Capítulo 3 - Un meteorito explosivo


Quedaba claro que no podíamos contarles nada a nuestros padres o nos quedaríamos sin meteorito, y se nos había hecho tarde ya para ir por nuestra cuenta, así que bajamos la colina y llegamos al campamento con la idea de organizar una excursión para el día siguiente.

Todos se habían despertado ya de sus siestas. Los mayores estaban sentados leyendo mientras nuestra hermana jugaba en una esterilla en el suelo.

Maxi salió corriendo hacia ella.

Se giraron al oírnos llegar, pero nadie comentó nada. Era evidente que no habían visto caer el meteorito, así que, sin darle más vueltas, pusimos en marcha el plan.

—¡El paseo ha estado genial! Hemos subido hasta lo alto de una colina y desde arriba se veía casi todo el lago y tenía muy buena pinta —empecé—. Se nos ha ocurrido que mañana podríamos hacer una excursión para recorrer la orilla hasta el otro lado —añadí con toda la convicción que pude.

Habíamos quedado en que lo diría yo, porque nuestros padres estaban bastante acostumbrados a las trastadas de Óscar y se lo hubieran pensado más para hacerle caso.

—¡Ah, buena idea! —dijo enseguida papá al que la tarde de descanso parecía que le había sentado bien.

—¿Habéis visto algún camino para recorrer la orilla? —preguntó nuestra madre, siempre con su sentido práctico.

—No se ve ninguno claro —tuve que confesar—. Pero podemos seguir la línea del agua. Desde allí arriba no parecía muy complicado.

El plan quedó aceptado y a la mañana siguiente nuestros padres repartieron algo de comida y el agua en sus dos mochilas y salimos a recorrer la orilla del lago.

Óscar y yo también llevábamos nuestras mochilas y, tal y como habíamos quedado, metí la cámara de fotos que me habían regalado en el cumpleaños.

El camino fue más pesado de lo que habíamos previsto porque la orilla era una poco accidentada en algunos tramos y nos obligaba a dar grandes rodeos para poder seguir.

Así que, cuando calculamos que estábamos cerca de donde había caído el meteorito, no hizo falta mucho para convencer a todo el mundo de que podíamos parar allí mismo a comer y descansar un rato.

—¡Uf! Un buen paseo, ¿eh? —dijo Óscar justo antes de atacar el bocadillo que le había pasado nuestra madre un microsegundo antes.

Nadie respondió porque ya estaban todos ocupados masticando. Hasta Maxi. ¡Hay que ver qué hambre dan las caminatas por el monte!

Nuestro plan seguía su curso y después de devorar los bocatas a la velocidad de la luz, pedimos permiso para dar una vuelta por los alrededores.

—No os alejéis demasiado y tened cuidado, que estamos muy lejos de cualquier hospital —dijo nuestra madre con ese retintín suyo que decía: «No os metáis en líos».

—¡No te preocupes, mamá! —le gritamos mientras ya nos alejábamos corriendo hacia el interior del bosque.

Cinco minutos después, paramos para orientarnos.

—No puede estar muy lejos. Creo que cayó un poco más adentro —dijo Óscar echando a andar despacio entre los árboles.

Según íbamos avanzando, los ruidos de la naturaleza iban desapareciendo y nuestras pisadas se oían cada vez con más claridad.

Al poco tiempo, el silencio ya era absoluto y parecía que fuéramos los únicos que hacíamos ruido en el mundo.

En ese momento, yo avanzaba el primero apartando las ramas a mi paso. Me giré un instante para decirle algo a Óscar, cuando tropecé y caí dentro de una especie de surco que aparecía excavado en el suelo frente a nosotros.

Enseguida vino mi hermano y me ayudó a levantarme, mientras me soltaba una pulla de las suyas respecto a mi habilidad como explorador.

Por alguna razón, dejó de reírse y, como atraídos por un imán, los dos nos giramos hacia la izquierda y recorrimos con la mirada la zanja que continuaba en esa dirección. Algo había dejado en su camino montones de tierra levantada y una buena colección de troncos partidos.

Era muy probable que el pedrusco humeante estuviera al final de aquel estropicio, esperándonos. Y lo lógico hubiera sido dirigirnos hacia allí, pero a pesar de tener el objetivo de nuestra búsqueda tan cerca, los dos permanecimos inmóviles, como si tuviéramos los pies clavados al suelo.

En medio de aquel silencio, un graznido sobre nuestras cabezas sonó casi como un trueno y nos hizo pegar un salto. Mientras mirábamos hacia arriba, un cuervo pasó volando sobre las copas de los árboles siguiendo la dirección de la zanja como si él también buscara la piedra. Teníamos que seguir.

Me puse al frente y fui avanzando paso a paso, siguiendo el rastro que había dejado la piedra. De vez en cuando me giraba para asegurarme de que Óscar venía detrás.

¡Vaya hermano valiente que tenía! Normalmente era un bala, pero cuando llegaba la hora de la verdad, se quedaba en la retaguardia.

Avanzamos unos cuantos metros más y enseguida tuvimos a la vista el final de la zanja, que se iba haciendo cada vez más profunda y terminaba en una especie de pequeño cráter.

Desde la posición en la que habíamos parado, todavía no podíamos ver el fondo, pero un tenue resplandor sobre la vegetación lo delataba. Nuestro meteorito tenía que estar ahí.

Ahora que lo teníamos al alcance de la mano, ya no me sentía tan valiente como cuando lo vimos desde lo alto de la colina.

Antes de continuar, me di la vuelta buscando la presencia de mi hermano y casi me da un infarto cuando le vi pegado a mi espalda, con su cara asustada a pocos centímetros de la mía.

Me lo quité de encima con un empujón y, sin decir nada, le hice una seña para que se pusiera a mi lado.

Los últimos metros hasta llegar al cráter los hicimos avanzando juntos.

Yo tenía la seguridad de que, si en aquel momento hubiera sonado cualquier ruido, los dos habríamos salido de allí pitando sin mirar atrás, pero el silencio era total y nos plantamos en el borde del cráter con los ojos clavados en su interior.

Una roca oscura de unos treinta centímetros descansaba en el fondo mientras un tenue brillo verdoso latía a su alrededor, como una neblina palpitante.

No sé ni cómo me acordé, pero, sin apartar la mirada de aquella piedra luminosa, me descolgué la mochila y saqué la cámara fotográfica.

Tuve el tiempo justo de disparar una foto y guardar la cámara antes de que Óscar me agarrara de la manga y tirara de mí.

Hipnotizados por el aura verdosa, bajamos al agujero y nos agachamos junto a la piedra.

—Y ahora, ¿qué hacemos? —susurró Óscar mientras alargaba la mano hacia el pedrusco.

No pude responderle porque en ese momento todo sucedió casi a la vez: el latido de la piedra empezó a acelerarse, yo escuché un ladrido a mi espalda y, justo cuando me iba a girar buscando el origen del ladrido, la roca explotó en silencio en medio de un tremendo fogonazo verde.

Y lo último que recuerdo, fue salir volando.

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