57. La humanidad fue un error

 Fui corriendo en dirección a la Barrera del Rey, con cierto miedo en el corazón porque pensaba que sin la ayuda de Gustavo no lograría encontrar ni a la Hermana del Dolor ni a Fufu. La ciudad se extendía a mi alrededor como un sinfín de calles iguales, casas macizas de piedra, ventanas ensombrecidas con rostros que miraban con sorpresa mi fuga hacia delante. Casi no era ciudad, sino laberinto.

Lo que tenía claro era una cosa: la Mano de Helios tenía que caer dentro de la barrera, porque se creaba gracias a la energía de la que esta se compone. Así que corría por las calles, sin fijarme en nada más que aquella barrera que se levantaba sobre el cielo con unas dimensiones gigantescas.

No creo que haga falta explicar todas las calles y callejones que recorrí mientras me dirigía a mi destino. Así que no lo haré y diré que en, más o menos, unos diez minutos me encontraba en frente de dicha barrera y sentí un poco de miedo porque tenía que atravesarla de nuevo. Más que nada porque la última vez me desmayé.

—¿¡A qué estás esperando, jefa?! ¡Vamos, vamos, que la Mano de Helios no te va a esperar para caer sobre la ciudad! —chilló Hacha y tenía toda la razón del mundo.

—¡Pues de una no dirán que fue cobarde ni nada! —dije yo, más para armarme de valor que por tenerlo de verdad.

Pero sirvió, ya que sin darme cuenta me lancé para delante y me metí de lleno en la Barrera del Rey. ¡Y de esta vez no me desmayé! A puntito estuve también lo digo, que al estar en el sitio oscuro del interior la cabeza se me fue para arriba como si fuera nube y las rodillas se me pusieron todas tembleques.

Pero no me quedé inconsciente, antes de eso me encontré al otro lado. Era la misma calle, no podía ser de otra forma, pero tan diferente que parecía como de otro mundo. En vez de los colores brillantes, el cielo despejado y el bonito sol ahora todo estaba gris y oscuro, era uno de esos días en los que la lluvia estaba todo el rato amenazando con caer.

Un poco alejado de donde yo estaba, el gris del cielo se iba convirtiendo poco a poco en rojo y al final se veía como un remolino de sangre que me daba escalofríos. Tanto en su interior como del alrededor salían rayos que centelleaban unos segundos en el aire antes de morir, supuse que era la energía que utilizaría la Mano de Helios para cargarse la ciudad. Me pasé la mano por la frente, sudaba.

—¿En qué estarían pensando? —me pregunté a mí misma, pensando que los Hijos del Sol eran bastante idiotas.

Fufu dijo que llevaría a la Hermana de Dolor cerca de dónde caería la Mano de Helios, así que pensé que lo más seguro es que estuviera por debajo de aquel remolino inmenso.

De nuevo me puse a correr sin importarme el cansancio, solo llegar cuanto antes y hacer que Fufu dejase de lado aquella idea tan terrible. Bueno, no corrí todo el rato que tuve que descansar un poco delante de una librería. Es que el corazón me latía a toda velocidad y estaba como bastante cansada.

Me apoyé en el escaparate, esperando poder recuperarme antes de que algo realmente malo sucedería. Entonces escuché ruidos que venían del interior de la tienda de vender libros y ya me esperaba encontrar con algún caído. Pero no era monstruo ninguno, sino un hombre que ya domaba canas y me miraba asustado a través de unas grandes gafas mientras sujetaba protectoramente a una niña pequeña. Todavía había personas en la ciudad, recuerdo que pensé, y si la Mano de Helios caía todos ellos morirían.

—Estos Hijos del Sol están como cabras... —dije, sintiendo impotencia mezclada con rabia.

Me intenté quitar la placa de madera de los Hijos, la que tenía la forma de sol, pero me di cuenta de que no sabía dónde me la dejara. Mejor, que se pudriera. Me puse en marcha, no había tiempo que perder y a cada segundo que gastaba, era un segundo que estaba más cerca de caer la Mano sobre todos nosotros.

Pronto llegué al inicio del Gran Parque Real de Nebula: se habría en camino doble de gravilla en donde había bancos para sentarse y disfrutar del ambiente, árboles que los reconocí como plátanos de sombra. Justo por encima del parque era dónde estaba aquel remolino inmenso.

En el estanque, había patos y a ellos poco les importaba que pronto fuera a caer la Mano de Helios sobre todos nosotros. Se movían con chulería de un lado a otro y me miraba con cierta curiosidad, quizás preguntándose si yo tenía algunos granos de millo o pan para ellos. Pero por mucho que me gustase darles de papear, había algo más importante que tenía que hacer.

A mi derecha, había un camino de tierra rodeado de árboles y que subía hasta donde estaba la Hermana del Dolor. Fufu la había llevado a un pequeño monte que se levantaba justo en el medio del Gran Parque Real. Era la hora final: solucionaría este problema o moriría en el intento, y moriría otra y otra y otra vez. Pero no me rendiría. Justo por encima de la cabeza de la Hermana era donde se abría el remolino terrible, donde se juntaba toda aquella energía que caería sobre la ciudad.

Me pasé la mano por la frente, estaba cubierta de sudor.

Me dispuse a gastar mis últimas energías para llegar la cumbre del pequeño monte e intentar convencer al cerdo de que lo mejor es que se fuera conmigo para siempre a la Nación de las Pesadillas. Pero al bajar la mirada de la Hermana del Dolor y antes de que tuviera tiempo de ponerme a galopar, una sombra oscura salió de detrás del blanco tronco de un árbol.

Era una criatura de cara triste y ojos amargados que eran cataratas incansables de lágrimas, con una boca abierta congelada en un grito de angustia sin fin. Su piel era negruzca, con tonos morados que surgían como nubes en un día despejado, pero lo que más me llamó la atención fue su barriga. Estaba superhinchada.

Me quedé de pie, con la boca abierta y solo podía mirarla. No era un espectáculo agradable, el caído aquel lloraba y lloraba y pronto le dieron unas grandes arcadas. Llevó la cabeza para delante como si fuera a vomitar todo lo vomitable y la verdad es que a mí me dio bastante asco.

Además, también sentía de nuevo aquella presencia que, de vez en cuando, aparecía a mí alrededor. Pero pronto desapareció y ni me molesté en intentar descubrir de dónde venía. Si quisiera comunicarse conmigo que lo hiciera, que yo no podía hacer nada para conseguirlo.

Bueno, respeto al caído aquel. Lo que sucedió no me lo esperaba ni en mil años: la boca se le abrió tanto que casi pude escuchar cómo se le rompía la mandíbula y entonces del interior le salió una cosa bien grande y bien asquerosa. Pero lo raro no acaba aquí, lo que le salió del interior era, ni más ni menos, que un huevo. ¡Un huevo completamente negro!

—Pero qué... —me dije a mí misma, con la boca abierta y la mente bien confusa. Además, tenía la sensación de ser testigo de algo de suma importancia, a pesar de que ni siquiera sabía lo que acababa de ver.

El caído se agarró al huevo negro y comenzó a menearse para delante, para atrás, para delante, como si lo estuviera acunando. Y no paraba de llorar ni un instante: lloraba y lloraba y lloraba. Todo aquello era nuevísimo para mí, ya que no tenía ni idea de que estos fueran capaces de llorar, ni de poner huevos. Pero no podía quedarme allí a intentar dar de comer a mi curiosidad, tenía que encontrar alguna forma de parar a mi hermano Fufu. 

Aunque antes de que tuviera tiempo de ponerme a cabalgar como una yegua, pasó otra cosa de que las que te vuelan la cabeza. ¡La cabeza del caído llorón reventó en mil pedazos! Ahí, sin previo aviso... De pronto estaba tan vivo y tan llorón y después estaba ya en el suelo, más muerto que yo qué sé.

Eso no fue todo: tres tipos vestidos de uniformes blancos con soles en el pecho caminaban en mi dirección y llevaban peligrosos rifles en la mano. Bueno, por lo menos averigüé el misterio de por qué se le reventó la cabeza al caído. Pero aparte de eso, no había nada demasiado bueno en lo que estaba pasando, sobre todo porque aquellos hombres me estaban apuntando con sus armas.

Apreté los dientes: parecía que hoy en día cualquiera podía tener un arma de fuego, ¿acaso no estaban reservadas para el ejército real? Y por los ropajes que ellos llevaban pude darme cuenta de que no eran del ejército, sino de la Iglesia de Helios.

—Vaya, vaya, vaya... Esto sí que no me lo esperaba. Solo vine aquí para esa caída gigante. Y mira con quién me encontré, con la Traidora —dijo un hombre que se acercaba a mí y me sonaba de algo, pero no sabía decir de qué.

Era rubio y algo gordo, con una mirada de orgullo que le salía de los poros. Me rasqué mi bello pelo rojo y no paraba de darle a la cabeza intentando descubrir de qué me sonaba el tipo aquel. Pero nada de nada, es que yo soy un poco mala para las caras y también para los nombres.

Bueno, de todas formas eso no importaba. Porque tenía la impresión de que si hacía cualquier movimiento sería acribillada por un montón de balas. No quería que me dispararan de nuevo, que ya me dieron una vez en toda la mano y eso fue como si tuviera fuego en la mano.

—¿Quién eres tú? —le pregunté.

Un gesto de sorpresa apareció en el rostro del hombre.

—Después de lo que me hiciste, ¿no te acuerdas de mí? —me preguntó, con el ceño fruncido.

A mí me sonaba un poco y no sabía de dónde y con todo lo que viví estos días es normal que mi cabeza y mi memoria, que tan buenas no son tampoco en días de normalidad, estuvieran un poco oxidadas.

—Pues no... —le dije.

—Me atacaste en el camino, me arrastraste al bosque y me robaste toda mi ropa...

—Oh, ya me acuerdo... Perdón. Tenía algo de prisa... Y hablando de prisa, ¿no me podrías dejar ir? —le pregunté, aunque estaba segura de que no me dejaría pasar ni de broma.

—No, no puedo dejarte ir. Tú eres la Traidora —dijo el hombre.

—Ya... bueno, pero es importante de verdad. Es que si no hace algo pues como que el Reino acabará bastante mal —le dije y él se acarició el mentón, pensativo.

—¿No eres tú la Traidora? Ese es tu plan, ¿no? Destruir el Reino —decía el hombre rubio.

—¿Veis a esa mujer? —pregunté señalando a la Hermana de Dolor, que se encontraba bastante cerca de nosotros —. Y supongo que sabréis que la Mano de Helios va a caer en la ciudad...

—No hace falta que te preocupes por eso, estaremos fuera de la ciudad antes de que suceda. Hablamos con Cornelio y dijo que caerá al atardecer. Aún quedan unas horas —dijo el hombre rubio.

—Poco importa eso, si la Mano cae sobre ella seguramente se convierta en algo peor que un caído y sus gritos podrán convertir a todas las personas del Reino en monstruos. ¡Y es verdad lo que digo! —le dije y él me miraba, parecía como receptivo a lo que decía.

—¿De qué estás hablando? —me preguntó el hombre, con cierto tono de duda en la voz. Y eso era bueno, porque si alguien duda, se puede convencer. Intenta tú convencer a alguien libre de ellas, que eso creo yo que sería tarea imposible.

—Es cierto... mira, si me quieres a mí yo me entrego. A fin de cuentas, yo liberé a Maeloc —dije y el hombre rubio me miró con la boca abierta.

—¿Qué has hecho qué? —dijo y lamenté poco habérselo dicho, que tampoco era necesario para la situación en la que estábamos.

—¡Eso ya forma parte del pasado! Mira, si estoy en lo cierto...

—Es una trampa —dijo él, pero no sonaba demasiado convencido de sí mismo y esperó a que yo continuase hablando.

—Pero no lo es y si no hacemos algo puede que todas las personas del Reino se conviertan en monstruos —le dije.

—Quizás... quizás te crea. Yo sé algo sobre esa criatura, se llama Hermana del Placer ¿no es así? —me preguntó él.

—¿De qué? No, no... es la Hermana del Dolor. Mucho placer no creo que tenga, la pobre —dije, recordando la historia que Melinda nos contara sobre ella.

La verdad es que fue muy triste, que una madre te utilizara para unos experimentos que muy seguros no parecían era una barbaridad. Por lo menos la mía simplemente se fue para no volver jamás y no intentó matarme, aunque como consuelo tampoco es que me sirviera demasiado.

—La Hermana del Dolor, como suponía. Entonces puede que tengas razón, no soy un experto en esa criatura, pero algo sé y quizás su gema se comporte de la manera en que tú dices —dijo el hombre rubio.

—¿Por qué dijiste eso de Hermana del Placer? —pregunté yo.

Él levantó el mentón y me sonrió.

—Para saber sí podía confiar en ti. Si estuvieras conmigo de acuerdo en decir que se llamaba Hermana del Placer, pues sabría que solo me estabas dando la razón como se la da a los locos. Pero ahora sé que quizás estés diciendo la verdad. Y si lo estás haciendo, no puedo simplemente ignorar el peligro. Mi nombre es Vitiza, soy un inquisidor de la Iglesia de Helios y te ayudaré, pero una vez terminemos tendré que arrestarte —dijo el inquisidor, con un tono serio que me hizo ver que no iba de bromas.

—Está bien... —le dije, la verdad es que me conformaría solo con acabar con aquella aventura con vida y pensaba que si lograba solucionar el problema de la Hermana del Dolor no me meterían demasiado tiempo en la prisión.

Después de arreglar todo este asunto con el inquisidor Vitiza, nos pusimos en marcha todos para llegar cuanto antes junto a la Hermana del Dolor y Fufu. Pero al dar unos pasos para adelante, escuché algo rompiéndose y, al darme la vuelta, vi que el Huevo Negro había eclosionado. 

Del interior salió una criatura miserable. Casi era un cerdo, pero le faltaba algo para completar la imagen normal de uno: por ejemplo, su piel era violeta y sus ojos era completamente blancos. Además, estaba hecho una basura: apenas tenía carne en los huesos y de su boca malformado salían gemidos lastimeros. 

Se arrastró por el suelo poco menos de un metro dejando a su paso una substancia morada y, al final, se paró porque ya no tenía fuerzas. Levantó el morro al cielo y lanzó un último gemido desesperado y luego se murió. 

A mí eso me pareció importante, pero en el momento no sabía qué pensar. 

—¡No te quedes atrás! ¡Vamos! —me gritó Vitiza y me apresuré a obedecer. 

Hacía un calor asfixiante y yo supuse que tenía que ver con la Mano de Helios: el cielo estaba rojo como si fuera sangre y el remolino donde se formaba el arma era como una herida abierta en la realidad.

Caminaba yo delante, Vitiza a mi lado y detrás los tres tipos de uniforme. No sabía si era una ventaja el estar con ellos o si sería malo. Pero por lo menos no estaba sola en los últimos suspiros de mi aventura.

Examiné a Vitiza, él también sudaba la gota gorda y, mientras subíamos la cuesta, pude ver que muy en forma no estaba. Jadeaba como un perro y me empecé a preocupar por el estado de su patata.

—Oye... Yo creo que la Mano va caer antes... —le dije y él me miró, con una sonrisa de oreja a oreja y me quedé extrañada. ¿A él no le importaba morir o qué? Es que si yo me moría me largaba a una nueva realidad, pero las personas normales se iban a saber tú dónde.

—Sé perfectamente que es peligroso estar aquí. Pero aunque caiga, yo estaré bien —me dijo, rebosando confianza.

—¿En serio? —pregunté y a mí eso me parecía un poco raro. Iba ser un golpe bien fuerte lo de la Mano de Helios, no un cachete ni un pellizco, sino más bien un patadón en toda la cara.

—Mi Fe me permite crear uno de los escudos más poderosos del Reino —me dijo él, henchido de orgullo como un sapo grande —. ¿Crees que habría venido a la ciudad si no estuviera seguro de poder sobrevivir a la Mano? De todas formas, espero que estemos fuera antes de que caiga.

Yo asentí con la cabeza, eso sería sencillamente genial. Levanté la mirada por encima de la cuesta y en la cumbre del diminuto monte estaba la Hermana del Dolor junto a un templo de Helios macizo como él solo.

Era una construcción robusta, de piedra envejecida y solemne. Mi hermano y la Hermana del Dolor se encontraban en frente a dicha iglesia y por encima de nuestras cabezas se arremolinaba la energía roja, un remolino en el agua que no paraba de girar y que hacía que sintiera vértigo en el estómago.

—¿Dijiste que iba a caer al atardecer? —le pregunté y Vitiza asintió con la cabeza y me dijo:

—Antes de venir hablé con Cornelio, él es el aventurero encargado de la situación en Nebula. Él me aseguró que caería justamente a las siete y media y todavía son las cinco. Nos queda bastante tiempo para salir de la ciudad antes de que caiga la Mano.

—¿Estás seguro de eso? —le pregunté y Vitiza levantó la mirada al cielo, tragó saliva y descubrí que él también tenía unas pocas bastantes dudas. La verdad parecía que nuestro querido dios nos iba dar un sopapo más temprano que tarde.

Por fin llegamos a delante del templo de Helios y Fufu me miraba con una sonrisa de lo más maliciosa.

—¿Ahora tienes lacayos humanos, hermanita? ¡No me lo esperaba de ti! ¡Pero qué bajo has caído! —me dijo el muy idiota.

Recuerdo que en esos momentos pensé que iba a quedar un poco raro que un villano del Reino fuera un cerdo parlante. Los libros de historia se iban poner bastante raros. Un escalofrío me recorrió la espalda: ¿Yo también saldría en esos libros? ¿Acaso sería recordada como la aventurera que salvó al Reino? ¡Podría cumplir mi sueño de siempre de convertirme en una heroína de leyenda!

—Ese cerdo... ¿Ha hablado? ¿Y te ha llamado hermana? —me preguntó Vitiza y yo me acaricié el pelo.

—Es complicado y no hay tiempo... Pero él es el que está causando que la tipa grande esté en la ciudad y si se queda aquí cuando caiga la Mano de Helios... pues mala cosa —dije.

—Entonces lo que necesitamos es matarlo, ¿no? —preguntó él.

—¿Pero qué dices? —murmuré yo.

¿Por qué la gente está tan obsesionada con arreglar los problemas a base de puñetazos? ¡Qué las cosas cuando las golpeas se suelen romper! El gordo rubio levantó el brazo en dirección al cerdo y lanzó un grito de verraco:

—¡Disparad al cerdo!

De inmediato, los tres matones del inquisidor comenzaron a disparar balas contra mi hermano, el cerdo lerdo. Mi corazón dio un tropezón, por muy mal que me cayese en esos momentos Fufu, tampoco es que quisiera verlo muerto. De todas formas, mis preocupaciones no venían con funda. Sí, las balas se le hundieron en su rosada piel de gorrino, pero no le hicieron el menor daño. Es decir, no llegaron a entrarle en el cuerpo, sino que rebotaron y cayeron al suelo completamente inofensivas. Fufu se quedó en el sitio, con aquella sonrisa siniestra en el rostro.

—Lo único que saben hacer los humanos es hacer daño, daño y daño. ¿No lo comprendes por fin, hermanita? La humanidad fue un error, pero un error que podemos remediar. Deja que mi amiga sea iluminada por la Mano de Helios... ¡Deja que el Reino entero escuche su canto!

—¡Nunca! —le grité, bastante cabreada con él.

¡Si tuviera un poco de sentido común me haría caso y se iría a la Nación de las Pesadillas conmigo!

—Aplasta a esos humanos, amiga mía —dijo Fufu y entonces la Hermana del Dolor llevó una mano en nuestra dirección. ¡Una mano tan grande que era muy enorme!

A pesar de que yo morí en más de muchas ocasiones, no quería probar como era eso de que te aplastasen. Como Vitiza estaba a mi lado, lo empujé para salvarle de la palmada, y la mano de la Hermana pegó tremendo tortazo en el suelo que hizo que todo temblara e incluso asustó a los pájaros de unos cuantos árboles.

—Me... ¿Me has salvado? —preguntó, con la boca abierta por la incredulidad.

—Bueno... no te lo tomes como algo personal... —dije y me fijé en su pelo, me pareció raro que no se le cayera por el movimiento violento que hicimos al apartarnos, porque recordaba que en el bosque cuando lo arrastraba se le cayó el matojo rubio. No pensé, le di un fuerte tirón del pelo, pero de esta vez no se le cayó.

—¿¡Se puede saber qué haces?! —me preguntó él, apartándose de mí y poniendo ambas manos sobre su cabello.

—Solo probaba... —le dije, pensando que quizás fueran imaginaciones mías eso de recordar como el pelo se le fuera de la cabeza.

La Hermana del Dolor levantó la mano y bien se pudo ver ahí en el suelo los cuerpos reventados de los tres seguidores de Vitiza. No puedo describir muy bien cómo se veían, porque nada más percibir de qué se trataba aparté la mirada y me aguanté las ganas de potar. Vitiza, al ver el estropicio, se dobló y vomitó. Después se secó la boca y miró con odio al cerdo.

—Me he equivocado... —murmuró.

—Sí que lo has hecho —le contesté, no lo dije por mal, sino porque era cierto y tampoco le veía razón alguna de intentar consolarlo —. A veces lo mejor es dejar eso de matar a un lado e intentar hablar. ¿Entiendes?

—Sabela... realmente eres como un grano en el culo... —me dijo Fufu.

Me acerqué al cerdo, y la verdad es que me sentía un poco intimidada por la estatura de la Hermana del Dolor. Pero no parecía estar demasiado interesada en mí, solo se quedaba mirando a Fufu con adoración. Sentí que allí había algo importante, sentía que estaba en mi mano encontrar la respuesta del por qué ella seguía a Fufu. Pero no tenía tiempo para pensar.

—¿Por qué no te vienes conmigo a la Nación? —le pregunté.

—¿Cuántas veces vamos a tener que repetir esa conversación, hermanita? No quiero irme contigo a ninguna parte, porque puedo tener todo lo que quiero en mis pezuñas. ¿Por qué no puedes verlo como lo veo yo? ¡Si todos somos monstruos, todos somos iguales! No habrá más muerte, no más cosas malas... todos seremos felices... ¿No quieres ser feliz? —me preguntó él.

—Yo no quiero ser una monstrua, nadie lo quiere ser... lo único que queremos es vivir nuestras vidas como personas... ¿Es demasiado pedir?

—Ya, te da asco convertirte en monstruo... ¿No? ¿Pero por qué? ¿Por qué son feos y deformes? Tampoco es que seas una maravilla ahora... —contestó.

En parte tenía razón, que seguro que ahora tenía la cara un poco deforme por el zarpazo que me diera la Lucía. Pero lo importante es que yo no podía ver el mundo como Fufu lo veía y nuestras dimensiones eran irreconciliables.

Estaba segura de mí misma, él también lo estaba de él mismo. ¿Quizás también él tenía algo de razón? Me parecía cierto que si todos fuéramos monstruos, todos seríamos iguales, pero... ¿Sería una buena vida?

—No puedes tomar una decisión así por la gente... Tenemos la libertad de elegir qué hacer con nuestras vidas y tú lo que quieres es quitárnoslas y tirarla al suelo y darle patadas. Un cambio como ese no puede venir de una sola persona, Fufu. No puedes venir aquí, decir que las cosas van a ser cómo tú quieres y esperar a que todos lo aceptemos. ¿Entiendes?

—¿De qué estás hablando, hermana? El Rey lo hace todos los días y a nadie le importa... El mundo acepta que gobierna por nuestro bien, de que no hará algo que los perjudique. Sí él decidiera que lo mejor para todos es que nos convirtiéramos en monstruos, ¿te opondrías a él?

—Pero tú no eres el Rey ni nada... —contesté.

—No, soy mejor que eso... ¡Soy un emperador! Esos están por encima de los reyes. Pero veo que no voy a ser capaz de convencerte. No importa, pronto lo entenderás. La Mano de Helios caerá en nada y entonces todos seremos iguales —dijo Fufu.

—¿Cómo que dentro de poco? El tipo ese me dijo que sería por las siete —dije, señalando con la cabeza a Vitiza.

—Oh, de veras... porque yo huelo que caerá dentro de muy pero que muy poco —dijo el cerdo y su sonrisa se ensanchó, tanto que hasta hizo que me estremeciera.

Me volví en dirección a Vitiza y le pregunté:

—¿Seguro que caerá a las siete?

Pero él no me contestó, sino que se miraba para arriba con una expresión de absoluto terror dibujada en el rostro. Yo le imité, también miré para arriba y pude ver como en el medio del remolino estaba surgiendo como una esfera de color rojo que no me gustaba nada de nada. Parecía estar formada de energía que apenas aguantaba estar arrejuntada y no me cabía duda de que se caería en cualquier momento trayendo consigo muerte y destrucción.

—Oh... —dije yo, temblando a más no poder.

La Mano de Helios cayó sobre la ciudad.  

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