinas paredes del ascensor.
Por suerte, llegamos a la planta a la que me conducen y decido esperar a estar a solas con él para aclarar el asunto.
Me adjudican la habitación 306, que de no ser por los artilugios médicos y la cama mecánica, bien podría ser la suite de un hotel. Por supuesto, es para un solo paciente, y cuenta con un sofá cama con pinta de ser más cómodo que el colchón de mi casa.
—Enseguida vendrán de enfermería para tomarle una muestra de sangre —me informa uno de los auxiliares que me ayuda a pasar de la camilla al sillón reclinable que hay junto a la cama, antes de salir y dejarme a solas con él.
No espero más, temerosa de que la cuenta aumente por cada minuto que paso en este lugar. Me levanto dispuesta a firmar el alta voluntaria y salir de allí cuanto antes.
—Le agradezco mucho las molestias y el ofrecimiento, pero mi enfermedad no tiene nada que ver con la empresa. No hay razón para hacer frente a los gastos —le informo mientras me dirijo a la salida de la habitación.
La expresión del Señor Thompson es inescrutable. No es fácil saber si está enojado o aliviado.
—Le prometo que iré al hos... —me detengo de golpe al toparme con un bíceps frente a mi rostro. Ha apoyado la mano contra la pared, cortándome el paso.
Por un momento me distrae la fragancia que desprende. El perfume mezclado con el olor de su piel es un cóctel molotov para mis sentidos. Tal vez son sus feromonas, pero el caso es que debería embotellarlo y vendérselo a otros hombres.
—No me obligue a secuestrarla. —Su tono es inflexible pero suave. Su pronunciación es conocida como received, la más refinada entre las variantes británicas. Acostumbrada al acento escocés de los muchachos de mi tierra, nunca creí que algo así fuera a seducirme. Solía asociar ese acento a viejos pomposos y aburridos. El señor Thompson ha cambiado ese concepto con solo susurro de sus labios carnosos—. Quédese esta noche y hágase las pruebas. Por favor.
Me siento incapaz de rechazarlo. O quizá me está hipnotizando con sus ojos negros. Tienen un brillo cansado, incluso triste. No quiero añadir más preocupaciones a su lista. Asiento, y él se relaja. Aparta el brazo de mi camino y da un paso atrás, restaurando la distancia personal entre nosotros.
—¿A quién quiere que avise de que está ingresada aquí? —pregunta a continuación.
—No es necesario que avise a nadie.
—Pero sin duda su familia querrá...
Niego con la cabeza, estremeciéndome al imaginármelos aquí. Mi madre destrozándome los tímpanos con sus críticas y mi padre actuando como si fuera un hecho que voy a regresar con ellos a Glasgow sin haberlo discutido siquiera conmigo.
—Mi familia está en Escocia —digo a modo de excusa.
—Eso no es un problema habiendo vuelos —replica él. Me doy cuenta de la cantidad de impedimentos que encontramos la gente normal que no existen para los ricos—. Dígame cómo puedo contactarlos.
Suspiro, entendiendo que no va a rendirse hasta que me vea instalada y acompañada.
—Para su tranquilidad, puedo avisar a un amigo —ofrezco—. Vive en Londres y así no tiene que venir nadie desde Escocia por una noche.
El señor Thompson me observa con cautela y cierta curiosidad mientras apunto el teléfono de Brodie en un bloc de notas que hay en la mesita.
—Se lo sabe de memoria —comenta cuando le entrego el papel.
—Supongo que mi móvil se habrá quedado en su oficina —farfullo.
Me aprendí el teléfono de Brodie a propósito ya que es mi contacto de emergencia en Londres. Dos escoceses en tierra inglesa. Me pregunto si cree que es mi novio, pero como no comenta nada al respecto, no le doy más explicaciones.
Parece que él tampoco se ha traído el móvil. Toma el papel que le entrego y juega con él entre los dedos.
—Bien —dice—. Me encargaré de que esté confortable y de que la acompañen durante la noche. Si mañana le dan el alta y se encuentra en condiciones, continuaremos nuestra conversación.
Su acento es suave y su voz no denota ningún tipo de aviso, pero me suena a amenaza.
Cuadro los hombros y alzó el mentón. Por fin, entiendo que no va a despedirme, todo lo contrario. Probablemente sus planes incluyen sexo en la mesa de cristal de su oficina, por lo que tengo que dejarle bien claros los míos, y que no coinciden.
—Bien podemos acabarla aquí y ahora. Me encuentro perfectamente.
Esa ceja se alza de nuevo, mientras examina rápidamente mi camisa desgastada, los leggins comprados en Primark y las zapatillas confortables de deporte. Ni de lejos el mejor disfraz para abrir las piernas encima de la mesa. No obstante, no hace ningún comentario sobre mi vestuario, sino que tiende la mano y me acaricia la zona de bajo los ojos.
—Ojos verdes. Con el cansancio o después de haber llorado, se vuelven asombrosos.
Me pierdo en su voz como si hubiese pronunciado un hechizo. El instinto me dice que debería rociarlo con agua bendita, pero me siento tan bien, que paso de su recomendación. Procuro encontrar algo en su mirada oscura, no obstante, es impenetrable. Sus pensamientos y emociones están bien ocultos. No sé qué creer, pero recuerdo qué quería decirle.
—¿Qué espera de mí?
Su mano cae de golpe, cómo si una fuerza la hubiese empujado.
—Creo que demasiado —dice y pasa por mi lado para salir del cuarto.
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