Chapter Eleven: My Happy Happy Family

Lʌs BʀυJʌs ɗє Sʌʟєм

Capítulo Once: Mi feliz feliz familia

Un silbido del viento acompañó al golpe de frescor que se filtró por las ranuras de la madera y desvaneció a Thomas del dormir. Después de lo que habían presenciado ese día en el cementerio, Ann había preparado todo para marchar de Salem. No iba a poner su vida y la de sus hijos en peligro, por lo que convenció a su marido para emigrar a cualquier otro lugar. Era, por tanto, la última noche que pasarían allí.

Tras cambiar su posición, acomodándose para intentar alcanzar el sueño de nuevo, notó cómo unas gotas de líquido recorrían su espalda por efecto de la gravedad. Pensó que sería algo de sudor que podría haber producido su cuerpo, así que se pasó la mano por la piel para secarlo. Para su sorpresa, al rato volvió a percibir otras gotas. Repitió la acción de antes para quitarlas y curioso, llevó su mano mojada hacia la luz de la luna que asomaba por la ventana. El líquido era rojo.

Se destapó e incorporó asustado. Miró la sábana donde había estado apoyada su espalda y se encontró con una extensa mancha de sangre. A su lado, dormida, descansaba su mujer con una respiración continua y relajada. No entendía por qué le estaba sucediendo aquello, así que agarró un espejo que tenía su esposa en un mueble de la habitación y trató de dar con el origen del acuoso carmín. 

Gracias a otro ápice de luz que iluminó un poco la situación, halló en su espalda la respuesta. Mas no lo podía creer, era imposible, no tenía ningún sentido humano ni médico. La herida con la que se despertó semanas atrás al finalizar aquella pesadilla en la que su hija Annie levitaba en la pared y luego le atacaba, volvía a sangrar. No había lógica alguna que defendiese que unas rajas que dibujaban el número 594 y que habían cicatrizado hacía tiempo retomasen el sangrado de forma espontánea. ¿Acaso el roce de la sábana podía reabrir semejante arañazo?

Aún sin creerlo devolvió el espejo a su lugar y emprendió la marcha hacia la cocina solamente acompañado con el crujir del suelo. Al llegar, tomó una palangana y una pequeña jarra con agua tibia cubierta por un trapo y las esparció sobre la mesa. Removió el paño de vasija y vertió su contenido en el barreño. Acto seguido, empapó la tela en el agua y comenzó a pasarla con dificultad por la espalda. Escocía. Dejó escapar un quejido por el picor que le estaba produciendo la entrada de agua en la herida. Una herida que parecía estar volviendo a brotar. Sentía cómo el quemazón le recorría todo el cuerpo y se apoderaba de él, pero no podía parar. Siguió bañando el trapo en la palangana para limpiarla y se disponía a repetir la misma acción hasta que notara que el corte cesase de sangrar. Mas lo único que no cesaba era el dolor que le estaba generando la limpieza del 594.

Varios minutos después y con la noción del tiempo que había transcurrido perdida por la impotencia que le había provocado el incansable trabajo, agarró otro trozo de tela seco para que acabase con la humedad de su piel. Al terminar, lo dejó caer ya derrotado sobre la mesa junto al resto de utensilios y el barreño con agua oscuramente tintada de rojo.

Volvió al dormitorio y, sin saber por qué, quedó de pie a los pies de la cama observando a su mujer reposar. La inmutabilidad de la noche hacía más sencilla todavía la tarea; por la noche nada cambia, es como si el tiempo realmente se parase y la monotonía tomase el protagonismo del orden natural. Pasó una hora, dos, casi tres, y Thomas no se inmutó de su sitio hasta que un susurro provocó el cambio. "Hazlo".

Acercose entonces a la orilla de la cama donde dormía Ann y, sin previo aviso, le arrancó la almohada de debajo de la cabeza. La mujer despertó al instante dejando escapar mientras le caía la nuca sobre la cama un breve alarido que se vio ahogado por la almohada donde reposaba dos segundos atrás. La presión le impedía respirar correctamente y respondió con un forcejeo de brazos y piernas para desprenderse del empuje de su marido, mas él era más fuerte. Al rato ya había frenado la resistencia y Thomas descubrió el rostro que había estado ahogando y quedó contemplándolo. Acercó sus dedos al cuello de esta para comprobar si aún seguía con vida y estaba inconsciente o de lo contrario, la había asesinado.

Mas, de repente, Ann tomó una fuerte bocanada de aire y le asestó una patada en el pecho que lo tiró hacia atrás. Se incorporó con rapidez y abandonó la cama corriendo. Sin embargo, su marido consiguió atraparle el tobillo antes de que saliese por la puerta y esta cayó al suelo mientras Thomas lograba ponerse en pie. Apoderose al instante del espejo que había dejado en el mueble y lo golpeó contra este para hacerlo añicos. Miles de cristales de ínfimo tamaño comenzaron a esparcirse por el suelo de la habitación. Entretanto Ann aprovechó la pequeña distracción para, de una coz al aire, deshacerse de las manos de su esposo. Arrastrándose por el suelo salió del dormitorio con la mayor velocidad posible y cuando fue a incorporarse para echar a correr, Thomas le clavó en la espalda uno de los vidrios más grandes que el espejo roto había dejado. Un grito ahogado acompañó a la puñalada. La ira de su marido le hizo comenzar a arrastra el cristal por la superficie de la piel, provocándole una gran raja de nuca a rabadilla que le dividía la parte trasera del cuerpo en dos. Dio la vuelta al cuerpo y rompió a asestar puñaladas en el lado izquierdo del pecho hasta que dejó a Ann, esta vez con seguridad, sin un atisbo de vida en su interior. 

  —¿Padre? —Tom se había levantado por los gritos de su madre y al abandonar la habitación se encontró con aquella horrible escena.

  —Tom, Tom, Tom, tranquilo —Thomas se puso en pie con rapidez y fue a calmarlo—. Mamá está bien, no te preocupes.

El pequeño echó a llorar ante la imagen de su madre desvanecida sobre un charco de sangre.

—Shh, calla, tranquilízate, vas a despertar a tus hermanos.

Sin embargo, el pequeño no llevaba a cabo esfuerzo alguno por reprimir el llanto. 

 —¡He dicho que te calles! —El padre alzó el trozo de cristal que aún empuñaba y se lo cruzó por el cuello de forma horizontal. Una cascada granate brotó de su garganta que comenzó a recorrer todo su cuerpo y salpicó a su alrededor. Se desvaneció al instante.

El señor Putman pasó la mano por su rostro para deshacerse de todas las gotas rociadas en ambos asesinatos. Abandonó el vidrio encima de la mesa del salón junto a la palangana y la jarra, no le gustaba llenarse de sangre. La herida de su espalda empezó a arder sin previo aviso, haciéndole emanar un nuevo quejido de dolor. "Termina" escuchaba.

Penitente, caminó hacia el dormitorio de sus hijos y empujó suavemente la puerta. Durmiendo plácidamente se encontraban los tres retoños. Con sigilo se aproximó a la cama de Annie y se sentó a su vereda mientras quedaba contemplándola. Annie. La viva imagen de su madre, la que había tenido aquel sueño que había simbolizado el origen de todo. Fue posando suavemente sus dedos sobre el cuello de su hija y lo revistió con sus dos manos. Y apretó.

Annie despertó al instante y se encontró con la figura de su padre estrangulándola con furia. No podía respirar. Mas empezó a sentir una inexplicable sensación de descanso. Su cuerpo se resistía, daba patadas al aire, se retorcía, su boca intentaba pedir auxilio de boca ahogada y sus ojos se hinchaban y abrían como nunca antes habían hecho. Pero, en su interior, iba alcanzando un descanso aún mayor que el que sentía cuando estaba dormida. Entonces sus labios, empezaron a articular palabras que ella no había ordenado producir.

 —Padre, ¿qué hace? —Preguntaba con total normalidad, con una dicción perfecta. La voz no podía estar surgiendo de su garganta, ya que esta estaba siendo apretada y ya empezaba a enrojecerse por el dolor. 

 Thomas en su interior se asustó. No obstante, continuó tratando de asfixiarla.

—No vas a conseguir nada—decía—. Las brujas no van a conseguir nada.

—¡Cállate! —gritó una voz gutural de la boca del hombre.

—Deja de intentarlo—Annie se echó a reír—. No vais a conseguir nada. No vais a conseguir nada. No vais a conseguir nada.  No vais a conseguir... —En ese momento, un puñal penetró en la cabeza de la niña, que dejó de emitir cualquier tipo de sonido al instante.

—Vamos —dijo Pocahontas, dueña de la cuchilla con la que acababa de asesinar a Annie—. Hemos de juntar los cadáveres en la cocina. 

 Thomas sin entender nada de lo que había ocurrido asintió.

  —Mas Eric y Regina aún duermen...

—Acabo de matarlos también. Tu lentitud me estaba resultando abrumadora —La mujer se dio la vuelta y empezó a arrastrar fuera de la cama a los niños ya sin vida.

Ambos llevaron los tres cuerpos junto con los de Tom y Ann y la bruja comenzó su conjuro. Los cinco cadáveres se despegaron con lentitud del suelo. Dos de los cuerpos que ascendían horizontales al suelo, vieron rota su espalda, que fue acompañado de un "crack". Continuaban levitando pero con las cabezas y pies junto en el aire, caídos por la gravedad, como si la fuerza que les elevase se encontrase únicamente en el coxis. Eran horripilantes las distintas formas que tomaban los muertos a la hora del rito. Cuando todos se hallaron pegados a la pared de una forma u otra; sucedió lo acostumbrado.

Toc, toc, pum.

 Al instante, volvieron a desplomarse sobre el suelo. Thomas comenzó a cerciorarse de lo que estaba ocurriendo, estaba volviendo en sí, ya no tan controlado por la maligna fuerza de su interior. Se le estaba cayendo el mundo encima contemplando aquella situación. Pocahontas, por el contrario, con mirada satisfactoria corrió a los fallecidos para desprenderlos de sus ropajes y conocer el número de sus espaldas.

  —¡No puede ser! —gritó—. ¡663! 

Se dio la vuelta para acercarse al señor Putman, que se alzaba a la orilla de la mesa de la cocina.

—¡Solo necesitamos uno más! ¡A uno de conseguirlo! —gritaba emocionada—. Podremos marchar los dos y tener una nueva vida en un nuevo mundo mejor, podremos entregarnos el uno al otro en una vida plena de placer carnal y deleite, vamos a conseguirlo y estamos tan cerca que...

De repente, Thomas agarró el trozo de cristal que había dejado en la mesa tiempo atrás y se lo introdujo en el cuello, arrastrándolo hacia abajo y abriéndole toda la garganta. Pocahontas comenzó a presentar espasmos por todo el cuerpo, la sangre chorreaba y salpicaba como ninguna otra. Cayó al suelo y por primera y última vez con una mirada de terror, asistió a su muerte en manos de el señor Putman. 

Miles de diminutas arañas surgieron entonces del cuerpo de la mujer, infestando toda la casa y aferrándose a los cadáveres de toda la gente que había muerto aquella noche. Incluido el de Thomas que, guiado por la desesperación, furia e impotencia, acabó con su propia vida con el cristal del espejo de su mujer con una nueva raja en la garganta.

Había sido, realmente, como había predicho Ann Putman, la última noche que iban a pasar ahí.

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