Capítulo 1


Estaba a las puertas del infierno.

Pegándome al cristal, escaneé a detalle el área por la ventanilla.

La entrada, un portón de rejas blancas, se encontraba custodiada por tres cabezas que chiflaban insultos y gritaban estupideces dignas de un cerebro del tamaño de un cacahuate. La única diferencia con el famoso monstruo del inframundo era que cada uno de ellos poseía un cuerpo, enorme, robusto y repleto de deseos de darte una paliza memorable.

Lo más cuerdo hubiera sido correr en dirección opuesta de aquellas peligrosas bestias, de no ser porque me era necesario atravesar ese camino todas las mañanas.

Unas carcajadas me sacaron de mis pensamientos, como quien tira de un pescado fuera del agua. «Amanecieron más graciosos que de costumbre», concluí al ser testigo de su ridículo hostigamiento a un delgado chico por llevar un pantalón con tirantes. Observé mi atuendo. Una sudadera de lana rosa, ligas de colores en el pelo y tenis altos. Pasé saliva lastimándome la garganta.

«Resultado del análisis: estoy frita, como el pollo de mi cumpleaños».

—¿Amanda, estás bien?

Pegué un respingo y contuve un grito al escuchar una voz a mi lado. Había olvidado que seguía a salvo en el automóvil de papá. Él observó intrigado mi semblante desagradable.

—Mejor que nunca —mentí para no preocuparle. Me esforcé por sonreírle, pero mi actuación fue tan desastrosa que decidí bajar para no seguir enfrentándome a su mirada.

Él tenía el poder de hacerme soltar la verdad sin darme cuenta, como si pudiera ver dentro de mí. No me arriesgaría. Lo único que lograría contándole lo mucho que odiaba acudir al colegio sería complicar la situación. Conocía el final sin antes escribir la primera página.

Papá intentaría hablar con los directivos. No resolvería nada. Quedaría como una auténtica niña que no podía defenderse sola. Los demás tendrían otro motivo para odiarme, me harían la vida imposible, abandonaría la escuela cansada de la presión, mamá se lo recordaría cada segundo hasta el día de su muerte. Me convertiría en una desempleada más sumida en la depresión y me suicidaría antes de los veinticinco. Quizás no en ese orden, pero era muy posible que varias de ellas se cumplieran. Preferí no tentar a mi suerte.

El verano terminaba en la ciudad, el aire de otoño despeinó algunos mechones que habían escapado de mis gruesas trenzas. «Tengo que ser fuerte», resoplé armándome de valor. No podía brincar esa etapa de mi vida, por más que lo deseara. Todo mundo se veía obligado a soportarla. Un castigo universalmente aceptado.

—¿Estás segura de que nada malo sucede? —insistió papá al verme distraída, ladeando un poco su cabeza.

Deseché la tentadora idea de pedirle que me llevara a casa, a cambio de aprender todo por mi cuenta ahorrándome la parte traumática de mi juventud.

—¿Te veré hoy en la comida? —cambié de tema.

Hace unos meses ni siquiera se me hubiera ocurrido hacer esa pregunta porque su respuesta siempre era sí. Sin embargo, papá comenzaba a ausentarse con frecuencia de casa después de su reciente ascenso. No lo culpaba, él había puesto la idea sobre la mesa y nosotros lo apoyamos, un hecho natural después de trabajar para la misma compañía de zapatos durante la última década.

Él se lo pensó, volvió su mirada al frente repasando su interminable lista de pendientes. Por la manera en que contrajo sus cejas adelanté la respuesta. La misma de todos los hombres ocupados.

—Haré unos macarrones con queso que te harán chuparte los dedos —agregué para convencerlo, en un clásico chantaje que funcionaba. La risa de papá resonó en el interior del vehículo mientras yo me preguntaba cómo demonios se cocinaban esas cosas. A duras penas sabía hervir un huevo—. Mamá dice que es momento de aprender. También que la hora es la ideal porque todos los servicios médicos están abiertas por si llego a intoxicarlos —recordé divertida sus propias palabras.

—Tu madre siempre tan precavida —murmuró. Me encogí de hombros sin llevarle la contraria—. Es una buena oferta. Pasaré por allá —me prometió con una dulce sonrisa.

Le imité dando un paso atrás para permitir que se marchara. Ya era tarde.

El motor rugió antes de ponerse en marcha. Seguí su recorrido con la mirada hasta que el pequeño automóvil azul dobló en la esquina. Una parte de mí quiso traerlo de vuelta, pero aunque conocía de memoria la película de Matilda aún no desarrollaba sus poderes telequinéticos por lo que comprendí que había perdido la oportunidad. Me aferré a su compromiso para resistir otro día más. «Solo unas horas y estaré segura en casa», me consolé.

Al menos esa era mi intención hasta que di media vuelta. Mis ánimos descendieron por mis pies, cavaron su tumba y se enterraron en la tierra al percatarse del vivo interés del trío en mí. El rubio regordete era el que más me intimidaba. Sostuve con fuerza el asa de mi mochila. Primero un paso, luego otro en línea recta. Intenté verme lo más segura de mí misma pese a que las piernas me temblaron. No podía volar, hacerme invisible o aparecer al otro lado, pero sí correr como una gallina. Durante esos meses desarrollé mi nula rapidez para darles apenas tiempo de reparar en mi existencia. Aumenté mi velocidad en el último trecho.

—Vuela tucán —gritaron, burlándose de mi huida.

Sus risas perforaron mis oídos, pero me prohibí volver la mirada.

Además de su físico también tenían un malicioso ingenio para otorgarle un apodo a todo lo que se moviera. El mío era tucán, ganado en honor a mi nariz aguileña. El rasgo que más odiaba por el número de inseguridades que me regaló en mi infancia. La genética me jugó una mala broma. Mi madre era una mujer guapa, de un cabello precioso, alta y rasgos finos, sobre todo una nariz exquisita que envidiaba. Durante muchos años tuve que soportar los comentarios hirientes, intencionales o no, de otros que no podían creer la injusticia a una pobre cría que solo quería ser la mitad de linda que ella, pero que nunca lo conseguiría.

«Queda poco», me recordé porque había encontrado la solución a mi problema. Cumpliendo la mayoría de edad, en tres años más, le metería mano con un profesional. Estaba ahorrando para conseguirlo. Mamá pegaría el grito en el cielo, se negaría rotundamente bajo su dulce excusa de aceptarnos por nuestra esencia, dejando al lado la apariencia. Una linda visión carente de realismo. Yo podía quererme mucho, eso no cambiaría que siguiera siendo el tucán para el resto.

Sobrepasando la línea de peligro contemplé aliviada mi alrededor. Estudiantes cruzando el patio de un lado a otro, formando un nuevo sonido con sus voces, como dos gotas de pinturas que creaban un color. Sonreí al imaginar el motivo para hablar tan animados.

A pesar de llevar varios meses en la preparatoria aún no lograba cogerle el ritmo, era como subir en una montaña rusa incendiándose. Sin embargo, tenía que reconocer mi amor por ver a las personas que cursaban. Existía una alta posibilidad de que jamás conociera el timbre de su voz, pero aquello no impedía que en mi cabeza tuvieran una buena historia. Emocionantes, llenas de tonos y matices.

Seguí mi camino pasando de un rostro a otro, asombrándome por sus expresiones que se transformaban dependiendo del tema.

Yo no era una chica sociable, nada de pasados trágicos o traumas, simplemente problemas para compaginar con los otros. Resultaba más sencillo pasar tiempo conmigo misma. Sin cuestionamientos, ni dudas. En ese entonces la mayoría ansiaba ser un adulto en todo el sentido de la palabra, yo en cambio, me negaba a crecer porque me causaba terror, deseaba ser una niña toda la eternidad. Mientras más años sumas a tu vida se arruina, eso lo sabía por los comentarios de mis padres y las evidencias eran sus fotografías de jóvenes. Felices. Libres de deudas, responsabilidades y líos.

—¡Oye! —gritaron a mi espalda. Reconocí de quien se trataba incluso sin darle la cara. Sus zapatos de charol resonaron sobre las risas de otros compañeros, hasta quedar frente a mí. Sonreí al apreciar los rulos negros alborotados en su cabello—. Recuérdame qué signo eres —me pidió distraída en las páginas de su revista.

—Cáncer —respondí de memoria.

Ana pasó las hojas deprisa hasta dar con lo que buscaba. La primera vez, hace tres meses, que escuché esa pregunta me congelé y después aguanté una plática de una hora sobre la importancia de la astrología en nuestro destino. Una buena charla que nos dejó a las dos confundidas. Tontamente creí que podríamos convertirnos en buenas amigas luego de intercambiar algunas frases amables.

—Aquí está —celebró mascando su chicle. Yo alcé una ceja—. Oh, no puedo creer, es tu día...

—Amanda —le recordé. Ella hizo un ademán para restarle importancia. Ana podía presumir de una hermosa melena, pero no de su memoria.

—Hoy recibirás una buena noticia que cambiará tu vida, pero tendrás que estar atenta para no perder la oportunidad —leyó cambiando su peso de una pierna a otra. Interesante—. Cuidado con las decisiones sobre el dinero —agregó. «Si tan solo tuviera», me lamenté—. El amor te sonreirá —añadió traviesa. Ahogué una carcajada por esas predicciones. Lo único que superaba mi falta de dinero era de romance, con eso decía todo.

Por suerte, Ana pasó por alto mi burla porque sus amigas la llamaron para que fuera con ellas. Nunca encajaría en un grupo como aquel, aunque claro que me hubiera esforzado si me lo hubieran pedido. El problema fue que nunca me atreví a dar el primer paso, a menos que fuera de vida o muerte. Me despedí alzando la mano antes de retomar camino.

Recorrí el aglomerado pasillo para hallar el salón número dos. Cuando al fin di con él, abrí la puerta despertando la atención de todos los que estaban dentro. Agradecí al cielo que volvieran a lo suyo al percatarse que se trataba solamente de mí. Caminé a mi pupitre en el centro, lejos de los inteligentes del inicio o los avispados del fondo. Un punto medio que vagaba sin formar parte de ningún bando.

Saqué un cuaderno de mi mochila y busqué la última hoja. Torcí la boca hasta dar con una en blanco. Ocupé mi tiempo libre dibujando una criatura de varias cabezas corriendo en círculos. Reí en voz baja orgullosa del resultado, sobre todo porque el parecido con los tres odiosos era admirable.

Era una pena que la vida real no fuera tan gloriosa como la de mis ilustraciones. Lo comprobé cuando escuché a la señorita Karen, la profesora de redacción, que fácilmente debía llevar más de media hora hablando sin darme cuenta, alzar su voz para despabilarnos. Mi lápiz se impactó en el suelo al reflexionar sus palabras.

—Trabajo en equipo.

Un retortijón en mi estomagó a la par de las razones del absurdo proyecto. Desde el primer día supe que sus ideas no tenían sentido, había pasado el curso entero improvisando dinámicas, pero esa en especial era la más descabellada de su lista. Repensé todas las excusas que conocía, descarté la de cuidar a mis primos que hace años se habían graduado de la universidad o llevar a vacunar a mi inexistente perro. Ya las había utilizado. «Estúpida creatividad que desapareces cuando más te necesito», me quejé.

—Anoten en un trozo de papel su nombre y dirección —nos pidió con tranquilidad desde su escritorio. Daba la sensación de estar en medio de un café y no en una habitación donde volaban cabezas—. Este proyecto consistirá en algo sencillo, estoy segura no les ocasionará mayores problemas —comentó con esa dulzura que en otras ocasiones resultaba adorable.

«¿Problemas? ¿Existir cuenta?», dramaticé como buena aspirante para el premio a actriz del año.

El proyecto no consistía en otra cosa que enviar cartas a un compañero del salón. Sí, cartas. Ya nadie usaba esas cosas, con la fama que estaban consiguiendo los teléfonos en esos años, quién se preocupaba por anotar en una hoja sus pensamientos. El propósito del inusual trabajo: matarnos. Está bien, exageré. Según la profesora mejorar la comunicación escrita. Al final haríamos una redacción sobre su experimento social.

Cuatro semanas, ese sería el periodo en el que tenía que salir de mi coraza. Uno puede pasar una vida entera levantando sus muros para protegerse, hasta que llega una persona y con una palabra los derrumba.

«Al menos no será cara a cara», me resigné, mientras las dos filas de la derecha echaban sus nombres en el frasco. A mí solo me quedaba esperar a conocer la identidad de mi verdugo.

Ordené mis peores opciones.

Gabriel era de las primeras, un fanático del fútbol del que solo se podía hablar de pelotas. Yo de eso sabía poco, la única vez que interactúe con una fue cuando me golpeó en la cabeza en la secundaria. Esa mañana perdí un combo, el piso y la dignidad. Otra mala idea sería que tuviera que establecer una conversación con Celia, la chica más lista del salón. Todo lo que conocía ella lo hacía mil veces mejor.

Llegó mi turno.

Alcé la mirada para comprobar la sonrisa de mi profesora. No entendía cómo podía alimentarse de las desgracias ajenas. Contuve la respiración abriendo el trozo de papel perfectamente doblado. Crucé los dedos mentalmente amparándome a todos los santos que conocía.

Y yo que no era muy fanática de la suerte, que siempre me había reído de la afición de Ana con ella, comencé a creer al sacar el puesto número uno de mi lista.

Taiyari Carillo.

Cerré los ojos sintiendo un vacío en el estómago.

—Taiyari Carillo. —Mi voz flaqueó cuando respondí a la mujer.

Busqué su reacción. Él siguió con la vista al frente, dándome la espalda desde el primer asiento junto a la puerta. No me ofendí, esa conductas eran típicas de él. Me había tocado armar equipo con la única persona que podía superarme en una competencia de silencios. Con el chico que parecía odiar a todos, incluyéndome. Taiyari emanaba misterio, ni siquiera habíamos intercambiado una sola sílaba en lo que llevaba el año. Para ser exacta no recordaba más que su nombre. Y daba la impresión de que seguiría así por toda la eternidad, ajeno de los murmullos a su alrededor, ignorando las miradas del resto, y seguramente cualquier bobería que pudiera soltarle.

¿De qué podía hablar con Taiyari Carillo?


Bạn đang đọc truyện trên: AzTruyen.Top