Capítulo 8
—¡Sorpresa!
Estaba decidida a ser la causante del asombro de Taiyari al menos una vez en mi vida. Podía ser esa mañana o dentro de veinte años, no tenía prisa. Lo más inquietante de mi objetivo era imaginar que seguiríamos frecuentándonos cuando posiblemente ni siquiera nos dirigiéramos la palabra después de esa tarde.
Sonreí orgullosa al comprobar había alcanzado esa meta más rápido de lo esperado. Su expresión, con caída de mandíbula incluida que recompuso en un segundo, fue la prueba de que no había levantado ni la menor sospecha de mi plan.
—¿Qué es esto? —cuestionó tomando el paquete que dejé caer sobre su pupitre. El papel celofán permitía ver la respuesta, pero él fingió no comprender.
—Galletas. Las hice yo misma —mencioné, justificando alguna falla, nerviosa por su recepción. Taiyari pasó la mirada de mí al paquete—. Mi abuela me enseñó, pero ha dejado el trabajo en mis manos. Yo se lo pedí.
Ella había propuesto darme una mano al verme en aprietos, luchando con la masa aguada que se me pegaba a las manos, el cabello enharinado y mi poca habilidad haciendo formas, pero me negué. Quería hacerlo todo para él.
—¿Cartas?
—¿Son lindas, no? —pregunté contenta. A mí me había parecido un detalle significativo—. Espero te gusten, si no... Solo cierra los ojos y te las comes —opté una fácil solución.
Taiyari se echó a reír por mi manera de resolver los problemas, sin complicaciones. Nunca admitiría lo mucho que me gustaba saber que lo hacía un poco feliz.
Retiró el listón brillante que aprisionaba el interior. Siendo más crítica mi falla por elaborar piezas en serie me impedirían ser repostera en un futuro, pero Taiyari no hizo referencia a lo desiguales que me habían quedado cuando se metió una a la boca.
Mordí mi labio ansiosa por el veredicto. Taiyari le dio un mordisco pequeño analizando el sabor, como si fuera un crítico. Hizo un sin fin de muecas con los labios que no supe qué significaban hasta que se los cubrió con el puño como si fuera a vomitar.
«¡Sabía que había confundido la sal con la azúcar!», me lamenté. La duda me mataba. Sentí mi piel helada, horrorizada por mi equivocación. Arruiné lo que creía sería un buen momento en una vergüenza.
El mundo se detuvo un segundo hasta que recobró su ritmo al escuchar su carcajada.
—¡Taiyari! —protesté recuperándome del susto. Le di un golpe en el hombro para que dejara de reírse de mí. No entendía por qué me preocupaba por él cuando se esforzaba tanto en hacerme rabiar.
—Lo siento, lo siento. No debo jugar así contigo después de lo que hiciste —aceptó en un momento de cordura. Asentí, era bueno que me diera la razón. Una disculpa nunca caía mal—. Curaste mi herida ayer, ahora me haces galletas... Te estás convirtiendo en mi abuela, Amanda.
Resoplé fastidiada. «¿Qué le costaba decir una tierna palabra? Un simple gracias», me quejé rodeándolo para ocupar mi lugar cuando la maestra entró.
Reconozco avergonzada que no le presté toda la atención que necesitaba, ni a ella, ni a nadie más. Pasé todas las materias con la cabeza en las nubes, contando los minutos para la última clase. Contrario a los otros días no fue mi deseo de volver a mi hogar lo que me impacientó, sino que se había llegado el momento de conocer el resultado del proyecto de redacción.
Mis dedos juguetearon con mi pluma verde mientras escuchaba cómo llamaba de par en par al resto de mis compañeros. Sonrisas, quejas, excusas, desfilaron ante una Amanda que estaba a punto de morir de un infarto si seguían prolongando su agonía. Ninguna pista. La suerte alargó mi sufrimiento lo más que pudo, disfrutándolo, al grado en que fuimos la última pareja en ser nombrada cuando ya nadie quedaba en la habitación.
Me ahorré el protocolo. Ni siquiera esperé que terminara de pronunciar mi nombre cuando ya estaba encaminándome al escritorio, con toda la decisión que mis temores me permitieron. Acomodé la aza de mi mochila, que resbalaba sobre mi hombro, para ocupar mis manos y no dar golpecitos a la mesa en una molesta manía. Taiyari tardó una eternidad, afilé mi mirada en su dirección, lo había hecho a propósito.
Dejé de concentrarme en él para encarar a la profesora que nos miraba curiosa a través de sus lentes gruesos. Sus ojos analizaron nuestros semblantes con una sonrisa. «¿Eso tenía un significado?», pregunté desesperada ante el silencio.
—Muchachos, ¿qué voy a hacer con ustedes? —mencionó con pesadez.
Me sostuve del escritorio conociendo el final de esa frase. Reprobamos o nos echarían a los tigres. Bien, exageré al imaginarme juzgada en un zoológico. Pasé saliva lastimándome la garganta. Taiyari apretó los labios para no reírse de mi semblante, me hubiera molestado con él de no ser porque estaba más ocupada recogiendo las hoja que la mujer me tendió.
Cerré los ojos antes de atreverme a revisar el resultado. «Que sea al menos un sesenta y cinco», rogué al escucharla abandonar el salón. Podía suplicar, llorar o bailar por cinco puntos más, pero no conocía milagros que regalaran una decena.
—Noventa y tres —murmuré confundiéndome con mi propia respiración. Ahogué un grito apretando mi mano a mi boca que estaba deseosa de soltar un centenar de incoherencias productos del entusiasmo. «Debe ser un error», pensé buscándole lógica ante un hecho que no la tenía. No importaba, si lo era no pensaba reconocerlo, defendería ese número incluso ante un monstruo de siete cabezas.
Busqué la mirada de Taiyari solo para comprobar era real, que él también veía lo mismo que yo. Su media sonrisita lo delató. Lo conocía, aprovecharía la ocasión para añadir una broma, esas que tanto le gustaba hacer, pero no le di tiempo de hablar. Esta vez fui yo la que nos pasmó a los dos. Siguiendo un impulso en medio de mi arrebato de adrenalina lo abracé de improvisto. Mis manos estrecharon su cuerpo por encima de los hombros, presionándolo contra el mío. Mis coletas debieron hacerle cosquillas en la cara, al igual que a mí el sentir el ritmo acelerado de mi corazón. Cerré un segundo los ojos disfrutando de la alegría que me invadió su cercanía.
Fue cuestión de segundos antes de procesar lo que había hecho, retrocedí enseguida sin darle tiempo de corresponderme.
Taiyari no ayudó a que pasara el bochorno. Acarició incómodo su cabello escondiendo una sonrisa. Las muestras de afecto no eran su fuerte, menos en público.
—Perdón, me emocioné —excusé apenada por mi reacción, evadiendo su cara—. Es que nunca había tenido una calificación tan alta en redacción —me sinceré antes de salir corriendo por el pasillo. El aire refrescó mis mejillas sonrojadas. Taiyari me siguió de cerca—. Seguro nos calificó en conjunto, porque yo soy tan mala con las letras, pero da igual. ¡Es un noventa y tres! —festejé incrédula girando sobre mi propio eje como si estuviera en un cuento de hadas.
Estaba tan feliz, no solo por el resultado sino porque lo escrito fue bien recibido.
—¿Me mostrarás tu trabajo? —curioseé porque pese a tener el mismo promedio, cada uno había anotado puntos distintos. Esa fue mi estrategia para aligerar el ambiente. Le pedí su hoja, él negó con decisión.
—Ni lo intentes, Amanda. No lo conseguirás —me frenó anticipando mi intención de convencerlo. Decidí no presionarlo, estábamos demasiado contentos para arruinarlo. Al menos así pareció hasta que Taiyari borró su expresión alegre regresando la seriedad del principio—. Supongo que aquí acaba todo... Hablo de que ya no necesitas escribirme —explicó al ver mi confusión—. El proyecto terminó.
—¿Bromeas? Claro que no, te seguiré escribiendo con frecuencia —respondí. Había disfrutado tanto leyéndolo que no deseaba cortar de un tajo ese lazo—. A menos que te moleste, entonces dejaré de hacerlo.
—No me haría mal saber de ti —aceptó, encogiéndose de hombros.
Esa era su forma de ocultar que la idea le había gustado tanto como a mí.
No incumplí a mi palabra. Seguí preparando cartas una o dos veces por semana. Ahora sin ninguna obligación que nos forzara, pero con más cariño que nunca. Despojándonos de excusas, siendo nosotros mismos.
Había algo en Taiyari que me atraía hacia él como un imán a medida que lo conocía. Una sensación desconocida que me hacía sonreír cada que su imagen llegaba a mi mente, una necesidad ridícula que tenerlo cerca. Aferrándome a cualquier bobería para charlar con él. Sintiéndome especial porque era la excepción a su regla. Taiyari no cambió, siguió con su actitud de chico reservado, pero dejó de quedarse al margen conmigo. Buscaba mi compañía tanto como yo su voz. Nos entendimos como si fuéramos amigos de toda la vida, no porque compartiéramos temas en común, sino porque empezamos a comprender nuestras diferencias y sobrellevarlas.
Era demasiado joven para entenderlo, para darle un nombre a lo que despertaba en mí. La Amanda que seguía abrazándose a no crecer solo sabía que deseaba tenerlo a su lado porque con él los minutos corrían despacio, el dolor de estómago se debía a las risas, los nervios hacían sonreír, los enfados siempre tenían una tregua divertida.
Supongo que me uní a Taiyari como quien se abraza a una tabla salvavidas. El color de mi vida estaba apagándose poco a poco por los frecuentes problemas en casa, la infancia esperanzadora se alejaba en dirección opuesta, pero el rayo de luz que resultaba de su compañía me hacía más sencillo el andar.
De pronto crecer ya no me pareció tan terrible.
Taiyari era consuelo. Yo la excusa que necesitaba para salir un poco de su burbuja.
Volqué mis ilusiones adolescentes, todo el cariño que podía brindar, a él. Le di tanto de mí porque sentía él correspondía a mi afecto. Lo quería, como se quiere al primer amor, creyendo que nunca es suficiente. En secreto porque me apenaba reconocerlo.
Era feliz pese a mis problemas, mi hogar desmoronándose, mi peligrosa tendencia de ir contracorriente, porque él estaba ahí. El mundo afuera se transformó en un caos que pintaba no tener salvación, pero dentro de esas paredes escribí un nuevo capítulo. Y pasé por alto que cada historia tiene sus tropiezos, los míos estaban a punto de comenzar.
Gracias por acompañarme esta semana ❤️. Ya llegó el momento del drama ❤️❤️. Nos vemos la próxima semana, se vienen muchas sorpresas.
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