VIII. Lágrimas de la Luna
Por supuesto que lloro.
Algo líquido parpadea en el borde de mis ojos. Crece y crece. Y cae, con la curva de mi mejilla. Lo siento recorrer mi cuello, bajar por mi pecho, deslizarse por mi pata derecha, tocar mi brazalete y llegar al suelo. Una lágrima. Y después se forma otra, y otra más.
Y lloro desconsoladamente. Por todo: por mis Padres, por Winter (a quien no volveré a ver), por mis amigos, por la maldita prueba que tengo que superar, por este dolor que me consume por dentro. Porque no puedo hacer nada. Porque un dragón es solo un títere del destino, una hoja de papel, una imagen en la imaginación de alguien...
Sigo llorando. Veo azul marino con los ojos cerrados. La sal me escuece en la boca. Los escalofríos me aprisionan. Oigo un repiqueteo. No, espera. Lo escucho de verdad. Abro los ojos.
Es la Luna. Adracos llora, como yo. Lágrimas de hielo se forman allá arriba y caen, a una velocidad de vértigo. Cuando tocan el suelo, por muy blanda que esté la nieve, se hacen añicos.
No me pregunto cómo es posible. Parece un sueño, pero no voy a desaprovechar mi suerte. Me seco las lágrimas, agarro el tarro y trato de coger una de estas maravillas que están viniendo del cielo.
Es más difícil de lo que parece: los cristales se deslizan en mi pata y se escapan. Y como toquen el suelo, se rompen, porque son de hielo. De hecho, más de uno se estrella contra mi cuerpo, haciéndome daño y partiéndose en mil pedazos. Los que caen en el tarro tampoco sobreviven. Pronto este se llena de trozos de cristal, ninguno con forma de lágrima.
Tengo que pensar en otra cosa antes de que la Luna deje de llorar hielo. ¿No tengo nada suave que amortigüe la caída más que la nieve? Me dirijo hacia donde están mis cosas. Sobre las pieles también han caído lágrimas, pero están todas estropeadas. Se me ocurre algo. Agarro mi bolsa y saco de ella las joyas y el pergamino. La abro bien y la sostengo bajo Adracos, bien alta. Temo por si se rompe (el hielo cae a una velocidad increíble), pero parece que aguanta bien. Al cabo de un rato, miro a ver qué es lo que hay dentro.
Mi decepción se acentúa cuando veo, conforme voy sacando las lágrimas, que también están rotas. Pero hay una que no. Esta brilla con una luz azulada y conserva su forma original. Está fría, así que es de hielo; pero debe ser un tipo de hielo más resistente, casi como cristal. Esta tiene que ser una de las lágrimas de la prueba.
La sostengo con cuidado y la introduzco en el tarro. Después, lo cierro. Esta que he conseguido es especial, diferente al resto. Casi parece una joya. La llamaría "lágrima de Luna". ¿Cómo voy a conseguir más? Las que se rompen, está claro que no son.
Miro a mi alrededor, mientras siguen lloviendo cristales de hielo. Entrecierro los ojos. A lo mejor solo hay una lágrima como esta, y he tenido la grandísima suerte de encontrarla.
Entonces, algo cae sobre mi cabeza y me hace mucho daño. Rebota en mi cola y acaba sobre la nieve. Veo un resplandor azulado. Es otra de las especiales, ¡ya tengo dos!
Lo voy pillando: son aleatorias. Mi misión consiste en diferenciarlas de las demás y guardarlas. Me muevo por la explanada, buscando en la nieve alguna luz. Sí, ha caído otra casi al borde. La recojo.
Espero pacientemente a que vayan apareciendo más. El tarro va por la mitad cuando noto que la lluvia de lágrimas está parando. Adracos se está desplazando y ya no está en su punto álgido. Me apresuro y encuentro dos o tres joyas. Ya no hay tantas como antes.
Para cuando la lluvia cesa, mi tarro tiene muchas lágrimas, pero es innegable que no está lleno por completo. Busco mi pergamino. Este dice: "llenar un frasco de lágrimas de hielo procedentes del monte Berg. Traerlo como prueba." Pero no especifica el tamaño del tarro, y estas joyas podrían llenar uno más pequeño. Me sonrío.
En mi manta aún hay cachitos de hielo, que introduzco con cuidado en el recipiente. No sé para qué... Al fin y al cabo, también son restos de lágrimas, ¿no? Y podrían amortiguar a las verdaderas joyas ante futuros golpes. Además, si se derriten, tendré agua gratis.
Me arrebujo en mi manta, de espaldas a la Luna, y me duermo enseguida. Es la primera noche en mucho tiempo que no tengo pesadillas ni terrores nocturnos.
Me despierta la luz del día y descubro que estoy de buen humor, pero el hambre y el dolor de cabeza regresan mientras recojo mis cosas. Espero que la bajada sea rápida. Hace mucho tiempo que no me llevo absolutamente nada a la boca.
Bueno, al menos he completado una prueba, me digo. Calculo que, al ritmo al que voy, necesitaría ciento cuarenta días más para terminar mi misión. Genial.
Intento no desanimarme. Por suerte, bajar es mucho más fácil: vuelo en picado, y no puedo creerlo cuando justo después del mediodía aterrizo en la llanura que conduce al páramo. En comparación con el ascenso... Creo que los ánimos han tenido algo que ver. Ahora me parece que puedo hasta con el leviatán.
Pero mi siguiente prueba es la siete: forjar una corona de plata con las cenizas del Paso del Páramo. Ese lugar se encuentra a dos o tres días de camino; es una explanada de piedra, la colada de lava solidificada de un antiguo volcán, probablemente situado en el Sistema del Frío. A un lado se encuentra nuestro reino, y al otro hay un bosque inmenso e inexplorable, tan vasto que es imposible cruzarlo. Esta barrera natural separa nuestro reino del resto de territorios.
Sé que Dragonía, nuestro planeta, está habitado por dragones: los de hielo, los de fuego, los de aire y los de bosque. Además, se supone que es protegido por unos seres poderosos, parecidos a nosotros, que llamamos Fieras. Hace mucho tiempo que nadie avista a uno, por eso se han convertido en una leyenda; pero dicen que siempre hay un dragón especial en cada reino que se encarga de vigilar el planeta en nombre de las Fieras. En mitología, ese elegido es el Master, o Maestro. No sé si será verdad.
Yo soy la princesa del Reino del Norte, hogar de los dragones de hielo. Limitamos en el Paso del Páramo con el Reino del Este, donde viven los dragones de bosque; y el Sistema del Frío nos separa del Reino del Oeste, morada de los dragones de aire. Debido a esas barreras naturales, nuestro reino se aisló del resto. Sé que el monarca del Reino del Sur, que obviamente tiene que ser un dragón de fuego, gobierna también sobre el Este y el Oeste, aunque esos dos reinos tienen parte de independencia política. Ahora que lo pienso, la única persona que impide al Rey del Sur tener todo el mundo para él es mi Padre... ¿Será él el enemigo del que hablaba? ¿Habrá logrado, de alguna manera, infiltrarse en nuestro palacio? ¿Y si la enfermedad de mi Padre ha sido provocada por alguien? Me atemorizo ante esta posibilidad.
En Dragonía viven también monstruos marinos, como el leviatán que he de derrotar. Se consideran una amenaza, porque atacan aldeas y pueden contagiar enfermedades a los dragones. Mi madre murió de una infección que le transmitió la mordedura de un monstruo marino durante aquel viaje a la costa que hicimos cuando tenía seis años. Falleció ya en casa, pero igualmente lo pasamos muy mal.
Intento despejarme de todos estos pensamientos que me están atosigando, y me centro en la realidad. Llevo ya dos días volando, acabo de comer un conejo, hace menos frío porque estamos más al sur y veo el Paso a lo lejos: es un camino de roca negra.
No sé cómo voy a forjar una corona de plata con cenizas, la verdad. Lo primero, no me han instruido en el arte de trabajar con metales. Lo segundo, las cenizas son los fantasmas de las rocas, los gigantes olvidados. No se puede construir nada con eso. Y mucho menos un bello adorno de un metal precioso como es la plata.
Cuando ya estoy muy cerca de esta barrera, puedo ver el bosque. Es tan imponente como me lo imaginaba. Habría que estar completamente loco para cruzarlo, tanto a pie como volando. Perderme sería lo único que haría yo, personalmente. Y morir sin saber cómo regresar.
Entonces, veo algo. Entre el Paso y el bosque, alguien ha construido otra cabaña. Pero es más grande, roja, está incrustada en la roca, y de su chimenea sale humo...
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