2. Castigo I

Al llegar al palacio, los guardias me dejaron en los pasillos.

De repente, sentí como mi cuerpo se debilitaba, mis piernas no eran tan fuertes, mi cuerpo temblaba. Apoyé mi espalda en la pared y cerré los ojos, esperando que mis venas dejaran de palpitar, que mi cuerpo recuperara esa energía que me había sido arrebatada.

Sentí que me iba a caer lentamente y sentí los brazos de mi mejor amigo agarrándome. Lo supe por su cabello castaño claro, sus brazos con tatuajes de animales y símbolos extraños y su presencia tranquilizadora.

—¿Por qué estás así?

Lo miré, esperando que con mi mirada entendiera el motivo de mi debilidad.

—No puede ser, tienes que controlarte, tus venas están negras.

Dirigí mi mirada hacia mis muñecas, para comprobar lo que él estaba diciendo.

—Te llevaré a tus aposentos.

Se agachó, me tomó de las piernas y de la cintura, para luego cargarme en sus brazos. Me llevó por los pasillos del palacio, hasta que llegamos a mis aposentos.

Le pedí que me dejara a solas, noté en sus ojos amarillentos que estaba preocupado por mí, sabía cuán dolida estaba por ver a Sienna nuevamente. Acaricié su cabello y lentamente se fue para dejarme a solas.

Sabía que mis padres no se enojarían tanto como para castigarme. No era la primera vez que acudía a una de esas fiestas y no sería la última.

Me dirigí a la ventana y me apoyé sobre el borde.

Recordé sus ojos avellanas, que aunque fueran comunes, para mí brillaban de una manera muy peculiar. Sus labios carnosos envolviéndose en los de otra persona, sus manos acariciando otra piel y su cuerpo sintiendo todo tipo de sensaciones...

La vi con Azma, quería golpearla, aclararle que ella ya tenía un amor, ¿pero quién era yo para interferir en la eternidad de su placer? Solo una simple muerta.

Verla ahí, frente a mí, estando en los brazos y en el placer de otra persona, fue demasiado para un pobre corazón maldito.

Quería ser yo quien besara su cuello, quería ser yo quien la tuviera en sus brazos. Era mi derecho que milenios atrás me fue negado.

Cuando creí que mi noche no podría ser peor, oí como las puertas de mis aposentos se abrieron.

Me di la vuelta y observé a mi primo, quien traía puesto una bata de fino hilo, ya que en la noche hacía demasiado calor.

Era alto, su cabello negro era demasiado corto y sus ojos eran lo peor, porque podías ver la maldad que habitaba en ellos. Era obvio que no estaba aquí por pura casualidad.

—Así que ya volviste.

—¿Qué quieres, Aken?

Caminó hasta mí, con sus manos unidas detrás de su espalda.

—Dime la verdad, ¿fuiste a buscarla?

—No —bajé la mirada—, fue casualidad.

—¿Aún te duele? —se burló—. Sinceramente no entiendo eso del amor, ¿para qué estar atada a una persona durante toda una vida y perderse de los placeres del mundo?

—Un idiota como tú no podría entenderlo.

Me miró fijamente a los ojos, esperando alguna reacción violenta de mi parte.

—Hueles diferente, Ailith.

Seguramente por mi debilidad.

—Impresión tuya.

—Yo soy el futuro rey, Ailith, me debes respeto, obediencia y sinceridad.

Acercó su mano a la mía, acarició las puntas de mi cabello y aparté su mano bruscamente.

—No me vuelvas a poner un dedo encima, maldito infeliz.

—Enojada te ves muy sexy, pero entiendo tu postura, yo también hubiera perdido el control ante la belleza de Sienna.

Ignoré su comentario para no darle la paliza de su vida, porque sabía que esto no iba a cambiar y si un día debía reinar a su lado, lo mejor era aliarme, aunque eso implicara dejar atrás un amor imposible.

—¿Algo más qué requieras?

—Nuestro soberano no te perdonará esto.

—No hice nada malo.

—Pero lo sentiste y por si lo olvidaste, no tenemos ese derecho.

—No tenemos derecho a nada, ni a vivir dignamente.

—Exacto, así qué espero que entiendas cual es tu lugar; bajo mi sombra, ahora y por toda la eternidad.

En ese instante un soldado entró por la puerta, avisando que mis padres me esperaban en la sala del trono. Ambos nos fuimos con el guardia. Al llegar, las puertas de oro se abrieron ante nosotros, dejando ver a mis padres sentados en sus tronos, en la cima de seis escalones.

Caminamos hacia ellos, quienes me miraban un poco molestos.

—¿Por qué, Ailith? ¿Me dices? —preguntó mi padre, el hombre más viejo que pude haber conocido, junto a mi madre.

—No fue apropósito, ella... —tragué grueso—. No sabía que iría, solo quería despejar mi mente.

—¡Mentira! —exclamó Aken, mientras en sus labios, se formaba una sonrisa de maldad y gozo del sufrimiento.

—Juro que no lo sabía, padre, fue una casualidad.

Mi madre, quien portaba su corona de oro con una piedra de color rojo en el centro de su corona, se levantó de su trono, bajó las escaleras y se acercó a mí. Ambas nos miramos y ella me sonrió tiernamente.

—Ella dice la verdad, mi esposo —se dio la vuelta para mirarlo—. Ailith siempre fue dedicada para asumir el papel como la futura reina de la muerte, solo fue un desliz.

—No me importa —dijo firmemente—. Aprenderás a no huir de tus obligaciones, tendrás un castigo a la altura de tus acciones.

Ambas nos miramos, mi madre esperanzada de que el castigo fuera leve, aunque yo sabía que no lo sería. Mi vida nunca había sido fácil, ¿por qué lo habría de ser en mi muerte también?

—Ya que tanto te gustan las fiestas, irás a donde los humanos viven, para que aprendas lo que es una obligación de verdad.

—Padre, siempre fui leal.

—Estoy criando a la futura reina de las almas perdidas, no a una prostituta.

—Sí, padre —bajé la cabeza, notando que sería inútil decir algo más.

—Estarás en la tierra por tiempo indefinido, hasta que yo crea que ya aprendiste la lección —hizo una pausa—. Tienes hasta la nueva luna para despedirte de tus amigos y de tu madre para irte. Allí tendrás un departamento pequeño, comparado con el palacio,

Sin decir nada más, me di media vuelta y caminé hacia la salida, porque sabía que insistir sería muy inútil y contradecirlo, solo podría aumentar mi castigo. Además, luego de tantos milenios, ¿qué tan malo sería volver a la tierra?

De todos modos, uno siempre vuelve a donde fue más feliz.

Salimos al pasillo, él se acercó lentamente hacia mí, estiró su mano y acarició las puntas de mi cabello. Con brusquedad quité su mano de mi cabello y me tomó de la muñeca.

—Ay, querida mía, tendrás un castigo a la altura de tus acciones.

—¿Castigo por ir a una fiesta? Es absurdo, Aken.

—Es lo justo, al menos para las traidoras como tú.

Lo miré de mala manera.

—Tú arruinaste mi vida y la mala soy yo.

—Me pertenecía por derecho.

—No somos objetos, Aken, no nos puedes poseer.

—Debiste quedarte en el harem.

Se acercó a mí, con sus ojos negros llenos de ira y rencor.

—Solo hice lo que mi señora me había pedido y te informo que fue hermoso complacerla —sonreí por el recuerdo.

Me tomó del cuello y me aprisionó contra la pared bruscamente. Solté un quejido de dolor, debido a que ya estaba débil, esto solo me volvía aún más vulnerable.

—Todo será mío y un día, tú tendrás que complacerme, no creas que porque estamos muertos escaparás de tu tortura por tu traición.

Su mano cada vez hacía presión más fuerte sobre mi cuello, hiriéndolo.

—J-jamás, Aken... No me someteré a ti.

Acercó su rostro al mío, sentí como su respiración se tornaba densa, debido al aroma que emanaba de mi cuerpo.

—Me encanta, deberían hacer un perfume con tu aroma.

—Es el aroma de un cadáver, enfermo.

—¡Príncipe, Aken! —exclamaron dos voces masculinas.

Alois y Alastar se dirigieron hacia nosotros, ambos con sus miradas centradas en Aken. La diferencia entre ambos hermanos, a parte de su pasado turbio, era que Alastar no toleraba las injusticias y sabía que mi vida y mi muerte estaban plagadas de ellas.

—Déjela, ella debe irse a la tierra —exclamó el peli marrón.

Aken me miró de arriba a abajo, como si estuviera decidiendo si dejarme libre o no. Inmediatamente me soltó y pude respirar, si es que estar en este purgatorio se le puede decir respirar.

—Vámonos, Alois, debemos hablar sobre las decisiones del reino y no necesito de un general para eso —miró de mala manera a Alastar.

Ambos se alejaron de nosotros y él me abrazó fuertemente.

—¿Estás bien?

—Tranquilo, no me hará daño.

Nos separamos, me tomó de la mano y nos dirigimos hacia mis aposentos, en donde podríamos hablas tranquilamente. Al entrar, cerramos las puertas y me senté en el borde de la cama.

—¿Estás loca? ¿Provocar a Aken? Eres mejor que eso, Ailith.

—Jamás lo perdonaré.

—Y él tampoco te perdonará lo que le hiciste.

—Se lo merecía.

—No digo que no —caminó hacia mí y se sentó a mi lado—, solo quiero decirte que debes cuidarte. No vale la pena arriesgar todo por alguien que te olvidó en la menor oportunidad.

Suspiré.

—Hemos tenido esta charla más de diez millones de veces.

—Y siempre tendré razón, no lo vale, jamás lo valdrá.

No quería creerle, porque aunque era mi mejor amigo, estaba segura de que jamás tendría razón en este tema. Algo escondía esta historia, algo que estaba más allá de mi comprensión, ¿pero qué podría ser?

—Melanie estaba con ella —solté.

Abrió los ojos como platos, como si le hubiera contado un secreto de estado.

—¿Pero cómo?

—Al parecer son las princesas de su reino.

Alastar pasó su mano por su cabello, frustrado y seguramente molesto.

—¿Sabes si ella...? Ya sabes...

—Son iguales, no hay diferencia entre ellas.

Sus ojos amarillentos se cristalizaron, porque en el fondo, él sabía que ambos estábamos en la misma situación. La diferencia es que yo no lo aceptaba y él preferiría sufrir aceptando que perdió la batalla.

—Alastar, no tienes porque...

—Solo quiero olvidar, Ailith y tú debes empacar tus cosas —interrumpió.

—No quiero dejarte, sé que me necesitas y yo a ti.

—Si lo vemos por el lado bueno —me miró—, estarás lejos de Aken por un tiempo.

—¿Cuánto? ¿Un mes? ¿Millones de siglos? Ni siquiera eso bastará para que me olvide de todo.

—No dije que debas olvidarlo, solo debes aprender a vivir con eso.

—¿Sufrir y no intentarlo? No soy así.

—¿Acaso no lo entiendes? Estamos siendo castigados por haber hecho lo que hicimos.

—Jamás aceptaré esto —aclaré.

—Mientras tanto, debemos ir con el sacerdote, nos dará las indicaciones necesarias para llevarte al punto de encuentro.

—¿Me acompañarás?

—Claro, no dejaría a una mujer sola en este reino, nunca se sabe que puede suceder.

Dejamos de lamentarnos por el pasado que no podíamos cambiar y aunque en vano era, pues pronto volveríamos a aquellos sentimientos que nos mantenían prisioneros de nuestros mayores sueños, intentamos olvidarnos de ellos cada que podemos.

Sorpresa; en todos estos milenios no funcionó.

Acomodé un fardo con mis cosas, mis cuchillos, mi cambio de ropa y una espada que mi madre me había dado tiempo atrás. Nos dirigimos hacia la sala del sacerdote Enyo, en donde él se encargaba de descubrir todos los secretos de los humanos y de la eternidad.

Golpee la puerta dos veces y se abrieron, mostrándonos a un hombre alto, corpulento y de cabello blanco peinado hacia atrás.

—Princesa, que honor verla por aquí —hizo una reverencia.

—Sabes que conmigo eso no es necesario la reverencia, sacerdote Enyo.

—Lo sé, querida, pero prefiero no tener problemas —miró a mi amigo—. Hola, Alastar, ¿qué tal todo?

—Triste, Ailith estará lejos de aquí por un tiempo.

—Lo sé y lo lamento, por ambos —sonrió tiernamente—. Pasen, por favor, el rey me pidió que le diera las indicaciones para encontrar el camino a la tierra.

Entramos a la sala, en donde había miles de estantes llenos de papiros y libros antiguos con escrituras antiguas, que solo podían leer los sacerdotes y los reyes.

Tomó un papiro del estante más cercano y lo estiró sobre el escritorio. En él, se podía visualizar una fina línea que separaba nuestros mundos de la tierra, luego, había una luna, un sol y algunas constelaciones que servían como guía.

—Deben pasar la constelación de Andrómeda cuando el sol se oculte y la luna brille, solo así podrán verla con claridad.

—¿Deberíamos tener cuidado con algo?

—Claro, Alastar, debes tener cuidado con un arma mortal que nunca nadie pudo vencer.

—¿Pero qué es eso que nadie pudo vencer? No puede ser para tanto —comentó el peli marrón.

—Los sentimientos que jamás fueron superados ni olvidados —respondió el sacerdote con recelo—. Ellos controlan al alma y no importa lo que hagas, siempre te seguirán.

—No se preocupe —afirmé—, ambos debemos olvidar todo aquello que vivimos.

—¿Y cómo lo harán, princesa? Ninguno de ustedes pudo resolver aquellos sentimientos que los atormentan.

—Soy la futura reina, no tengo derecho a sentir algo por alguien, mucho menos dejarme guiar por mis sentimientos.

—Espero fielmente que así sea, princesa.

—Gracias por las indicaciones, nos veremos en un tiempo, sacerdote.

—Hasta pronto, princesa, la esperaré ansioso —sonrió de lado.

Alastar le sonrió de lado a modo de agradecimiento y ambos nos fuimos de la sala. Caminamos por los pasillos, platicando sobre cómo sería vivir en este nuevo mundo, con la nueva tecnología y las nuevas emociones que ellos manejarían.

—No será fácil, Ailith —nos detuvimos en medio del pasillo.

Coloqué mi mano en su mejilla y la acaricié.

—¿Cuándo lo fue?

—No quiero que te vayas.

—En todo este tiempo nos hemos aconsejado mutuamente, que mis consejos te acompañen en este tiempo que estaré fuera, amigo.

Me abrazó fuertemente y le devolví el abrazo. Su corazón latía fuertemente, demostrando cuán angustiado estaba por la situación.

—Te amo, Ailith.

—Yo te amaré por milenios, hermano.

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