Capítulo 2 - El lago de los Osos
Con ese nombre, seguro que te imaginas un sitio con un montón de osos escondidos tras los arbustos, esperando para robarnos la comida, ¿verdad?
¡Pues no! Nuestro padre nos dijo que hacía tiempo que por allí ya no quedaban animales grandes; exceptuando a los humanos, claro.
El lago estaba en un lugar superchulo, rodeado de bosques y pequeñas colinas rocosas. Después de un rato conduciendo despacio por una estrecha carretera flanqueada por árboles, llegamos a un claro junto a la orilla y papá anunció:
-¡Familia, hemos llegado!
Y mientras se bajaba del coche y se estiraba, añadió:
-¡Ahhh...! Hace más de diez años que no venía por aquí, pero veo que sigue igual. Venga, todos abajo, que hay que montar el campamento. ¡Lo vamos a pasar genial!
Y frotándose las manos, abrió el maletero y empezó a sacar trastos y más trastos, como si fuéramos a quedarnos un mes. Y eso que mamá no le había dejado meter ni la mitad de lo que quería.
Antes de que se me olvide aprovecho para presentaros a nuestro padre: su nombre es Alejandro, aunque todo el mundo le llama Álex. La única que le llama Alejandro es nuestra madre cuando se enfada con él.
Bueno, en realidad, cuando se enfada le llama por el nombre y el apellido. «¡Alejandro Mediano!», le dice con tonillo de profesora de matemáticas. Y cuando se enfada mucho, mucho, y quiere fastidiarle de verdad, le llama Alejandro «Medario». ¿Lo pillas?
Creo que este juego de palabras le da tanta rabia porque él no ha encontrado todavía uno parecido para llamar a mamá; y mira que con Bárbara se pueden decir «barbaridades», ¿eh?
Tiene una tienda de antigüedades en la ciudad y siente debilidad por el arte oriental, aunque ya vas a descubrir en esta historia que tiene otras facetas interesantes que ni siquiera nosotros conocíamos.
Pero volvamos al Lago de los Osos.
En medio de aquella montaña de trastos que papá había sacado del coche, sobresalía un enorme saco que debía de ser la tienda de campaña que compró el verano anterior.
En cuanto lo abrió, ignoró por completo el libro de instrucciones y se puso a sacar varillas, cuerdas y todo el resto del material y a distribuirlo por el suelo.
Cuando vimos aquello, Óscar y yo nos miramos, y al instante tuvimos claro cómo iba a acabar, así que nos quedamos por los alrededores observando la maniobra desde una distancia segura.
-¿No sería mejor seguir las instrucciones? -le preguntaba nuestra madre de vez en cuando.
-Las instrucciones son para los novatos. Tú déjame a mí y verás cómo esto está listo en un pispás.
Dos horas y siete u ocho discusiones después, la tienda seguía sin montar y papá se desesperaba buscando por el suelo varillas que faltaban. O eso decía él.
-Esta tienda está defectuosa -dijo sentándose sudoroso en una de las sillas de camping-. Le faltan piezas y así no hay manera de montarla.
-A lo mejor lo que está defectuoso es tu cerebro -replicó nuestra madre con tono tranquilo-. Mira, se va acercando la hora de comer. Yo creo que sería un buen momento para empezar a leer el manual, ¿no crees? -le dijo con el tonillo que usaba para chincharle.
Debo reconocer que, en general, nuestro padre es bueno montando cosas; por eso, para él mirar el libro de instrucciones es como cometer un sacrilegio, y, cuando la cosa se le tuerce, mamá lo disfruta horrores con una sonrisa de oreja a oreja.
No voy a aburriros con los detalles, pero, como seguro que ya te imaginas, media hora después de leer nuestra madre las instrucciones y seguirlas, la tienda estuvo montada y, ¡oh sorpresa!, no faltaba ninguna pieza, aunque papá siguiera asegurando que ella las había escondido.
Para cuando llegó la hora de comer, nuestro pequeño campamento estaba listo. ¡Mmm! Estarás de acuerdo conmigo en que la comida en el campo sabe mucho más rica, ¿verdad?
Mamá había tenido la feliz idea de llevar espaguetis de los que nos encantan, así que Óscar y yo repetimos. Bueno, sobre todo Óscar, que cuando le gusta algo, no tiene medida.
Nuestros padres colgaron de los árboles unas hamacas y decidieron que después de una mañana de duro trabajo montando el campamento, una siesta era lo mejor para bajar la comida.
Sara-Li se había traído el último libro de su colección favorita y también prefirió quedarse allí, leyendo un rato en la hamaca.
Nuestra hermana podía hacer lo que quisiera, pero nosotros no estábamos dispuestos a quedarnos tumbados, mientras a nuestro alrededor había un montón de sitios por explorar.
Pedimos permiso a nuestros padres, asegurando que no íbamos a alejarnos demasiado y nos permitieron ir con la condición de llevarnos a Maxi.
Llenamos nuestras mochilas con agua y algo de comer y nos pusimos en marcha hacia una pequeña colina que no quedaba lejos del campamento y que parecía tener unas vistas estupendas sobre todo el lago.
Aunque a los dos nos encanta trepar y saltar por las rocas, aquella vez tuvimos que buscar senderos fáciles porque Maxi venía con nosotros y ella no podía escalar.
Pero a pesar de que el camino era fácil, nos entretuvimos saltando de aquí para allá en cada grupo de piedras que íbamos encontrando, así que llegamos arriba machacados. Eso sí, la vista era realmente genial.
Nos sentamos a echar un trago y a descansar un poco, cuando Maxi se puso a ladrar como loca mirando a las nubes. Intentamos tranquilizarla, pero no hubo manera.
Entonces, empezó a ladrar más fuerte y, justo en ese momento, tres pequeñas bolas de fuego cruzaron a lo lejos frente a nosotros y desaparecieron enseguida, como las estrellas fugaces.
-¡Haaala, tío! ¿Has visto eso? -pregunté poniéndome de pie sin quitar los ojos del cielo.
Óscar se incorporó también y asintió con la boca abierta.
Nunca habíamos visto estrellas fugaces de día y mientras todavía estábamos alucinados, mirando el lugar por donde había desaparecido la última, Maxi empezó a ladrar de nuevo. De repente, a nuestra derecha surgió otra bola luminosa más grande que las anteriores y nos dio un susto de muerte.
-¡Ostras! -dijo Óscar encogiéndose.
Esta vez la bola no desapareció. Cruzó el cielo estrellándose al otro lado del lago y dejó en su camino una larga estela humeante que poco a poco se fue desvaneciendo.
Aparte de un pequeño destello luminoso y un crujido lejano de troncos partidos, no se sintió nada más. Si nuestros padres todavía estaban durmiendo, era muy probable que no se hubieran enterado de nada.
Una delgada columna de humo elevándose sobre los árboles nos señalaba el punto del impacto, pero al cabo de unos pocos minutos, desapareció como si nunca hubiera estado allí.
Maxi nos devolvió a la realidad con un ladrido nervioso y Óscar se giró hacía mí, alucinado.
-¿Eso era un meteorito? -preguntó-. ¿Un meteorito ha caído delante de nuestras narices? ¡Guau, yo flipo! -añadió sin poder parar quieto en el sitio-. ¿Has visto cómo se ha estrellado? ¿Has visto cómo ha desaparecido el humo? ¿Has visto...? -siguió como una ametralladora.
-¡Vale, vale...! He visto lo mismo que tú -dije intentando tranquilizarle-. Tenemos que bajar y contárselo a papá y a mamá. No ha caído muy lejos del campamento.
-¡Ah, no! Si bajamos y se lo contamos, fijo que nos volvemos para casa y adiós fin de semana de acampada -respondió Óscar-. De eso, nada. No pienso perder la oportunidad de ver lo que ha caído en el bosque.
Se quedó pensando durante un momento y poniéndose frente a mí, me dijo:
-¡Escucha! Esto es lo que vamos a hacer...
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