Chapter Four: Witches among us

Lʌs BʀυJʌs ɗє Sʌʟєм

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EL MEJOR COMENTARIO SE LLEVARÁ LA DEDICATORIA DEL CAPÍTULO

Capítulo Cuatro: Brujas entre nosotros

La familia Putman en su plenitud, los padres; Thomas y Ann, y los hijos; Annie, Eric, Regina y Tom, abandonaron la casa y pusieron rumbo a la vivienda del doctor Griggs atravesando las vacías calles de Salem.

Tratábase este de un pueblo pequeño con pasajes estrechos y casas antiguas y desconchadas de madera o incluso de piedra. Aunque a las afueras si existían unas pocas que irradiaban cierta majestuosidad; eran construcciones de tejados puntiagudos y rodeadas de extensos metros de jardín. Pero estas solían ser únicamente accesibles para unos pocos y, entre ellos, se hallaba el doctor Griggs. Mas la verdadera belleza del pueblo de Salem no se concentraba en aquellas lujosas viviendas, sino en la presencia de bosque por todas las zonas del lugar.

—Padre —Eric llamó a su padre mientras caminaban hacia su destino, pues había algo en su conciencia que le reconcomía ligeramente.

—Dime —El hombre miró a su hijo agahando la mirada.

Esta noche he tenido un sueño en el que...

—Ya lo sé, hijo —interrumpió Thomas revolviéndole el pelo de la cabeza cariñosamente—. Ya lo sé.

Cruzaron  los seis una de las pequeñas calles y vieron a lo lejos una mujer sentada en el suelo practicando el acto de la mendicidad.

—¡Oh! ¡Qué bella estampa familiar! —exclamó la señora al ver a los Putman—. Apiádense de esta buena mujer y ayúdenla a sobrevivir dándole para comer.

—No, gracias —dijo Thomas alzando la palma de la mano en señal de negación—. No tenemos dinero.

—Mas no solo me alimento con unas monedas, existen otras formas... —La mujer clavó su maliciosa mirada en Annie, la cual tragó saliva asustada.

Cuando ya se habían alejado  de aquella indigente, la niña miró atrás. La mujer, que se había puesto en pie, danzaba en círculos felizmente.

—Dame tu cabeza, Annie —gritó a lo lejos—, o si no, tendré que arrancártela yo misma.

Acto seguido la señora comenzó a reír de forma estridente y siniestra.

—Madre, ¿has oído lo que ha dicho? —Ante la negación de su progenitora, la niña formuló otra pregunta—. ¿Quién era esa mujer?

—¿La que estaba pidiendo? —preguntó retóricamente—. Es Sarah Good, cariño. Una pobre mujer con problemas que vive aquí desde hace ya mucho tiempo.

—¿Y por qué no la había visto antes?

—Debe de salir poco de su casa, hija. La verdad es que no me la encuentro mucho por la calle, pero cuando tu padre y yo nos vinimos aquí a vivir esa mujer ya mendigaba por el pueblo suplicando comida.

—¿Pero dónde vive? ¿En qué casa? Si no tiene para comer ni siquiera...

—Pues no lo sé, hija, supongo que en algún lugar tendrá que dormir...

Al poco tiempo de seguir andando, llegaron a la vivienda del doctor Griggs.  Era la primera vez que los niños veían el edificio,  pues siempre eran atendidos por el médico en su propia casa, prefería trabajar a domicilio.

Thomas abrió la alta verja azabache que rodeaba la parcela y caminaron hasta el gran portón principal.

—¡Mira, padre! —gritó Tom, el menor de los hijos, al ver en el jardín un gran árbol de cuya rama principal caían dos infinitas cuerdas que se unían a medio metro del suelo por una tablilla de madera—. ¡Qué columpio más grande! ¿Por qué nosotros no tenemos uno igual? —preguntó el niño algo desilusionado de forma repentina.

—Pero hijo, ¡si ese columpio es nuestro! —mintió el padre. Thomas no quería bajo ningún concepto que su hijo se sintiese desafortunado por su escasez de dinero.

—¿En serio? —dijo boquiabierto.

—¡Por supuesto! Corre, ve a usarlo.

Tom salió rápidamente hacia él seguido de su hermana Regina, la cual también ansiaba montarlo.

El padre llamó a la puerta mientras observaba sonriente cómo sus dos hijos disfrutaban con el columpio. Esta se abrió segundos después por una sonriente mujer.

—¡Buenos días, señora Griggs! —saludó Thomas segudido de su mujer y sus hijos.

—Buenos días, queridos —La sonrisa de la mujer no desapareció a pesar de su cara de sorpresa—. ¿Qué deseáis?

—Venimos a ver al doctor Griggs —se adelantó Eric.

—Mi marido aún no se ha levantado de la cama —rió agradablemente—. Es demasiado perezoso... no sé ni cómo ha llegado a ser médico.

La familia permanecía estática en la entrada sin saber qué hacer, lo que pudo percibir la señora Griggs.

—¡Ay! Perdonen mi educación; adelante, adelante, pasen, siéntense donde les parezca, iré a avisar a mi marido.

La mujer se acercó a las escaleras del recibidor y comenzó a gritar.

—¡William! ¡La familia Putman ha venido a verte! ¡Baja! —Tras los alaridos de la mujer, su boca volvió a adquirir una simpática sonrisa—. Enseguida les atenderá —informó.

—Muchas gracias —A Ann la esposa del médico le parecía una persona muy alegre y campechana, todo lo contrario a lo referido a la personalidad del doctor, que solía mostrarse frío y regio.

—No es nada, mujer —De repente la señora Griggs  cayó en la cuenta de un importante detalle—. Oigan, ¿y sus otros hijos? ¿No eran cuatro?

—Sí, sí, pero se han quedado afuera en el jardín. Han visto el columpio que tienen y han corrido a jugar con él.

—¿¡Qué!? No, no, no, no. Rápido, díganles que vengan —pidió alarmada—. ¡Ese armatoste está roto!

Tras esa afirmación, todos salieron rápido a la entrada del portón para avisar a Tom y Regina,  mas ya era demasiado tarde, esta último se hallaba en ese momento columpiándose.

—¡Regina! —gritó la madre preocupada—, ¡para!, ¡bájate de ahí!

Y entonces, antes de cualquier reacción posible, ambas cuerdas del columpio se separaron a la vez, cayendo la niña sobre la hierba del jardín. Los cinco corrieron a socorrerla por el golpe.

—Hija mía, ¿estás bien? —preguntó Ann completamente nerviosa.

—Sí, madre —Regina se sacudía la suciedad de sus ropajes mientras se incorporaba con un tremendo dolor de cabeza.

—Menos mal —Ann se arrodilló a abrazar a su hija.

—Qué raro esto, ¿no? —le dijo Thomas a la señora Griggs. Dos largas sogas seguían tendiendo en la rama del árbol, solo que ahora finalizaban a tres metros del suelo.

—Verá usted —Una explicación se cernía sobre las dudas del hombre—. Una mañana de hace no sé cuáto tiempo, salí un rato al jardín y, para mi sorpresa, me encontré con las cuerdas del columpio fragmentadas por la mitad y la tabla de madera en el suelo con dos metros de cuerda aún unidas a este. Vamos, tal y como lo ven ahora. Así me lo encontré. Jamás he sabido cómo llegaron a dividirlas —La permanente sonrisa de la mujer había desaparecido por un momento—. Y lo que hice fue anudar las dos partes y dejar el columpio como mera decoración. Evidentemente, el peso de su hija ha deshecho los nudos que unía la tabla con las cuerdas del árbol y ha caído.

—¿No sabe quién las había "rompido" la primera vez?

—Desgraciadamente no, cariño —confesó apenada—. Y se dice "roto", no "rompido" —corrigió.

—Déjelo, señora Griggs —Thomas ya estaba familiarizado con los términos inventados de su hija—. Llevamos años intentando hacer que diga bien muchas palabras sin éxito alguno.

—Una cosa —A Eric le había surgido una pequeña duda durante el extenso soliloquio de la mujer—. ¿Podría explicarme qué hace aquí un columpio?

A la señora se le hundieron los ojos por completo. —Mi marido lo construyó cuando le comuniqué que había quedado encinta. Pero bueno... Dios acabó prefiriendo que no tuviesemos descendencia por ahora.

—¡Oh! Señora Griggs —exclamó Ann dándole un codazo a su hijo por su mala educación—. Cuánto lo siento...

—No, no pada nada. Así lo quiso el Señor —La mujer se secó un poco los ojos y se aclaró la garganta—. Volvamos adentro, mi marido debe estar esperando ya.

La familia en su plenitud y la señora Griggs dejaron atrás el roto columpio. Cuando entraron de nuevo en la casa, vieron como el doctor descendía las escaleras.

—Pasen a mi consulta, por favor —ordenó acompañándose de un gesto con el brazo.

—Chicos, vosotros quedaos aquí —dijo Thomas refiriéndose a Tom, Regina y Eric.

—Pero padre, yo también quiero... —Eric quedó sorprendido por el mandato de su progenitor.

—Hijo —cortó—, tú te quedas aquí fuera, vas a preparar un pastel con tus hermanos y la señora Griggs —El chico seguía decepcionado y con la frente gacha—. ¡Venga! No te enfades.

Thomas, Ann y Annie entraron  en la estancia de la vivienda indicada por el doctor dejando tras de sí la triste mirada de Eric.

—Siéntense —ofreció el señor Griggs.

Los tres tomaron asiento frente a la mesa del hombre.

—Padre, muévete un poco que no cabo.

Thomas se echó a reír.

—Veo que su hija sigue teniendo una mala dicción al hablar —El doctor esbozó una leve sonrisa—. Pero bueno, imagino que no habrán venido a mi casa para comentar ese problema; cuéntenme, ¿qué sucede?

—Pues verá doctor...

—No, mujer, por favor, llámeme Will.

—Está bien, pues verá Will —La madre tomó aire para comenzar a hablar mientras el doctor cogía tinta y papel—, resulta que anoche toda mi familia soñó lo mismo, me refiero, los seis hemos tenido el mismo sueño, bueno, pesadilla mejor dicho. Cada uno desde su perspectiva.

—Bien, ¿y qué tiene eso de malo?

—Pues verá... Will —El médico asintió—, esta mañana nos hemos levantado y guardabamos las secuelas de lo soñado.

—Bien, ¿y qué tiene eso de malo?

—Pues verá... ¡Will! —El hartazgo acompañado de enfado de la mujer era perfectamente notable—. En mi sueño, a mí mi hija me arrancaba un trozo de carne de la mano y mire —Ann se quitó el paño ya nada húmedo de alrededor de su mano mostrándole al doctor el mordisco.

—Bien, ¿y qué tiene eso de malo?

—¡Pues verá, Will! —comenzó a gritar—. ¡Que me falta un puto trozo de mano! ¿Sigue sin verle lo malo o tiene usted algún tipo de retraso?

—Ann, cálmate —Thomas intentó tranquilizarla.

—No, ¡es que me saca de quicio!

—No se preocupe señor Putman, ya calmo yo a su mujer —Will agarró la pluma como si de un puñal se tratase y lo clavó limpiamente en el cuello de esta y lo extrajo al instante. La sangre empezó a brotar con mucha presión inundando las paredes de rojo.

Ann dejó escapar un gritó ensordecedor y justo antes de cerrar los ojos vio como del techo de la habitación una mujer sin faz y con unas vestimentas rotas y sucias se encontraba ahorcada con los pies a la altura de la cabeza del doctor Griggs.

—¡Ann! ¡Ann! —gritaba Thomas zarandeándola—. ¡Despierta!

La mujer abrió los ojos y tomó una enorme bocanada de aire.

—¿Qué ha pasado? ¿Dónde estoy? —preguntó alarmada y mirando a su alrededor—.

—Cariño, te has dormido mientras le contaba al doctor lo sucedido.

—¿Qué? —Ann vio que todo en esa habitación era normal y pensó que de verdad habría sido un sueño—. Perdón, es que he pasado una mala noche y...

—Tranquilícese, mujer —Pareciese que William quisiera reflejar confianza en ella—. Su marido me ha narrado todos los acontecimientos acaecidos anoche y me ha enseñado la herida de la espalda. Pero aún me queda un cabo suelto —El hombre miró a Annie—, ¿qué soñaste tú Annie? Según lo que dice tu padre, en su pesadilla estabas en una especie de trance o inconsciencia...

—Bueno —La niña permaneció unos segundos en silencio sin saber qué decir hasta que carraspeó la garganta—. Estaba en el bosque. Y tras estar pérdida durante muchísimo tiempo, acabé en una cueva.

—¿Qué bosque? ¿El de aquí? —El doctor apuntaba cada palabra que Annie iba pronunciando.

—Sí, el de Salem.

—¿Una cueva en Salem?

Annie asintió con la cabeza.

—Sí, y en ella había una puerta.

—¿Una puerta en una cueva? —Ese detalle sorprendió a William.

—La abrí. De repente, me encontraba en una casa algo deteriorada iluminada con muchas velas. Y recuerdo poco más... creo que había unas personas cubiertas con capuchas y una de ellas se me acercó.

—¿Y te dijo algo? —El doctor no daba crédito.

—No, solo se me acercó. Mucho. Después se apagaron las velas, y volvieron a encenderse solas, y se volvieron a apagar y...

—Hija —Ann cortó el monólogo de la niña con una falsa sonrisa—, creo que ya lo ha entendido.

—Interesante... —dijo el doctor poniendo punto y final a sus anotaciones.

—¿Y bien? —Thomas esperaba un veredicto ansioso.

—Pues verá señor Putman...

—Por favor —A la mujer le ardieron esas palabras—, no diga "pues verá". Creo que tengo le tengo tirria a esas palabras.

—¿De verdad? —preguntó William interesado—. ¿Y sabe por qué o es un trauma de infancia?

—Me hago una idea del porqué...

—Bueno, trataré de no decirlo en su presencia —bromeó.

—Gracias.

—Como iba diciendo, señor Putman, aún no podría afirmar de qué se trata. Tendré que investigar entre todos mis libros de medicina, pero creo que lo que ustedes vieron no fue algo meramente onírico.

—¿Cree que sucedió en realidad? —preguntó Thomas sorprendido.

—Tranquilícense, vuelvan a su casa a descansen. Ya me presentaré yo allí para anunciarles mi veredicto.

—Muchísimas gracias, doctor —Thomas se levantó y le tendió la mano—. No sé cómo podremos pagarle esto.

—No piense ahora en el dinero, hombre —William les dedicó a los tres una sonrisa en forma de despedida.

—¡Hasta su visita! —Los Putman abandonaron la consulta.

—¡Nos vemos!

Cuando cerraron la puerta, Thomas llamó a sus otros tres hijos.

—¡Eric! ¡Regina! ¡Tom! ¡Volvemos a casa!

A los pocos segundos aparecieron ante ellos los niños con la señora Griggs, que sostenía el pastel que habían preparado envuelto en un trapo.

—Muchísimas gracias por todo —dijo Ann ofreciéndole una pequeña reverencia.

—No, por favor —Esta se sonrojó—. Yo soy la que les tengo que agradecer; gracias por traerme a sus hijos, son encantadores.

—Ya verá, usted también tendrá descendencia dentro de poco y podrá jugar con sus hijos.

—Dios te oiga, Ann.

En ese momento, llamaron a la puerta de la vivienda.

—Bueno, nosotros ya nos vamos —dijo Thomas—. Que veo que tiene invitados.

—No, no espero a nadie, la verdad. Iré a ver quién es.

La mujer abrió la puerta para recibir al desconocido.

—¡Señora Griggs! —exclamó.

—¡Oh! ¡Reverendo Parris! —saludó ilusionada y con su perpetua sonrisa—. ¿Qué le trae por aquí?

—Tengo que hablar con su marido, es urgente.

—Anda, pues corra, corra, está metido en la consulta.

Samuel puso rumbo a la puerta del despacho y su mirada se encontró con seis figuras conocidas.

—¡Hombre, familia Putman! ¡Qué alegría verlos!

—¡Buenos días, reverendo! —dijeron todos al unísono.

—Si me disculpan, hoy no puedo pararme a conversar. Que tengan un buen día y que Dios los bendiga.

—¡Igualmente!

Samuel abrió la puerta y la cerró a su paso. Se encontró con un doctor Griggs agitado que se movía por las estanterías cogiendo y dejando libros.

—William, tenemos un problema —advirtió con cara de preocupación.

—¿Qué quieres Samuel?

—Han llegado a Salem...

—¿Quiénes? ¿Qué dices?

—Las brujas, William, hay brujas entre nosotros.

.

Un pequeño buque acababa de atracar en las orillas de Salem y los viajeros que de él llegaban iban pasando uno a uno por la mesa del censo.

—¿Visita o estancia? —preguntaba el hombre de la mesa antipáticamente.

—Estancia —dijo un señor de mediana edad.

—¿Nombre?

—James S. Woodworth

—¡Siguiente!

La cola formada dio un paso adelante y el señor del censo volvió a preguntar.

—¿Visita o estancia?

—Visita.

—¿Nombre?

—Lorie M. Grande.

—¡Siguiente!

La fila avanzó otra vez para dar paso a un nuevo viajero del buque.

—¿Visita o estancia?

—Estancia —respondió una joven de pelo negro y piel morena cuyas vestimentas quedaban completamente fuera de lugar.

—¿Nombre?

La chica no respondió.

—Que me digas tu nombre, indígena de mierda —ordenó agresivamente.

—Pocahontas.

—¿Cómo?

—Mi nombre —dijo con voz seria y serena—. Me llamo Pocahontas.

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