Capítulo 30 (Maratón 2/3)
Un golpe a la puerta.
Llevé mis manos a la espalda mientras daba un vistazo discreto al pasillo desolado. Un tranquilo edificio de departamentos, de paredes grises y aroma a vainilla. Me gustaba, el único pero que le encontraba eran sus estrechos corredizos que convertían en una odisea cualquier mudanza.
Volví la mirada al frente deprisa al escuchar el sonido de la perilla. Sonreí cuando Ernesto me recorrió de arriba a abajo, como si no pudiera reconocerme.
—¿Amanda? —cuestionó incrédulo. Lo entendía, jamás lo visitaba tan temprano. Se trataba de una emergencia.
—Hola. ¿Te interrumpí? Puedo venir después —propuse. Lo último que deseaba era darle problemas en su día de descanso, aunque pareciera lo contrario.
—Sabes que no molestas. Pasa —me dijo tomándome de cintura para arrastrarme al interior. Reconocí la ubicación exacta de los muebles porque le había ayudado a acomodarlos hace un mes decidió mudarse—. ¿Problemas con la boda?
—No. Nada de eso —respondí. Me las arreglaba bien con la ayuda de mamá—. Quería platicar contigo sobre Taiyari —comencé. Ernesto no disimuló el desagrado. Su mano abandonó mi cuerpo, prefirió adelantarse solo al sofá. Yo suspiré siguiéndolo—. Estuve pensando en lo que me dijiste hace unos días. Creo que tienes razón, esconde algo de mí.
Su rostro se iluminó al oírme. Había deseado tanto escuchar mi derrota.
—Gracias al cielo. Sabía que lo entenderías —celebró abrazándome. Yo le correspondí con fuerza, aferrándome a su camisa, temiendo se convirtiera en el último. El temor latente de perderlo siempre estaba oculto en mi corazón. Quizás por eso me costaba tanto avanzar—. Ya era hora que te deshicieras de aquella obsesión. Empezabas a preocuparme.
—No... —susurré avergonzada. Él fue separándose de a poco, dejándome un hueco que ocupó la culpabilidad—. No se trata de eso. —Callé un segundo reuniendo el valor de desafiarme a mí misma—. He tomado una decisión. Voy a viajar a Colombia para conocer la verdad.
—Oh, no, Amanda —resopló frustrado. Se llevó ambas manos a la cabeza, sin poder creerlo—. ¿Tú estás loca o qué? Acabas de aceptar que ese tipo está mintiéndote y tu solución es ir corriendo directo al peligro.
—Taiyari no es peligroso. Es cierto que miente, pero hay una razón —argumenté. Él negó escéptico—. He venido hasta aquí para pedirte que me acompañes, si tú quieres —agregué suavizando mi voz.
Ernesto rio sin ganas, me miró como si hubiese perdido un tornillo.
Limpié mis manos nerviosa en mi pantalón. Me costó mantenerme firme ante su mirada.
—Creo que es lo mejor para los dos. Nos dejaría mucho más tranquilos. No lo conoces, si lo haces cambiarás de opinión. Él no es malo, solo está asustado. Quiero saber la razón —le pedí para que me entendiera. Un milagro que jamás llegaría—. Escúchame, tengo la corazonada de que....
—¡Lo que me dejaría más tranquilo es que dejaras ese disparate de una buena vez! —estalló furioso, alzando la voz. Yo di un paso atrás por la impresión. Ernesto se percató al instante de su error, se dejó caer en sillón cubriéndose el rostro. Yo me quedé de pie, sin saber qué hacer. Mi corazón corría deprisa del susto—. Mira lo que provoca tu amigo. Saca lo peor de mí —me echó en cara.
Guardé silencio temerosa. Era la primera vez que me gritaba.
—Por favor, abandona esta idea absurda. Olvídate de ese tipo que no pinta nada en nuestra vida —me suplicó agobiado.
Clavó sus ojos atormentados en los míos. Pasé saliva nerviosa al ver que estaba a punto de romperse. Me sentí terrible al ser la causante de su sufrimiento, de llevarlo a los límites porque me negaba a abandonar mi objetivo. Una parte de mí consideró darle el gusto, pero si lo hacía me fallaría en lo único que aún sentía mío.
—No le pondré un punto final sin saber por qué —repetí despacio.
Ernesto endureció sus rasgos, juzgando mi atrevimiento.
—Conmigo no cuentes —concluyó, tajante.
Había considerado esa respuesta. Ernesto no tenía relación con Taiyari, tampoco obligación de abogar a su favor. Eso no cambiaba mi postura.
—Vine hasta aquí para comentarte mis planes, quería incluirte en ellos, pero no confundas las cosas —susurré retando mi propio valor. La voz flaqueó, pero no mi voluntad. Tomé un respiro llenándome de seguridad—. No estoy aquí para pedir tu autorización. Voy a hacerlo quieras o no.
Ernesto abrió los ojos sin creer como le hablaba. Yo tampoco asocié mi voz, el cuerpo y pulso que aceleraba mi respiración. Sin encontrar otro motivo para estar ahí, y quizás tratando de huir de otra lucha, me di la vuelta dispuesta a marcharme a casa. Yo había hecho lo que me correspondía.
—Amanda, ven acá —me llamó, alcanzándome. Tensé mis hombros, asustada cuando quedamos frente a frente, sin conocer sus planes, hasta que él me sorprendió envolviéndome en sus brazos—. Te acompaño —murmuró a mi oído. Suspiré aliviada. Sonreí agradecida por su apoyo. Me quitaba un peso de encima saber que estaría conmigo, que no estaba enfadado—. Pero solo te adelanto que te vas a arrepentir —agregó, tirando mi optimismo al océano donde se hundió.
No quise creerle, pese a que una voz en mi interior callaba el mismo presentimiento.
—¿Él lo sabe?
—No.
Sabía que me odiaría al inicio, pero tenía suficiente cariño para equilibrar nuestra balanza.
—¿De dónde sacarás el dinero? —curioseó sin dejar escapar un detalle.
Por suerte, tenía resueltas sus interrogantes.
—Creo que mi nariz puede esperar —le conté, a sabiendas que era necesario soportar un sacrificio. A Ernesto la idea no le gustó del todo.
—A mí me parece que eso era más importante, pero qué hacemos. Ay, Amanda, estás completamente loca —se resignó.
Yo dibujé un intento de sonrisa que tembló en mis labios. No merecía un cariño como el suyo, literalmente.
—Gracias por todo, Ernesto —mencioné con profunda sinceridad, deseosa de hacerle saber que valoraba el sacrificio.
Él ni siquiera me escuchó, más concentrado en capturar mis labios que en lo que pudieran decir con ellos. Terminé cediendo, dándole lo que buscaba en mis deseos de no darle otro motivo para que dudara de mis sentimientos. Evitando una pelea más sobre lo buena que era para exigir, pero lo poco que entregaba a cambio. Siempre intentando hallar excusas absurdas que Ernesto ni siquiera escuchaba. Él nunca se detenía a oírme.
Tal vez era mejor, después de todo, tenía la sensación de que estaba quedándome vacía, sin nada que mereciera la pena decir.
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