Chapter Five: Vermilion voodoo

Lʌs BʀυJʌs ɗє Sʌʟєм

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DICEN QUE COMENTAR LAS PARTES FAVORITAS DEL CAPÍTULO MARCÁNDOLAS PONE DE BUEN HUMOR AL ESCRITOR. AHÍ LO DEJO. EL DUEÑO DEL COMENTARIO MÁS INSPIRADOR, MÁS ELABORADA, QUE MÁS ME GUSTE... SE LLEVARÁ LA DEDICATORIA DEL CAPÍTULO. GRACIAS.

RECOMENDACIÓN: LEERLO A OSCURAS

Capítulo Cinco: Vudú Bermellón

—Sarah, cásate conmigo —suplicó un hombre rubio de tez muy pálida sentado en la mesa.

—Que no, Alexander, no seas insistente... —respondió la mujer de espaldas a él mientras removía con una cuchara de madera el líquido de un caldero.

—Pero, ¿por qué? ¿Por qué no quieres? ¿Acaso no eres feliz conmigo? —preguntó con los ojos brillantes.

—Tómate la sopa —ordenó situando un plato de aquel líquido frente a él.

—No quiero —Se cruzó de brazos—. Contéstame.

—Es de ajo... —La mujer lo dejó caer, sabía que era su caldo preferido desde que lo probó en su viaje a las Españas.

—Bueno, lo probaré —dijo tomando la cuchara—. Pero respóndeme, por favor.

Sarah resopló y se sentó a la mesa frente a él.

—Cariño, tú sabes que yo te quiero mucho —comenzó suavizando la situación—. Sin embargo, has de comprender que no quiero casarme.

—La gente habla, Salem nos critica. No ven bien que vivamos en la misma casa sin estar desposados.

—¡Que le den a la gente! —exclamó—. Qué más da lo que piensen si nos queremos.

—LLevas tres años sin pisar la iglesia, ¿no crees que es normal que lo vean raro?

—Escucha —Sarah dirigió la mirada fijamente a los ojos de su marido—, mírame —Pasaron segundos de silencio hasta que la mujer rompió a hablar—. Yo, Alexander Osborne, no quiero desposarme en santo matrimonio con Sarah Warren.

—Yo, Alexander Osborne, no quiero desposarme en santo matrimonio con Sarah Warren —repetía inconscientemente con la mirada perdida.

—Mas a partir de ahora, cuando me pregunten, diré que estamos enlazados por la iglesia.

El hombre reprodujo de nuevo exactamente las palabras de la mujer.

—Para que las habladurías terminen y se dirijan a mi mujer como Sarah Osborne.

Finalizó el embrujo y la puerta de la casa fue aporreada de forma rápida pero suave.

—¿Quién será? —susurró a su marido, el cual volvió en sí con un movimiento brusco de cabeza.

—No lo sé, yo no esperaba a nadie —sentenció su marido.

La mujer se acercó a abrir y se encontró de bruces con una poco grata sorpresa.

—¡Sarah, mi amor! ¡Cuánto tiempo! —saludó sonriente una chica ataviada en un vestido verde de delantal blanco, con los hombros recubiertos por una manta y, lo que resultó más impactante para Sarah, sin el gorro de punto, que dejaba escapar su larga y dorada melena por su pecho—. Estás más gordita, ¿no?

La mujer cerró su puño para liberar tensión y le dio un abrazo que ninguna de las dos quería recibir.

—Buenos días, señor Osborne —La joven alzó una mano para llamar la atención del irlandés y este le devolvió el gesto para seguidamente continuar comiendo su sopa de ajo.

—Igualmente, señorita Hubbard.

—¿Qué quieres? —preguntó Sarah de forma seca en voz baja—. ¿A qué has venido?

—¿A qué tanta prisa? Relájate, mujer.

—Es que tenemos algunas cosas que hacer mi marido y yo —sentenció mintiendo.

—Ah, ¿pero estáis casados? —preguntó sorprendida señalando a ambos cónyuges.

—Sí —afirmó tajante.

—¿Desde cuándo? Si no se te ha visto pisar una iglesia en años.

—La iglesia de Salem no es la única del mundo, Elizabeth.

El silencio se adueñó de la situación hasta que la mujer rebosó de hartazgo.

—¿Me puedes decir ya qué quieres?

—Sí —respondió recogiéndose el pelo—. El reverendo Parris ha concertado una congregación en la plaza de todos los habitantes de Salem en poco menos de una hora.

—¿Y se puede saber con qué fin? —preguntó intrigada.

—Ni yo misma lo sé, soy una mandada del doctor Griggs —Elizabeth sacó un gorro con una cuerda y se lo ató a la cabeza ocultando así su cabello.

—Pues muchas gracias —Sarah comenzó a cerrar la puerta lentamente—. Que tengas un buen día.

—Hasta luego, señorita Warren... digo; señora Osborne —se despidió haciendo sorna de su nuevo apellido de "casada".

La mujer volvió a la mesa y retiró el vacío recipiente de sopa de su marido mientras maldecía.

—¿Y esta ramera quién se cree que es? —estalló—. Como si no supiesemos todos que se acuesta con el doctor Griggs, pobre mujer la suya...

—Tranquilízate, solo es su sirvienta.

—Sí, sí, pero ya te digo yo que esta arpía le sirve más que los desayunos.

—Bueno... —intentó apaciguarla él.

—Y me ha llamado gorda. Normal, ¡yo no hago tanto trabajo de piernas como ella!

Alexander se levantó de la silla y se acercó a la que para él era su ahora su mujer.

—¿Y no te apetece hacer trabajo de piernas en este momento? —insinuó el marido con una sonrisa en la cara.

Sarah se ruborizó y dejó que su marido la agarrase por la cintura llevándola hasta la mesa para tumbarla encima.

—Espera, espera —interrumpió—. Ve al dormitorio, ahora voy yo.

El hombre le dio un beso y se fue sin decir nada, abandonándola en la cocina. Sarah se acercó a las ventanas para taparlas todas, dejando la casa a oscuras casi por completo. Tomó una vela y la prendió en el suelo. Acto seguido movió la mesa con cuidado de  no hacer ruido, algo que no funcionó del todo bien.

—Cariño, ¿qué haces? —preguntó Alexander desde el dormitorio.

—Nada, nada —mintió—. Ahora mismo voy.

Sarah continuó con su andadura y comenzó a enrollar la alfombra para apartarla y tener libre acceso a una trampilla de madera color bermellón que abrió gracias a una cuchara de madera usándola de palanca, pues esta se encontraba carente de argolla de la que tirar para abrir.

Se metió con la vela y acabó en un pequeño cubículo húmedo, mohoso y lleno de telarañas con una pared frontal adornada con cirios ya apagados que encendió de nuevo con la recién prendida. Aparte de las luces de cera, ahora era apreciable una construcción lignaria del mismo color que la trampilla, bermellón, dividido en diversos estantes con nombres grabados y lleno de pequeños muñecos de diferentes aspectos.

Sarah examinó detenidamente todos los grupos de letras hasta dar con la deseada; "E. H." Tomó el títere que lo acompañaba y dejó escapar un "te tengo, Elizabeth". De otro estante tomó una pequeña cajita y la abrió, mostrando lo que había en su interior: agujas, hilos y alfileres de todos los tamaños y colores. Cuidadosamente, pasó su mano agitando sus deseosos dedos por encima de aquellos instrumentos de costura hasta que escogió dos pequeños alfileres puntiagudos, una aguja mediana y un hilo dorado, como su cabello.

Ambos alfileres fueron clavados en las dos muñecas de la marioneta y, posteriormente, la mujer ensalivó el hilo y lo enhebró a través de la aguja atándolo para que no se deshiciese. Agarró el títere de nuevo e introdujo la aguja limpiamente a través de la garganta traspasándolo en su totalidad. Después, volvió a tomar la aguja para recorrer todo el perímetro del cuello y cuando estaba ya todo rodeado, apretó y anudó la hebra con furia. Lo último que hizo antes de abandonar aquel cubículo fue cortar el hilo sobrante con unas tijeras que también había en la caja y volver a dejar la muñeca en su respectivo lugar.

Sarah asomó la cabeza por la trampilla y anodada pudo ver como Alexander la observaba en pie, al lado de la enrollada alfombra.

—¿Qué estabas haciendo ahí abajo? —preguntó asustado.

—Nada, cariño, ya te había dicho que no estaba haciendo nada.

—Déjame ver qué hay —ordenó intentando maquillar su temor.

—Que no, tranquilízate, vamos a hacer lo que teníamos planeado, venga —La mujer intentó cambiar de tema poniendo una voz sugerente.

—¡Que me dejes, Sarah! —Alexander se agachó y le asestó un fuerte bofetón a su mujer. Esta se llevó la mano a la sonrojada mejilla y le miró a los ojos.

—No te arrepentirás de haber hecho esto —Una fuerza desconocida impulsó a Sarah fuera del cubículo aterrizando de pie a la altura de su marido—... porque no te va a dar tiempo —Esta última frase no había sido pronunciada por la voz usual de la mujer, sino por una más grave y oscura.

Sus ojos se volvieron completamente negros y sus uñas se afilaron. Con un gesto de brazo el hombre fue lanzado contra la pared, chocando con esta y cayendo inconsciente al suelo. Al poco tiempo comenzó a levitar adquiriendo una postura erguida en el aire, se acercó a la pared y dio tres golpes. Toc, toc, pum. Volvió a desvanecerse y, cuando cayó al suelo, Sarah volvió al aspecto normal de siempre, llevándose las manos a la boca.

—¿Qué he hecho? —se dijo a sí misma—. No puede ser.

Invadida por un sentimiento de tristeza y angustia, Sarah se acercó al cuerpo inerte de su marido, se arrodilló, le arrancó la ropa de su torso y le dio la vuelta para verle la espalda descubierta. Nada más verlo, se echó a llorar sobre el suelo, pues no podía asumir que su pareja, hubiese sido marcada en la espalda con el número 606 escrito con su piel rasgada.

—Tranquilízate, mujer —Esta frase fue artículada por una extraña figura que se escondía en una oscura esquina de la sala.

—¿Quién ha dicho eso? —preguntó asustada.

—Yo.

Sarah corrió a destapar las ventanas para que la luz del día iluminase la esquina de la que procedía la voz, pero al hacerlo, vio que ahí no había nada.

—No, esto no funciona así —sentenció desde el mismo sitio de antes, aunque no se podía ver nada en ese lugar—. Al contrario que todo lo demás, yo soy más fácil de ver en la oscuridad, las tinieblas son las que verdaderamente me alumbran.

—¿Qué eres? —preguntó—. ¿Un demonio? ¿Un espíritu?

—No cualquier espíritu —respondió buscando parecer interesante.

—¿Un loa? —Se hallaba deseosa de que esa voz solo fuese de un loa.

—Así se nos conoce —Tras oír esto ella se calmó por completo, sabía que estos eran espíritus aliados del vudú.

—¿Eres Papa Legba?

—Casi.

—¿Barón Samedi?

Touché, mon amie dijo apareciéndose ante ella. Básicamente la figura del barón era la de un esqueleto sin ojos, ni orejas, ni lengua que podía ver, oír y hablar. Siempre cubriéndose con un elegante traje negro y un sombrero de copa alto.

—¿Qué has venido a hacer aquí? —No se fiaba de las intenciones del loa y, aunque sabía que era inofensivo, no podía sentirse del todo segura desconociendo sus intenciones.

—Vengo a ayudarte —dijo firme—. Matar al hombre con el que vivías no ha sido una buena idea, Sarah.

—¿Y qué harás? No eres tan poderoso como para devolverlo a la vida, Él ya se lo ha llevado.

—Pero puedo suplantarlo —Acompañó la frase de una risa—. Poseeré su cuerpo ahora que está vacío. Así no le darás a la gente más indicios de que eres una bruja.

En cuanto terminó de decir esta frase, el esqueleto se sumergió de un salto en el cuerpo de Alexander, haciéndolo suyo y dotándolo de movimiento.

—Muy bien, cariño, hemos de acudir a la plaza —El Barón Samedi, ahora en el cuerpo del irlandés, tomó a Sarah del brazo y salieron juntos en aquella dirección para escuchar eso tan importante que quería comunicarle el reverendo Parris a todo el pueblo de Salem.

.

—Perdonen —La joven indígena de pelo negro frenó a una familia que volvía de la casa del doctor Griggs para preguntarle por su paradero—. ¿Saben cómo podría ir al bosque?

—Sí —respondió Thomas Putman tras un largo silencio por la impresión que le había causado la chica—. Siga todo recto por esa calle de ahí y acabará encontrándolo.

—Vale, muchas gracias —Pocahontas asintió y se giró para seguir su camino.

—Papá —llamó Regina—. ¿Quién era esa mujer y por qué vestía tan raro?

—Es una extranjera, hija —Thomas miró a su mujer Ann para ver si esta daba su aprobación.

—¿Y por qué ha venido aquí? —añadió el hijo mayor, Eric.

—La gente a veces debe dejar atrás sus orígenes para cumplir una misión en otro lugar.

.

Mientras se acercaban, Sarah agachó la cabeza y susurró:

—¿Por qué? ¿Por qué he tenido que matarlo?

El Barón Samedi totalmente mudo e impermutable le levantó la barbilla con los dedos para que caminase con la frente alta y le secó una lágrima cristalina que recorría toda la mejilla de la mujer.

Llegaron a la plaza y el ambiente que se respiraba reflejaba que, en realidad, nadie sabía para qué habían sido reunidos allí, pero todos habían decidido no perderse el acontecimiento. En el pequeño escenario de madera con el que contaba la plaza, se hallaba en una esquina un instrumento de tortura. Formado por dos placas de madera con tres orificios, dos para las manos a los extremos y uno para la cabeza en el centro, la picota se encontraba en el escenario y nadie sabía el porqué.

—¡Buenos días, Salem! —saludó el reverendo Parris subiéndose al escenario—. Os he reunido a todos aquí para haceros conocedores de una mala noticia... ¡La oscuridad se ha apoderado del pueblo! —Ante estas palabras la multitud comenzó a formar revuelo y a hablar entre ellos—. ¡He de comunicaros la terrible noticia de que hemos sido invadidos por brujas! Y con seguridad ahora mismo que alguna de ellas se encuentra en esta plaza.

Sarah Osborne buscó con la mirada entre la revolucionada gente a Tituba o a Sarah Good, pero no las encontró. Su estado de alarma incrementaba por momentos.

—Alexander —llamó así al Barón Samedi para que nadie pudiese extrañarse—. Tengo que irme, lo siento.

—No, espérate —La agarró del brazo—. Escucha —ordenó poniéndose el dedo en los labios en señal de silencio.

—A partir de ahora cualquier persona de la que se tenga conocimiento o se sospeche que practica la brujería, será dejada en la picota a la espera de la salida de su juicio —amenazó levantando el puño—. Han ocurrido sucesos muy extraños estos últimos días, y no podemos permitir que sigan sucediendo —terminó su breve discurso—. Ahora, el ilustre doctor Griggs explicará el funcionamiento de la picota junto con la ayuda de la señorita Elizabeth Hubbard. Adelante.

Ambos subieron al escenario y se aproximaron a la picota.

—No sé por qué siento como un nudo en la garganta —dijo en el oído del médico, pasando la mano por la zona a la que se refería.

—Tranquila —calmó—. Va a ser solo un momento.

El doctor abrió el candado que cerraba el mecanismo con la llave y dio paso a la rubia para que posase las manos y el cuello en los respectivos agujeros.

—Una —comezó a contar—. Dos y...

Cerró la picota fuerte e inesperadamente atrapando un trozo del cuello entre las dos maderas, fuera del orificio. A su vez, el agujero era demasiado pequeño, por lo que su cuello se sentía tan oprimido que el mayor ruido que podía realizar eran pequeños silbidos de poca sonoridad. Su pelo le tapaba la cara, cuán arrepentida se debía sentir en ese instante de no llevar el sombrero para que se lo cubriese, la belleza que siempre intentaba irradiar con su cabellera se convertiría en el impedimento de su salvación. Nadie podía ver su sufrimiento, se agitaba, pero la gente lo interpretaba como parte de la actuación o, directamente, no lo veía.

—Así es como funciona la picota —explicaba con el público el médico.

Su escasa respiración entrecortada, sumada al trozo de cuello que se encontraba atrapado en la madera, generaron que su cara sudorosa se enrojeciera por completo, hinchándole las venas y los ojos. Podía sentir el palpito de aquel trozo de carne cuya presión sobre él iba aumentando paulatinamente, notaba la sangre recorriéndole todas las arterias faciales. Agitó las manos para sacarlas de los orificios, pero era imposible.

—¿Ven? Las manos tampoco pueden salir —El doctor Griggs no era consciente para nada de que estaba comentando la muerte en directo de su criada y amante.

A través de un pequeño espacio de su pelo, la joven pudo vislumbrar la figura de Sarah Osborne sonriendo, ella sí sabía que a cada segundo que pasaba la muerte se cernía más sobre Elizabeth. La rubia encogió su mano en un puño y señaló alzando su dedo índice hacia la posición de la señora Osborne. De esto sí se percato el doctor.

—¿Qué haces, Elizabeth? —preguntó recorriendo la dirección que marcaba el dedo.

En ese instante, la presión ejercida sobre la vena del cuello que llevaba aprisionada desde el principio provocó el estallido de la misma. Empezó a llover sangre sobre los pies de la chica, la cual caía a borbotones. Asustado, el doctor Griggs corrió a abrir de nuevo la picota y, tras hacerlo, el cuerpo de la chica cayó sobre el escenario ya inerte, con el cuello morado y los ojos abiertos.

—Veo que tu conjuro de vudú ha funcionado —le dijo el Barón Samedi a Sarah.

—Perfectamente —articuló feliz y sonriente.

.

Pocahontas se encontraba en el bosque, andando entre hojas y ramas de diversos árboles hasta que, después de su largo recorrido, dio con una cueva. Entró en ella y la oscuridad de su interior la consumió. Siguió avanzando a oscuras mientras palpaba las rocosas paredes frías cuando al fin alcanzó la terminación de esta. Una pared plana en cuyo centro se podía percibir una puerta de madera. La traspasó, encontrándose con unas escaleras ascendentes con velas rojas a los lados. Tras recorrer varias estancias en busca de gente, acabó dando con la que tenía vida humana en su interior.

—Hermanas —dijo extendiendo los brazos—. Espero no haber tardado demasiado en llegar.

—Calma, Pocahontas —Tituba fue a abrazarla.

—Llegas justo a tiempo —añadió Sarah Good.

—Ahora ya podemos traer con nosotros a la quinta —anunció Sarah Osborne siendo la última en tenerla entre sus brazos en señal de bienvenida.

—¿Quién será la quinta? —preguntó Pocahontas.

—No te lo podemos decir —negaron todas—. Aunque una pequeña pista sí nos podemos permitir; viene de Francia.

Oh, La France dijo la indígena, acompañando la frase junto con unas fuertes carcajadas de maldad de las cuatro brujas.



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