56. La verborrea
Me encontraba sentada en aquella arena áspera que arañaba mi piel. Poco me importaba porque tenía a Lucía dormida en mis brazos y me sentía tan feliz que no me importaría morirme allí mismo. El viento soplaba suavemente, levantando arena que escalaba por nuestros cuerpos y picaba un poco, parecía que intentaba cubrirnos poco a poco como si fuéramos estatuas olvidadas en una playa.
Logré salvar la vida de mi amiga, aunque la verdad es que se quedó un poco más rara. Es decir, adiós a su cabello rubio, antes liso como un lago en calma, pues ahora era como una explosión de pelos de color blanco, tirando al gris.
Además, el ojo derecho que antes estaba oculto por la máscara ahora ligeramente más grande y largo que el izquierdo. Eso no era todo: el brazo que perdió y recuperó era grisáceo, más musculoso y con unas uñas bastante afiladas.
A mí todos esos cambios me importaban bien, viendo aquella carita dormida llena de paz sabía que volvía a ser ella misma de nuevo. Aquel era el mejor final posible para toda aquella terrible historia, desgraciadamente no iba tener la suerte de que todos los problemas terminasen allí.
El día caía en tonos marrones que anunciaban que pronto la noche llegaría y la Mano de Helios vendría para arrasarnos a todos. Los caídos de las gradas permanecían en sus sitios mirándonos y sin hacer ningún movimiento, me pregunté si a ellos le podía pasar lo mismo que a Lucía: ¿Podrían volver a ser personas humanas, normales y corrientes?
Maeloc me contemplaba desde las alturas y al verlo me estremecí porque parecía realmente algo terrible. Su apariencia no era la de la momia negra de antes, sino que ahora su cuerpo parecía estar hecho de sombras, siendo incluso más alto que antes. Sus ojos brillaban rojos como si fueran llamas.
No quería pensar en él. De todas formas, si resultaba que todo lo que me contó eran mentiras y era malo de verdad, yo ya no podía hacer nada. Le aparté a Lucía un mechón de cabello que le caía sobre la frente y me quedé observando su carita dormida. Era muy bueno que ella recuperara el ojo y también el brazo, pero no era tan bueno que yo perdiera el mío. El ojo quiero decir, que los brazos los tenía bien.
No podía ver por él y la parte derecha de la cara me dolía un montón bastante, justo por el zarpazo que me dio la boba de Lucía. Además, me daba la impresión de que me quedara un poco desfigurada por el ataque y mi bonito rostro ya no lo era tanto. Tampoco es que fuera a echar a llorar por eso, era poco precio a pagar por recuperar a mi mejor amiga. Y mientras mi pelo estuviera bien y rojo, todo estaba genial.
Fufu permanecía en silencio, masticando mi ofrecimiento de irme con él a la Nación de las Pesadillas. La verdad es que, junto a la alegría que sentía por salvar a mi amiga, estaba un poco deprimida. Mi futuro era vivir con mi hermano en aquel desierto sin fin. ¿Sería eso para siempre jamás? La verdad es que no me gustaba nada la idea, pero él parecía entusiasmado cuando me dijo:
—¿Fue tan difícil, hermanita? ¡Si te vienes conmigo todo será diferente! Seguro que nos lo vamos a pasar genial, ¿no lo crees? ¡Seguro que hay un montón de cosas divertidas que hacer en la Nación de las Pesadillas! —exclamó con un entusiasmo que yo era incapaz de compartir, pero ya me hacía a la idea. Además, una vez que tomo una decisión no me echo para atrás, que la palabra de una no se rompe ni se dobla.
—Tan contenta como unas castañas y tengo que decir que... ¡CUIDADO! —grité.
¡Una mano más que gigantesca caía sobre Fufu y parecía tener toda la intención de hacerlo papilla!
—¡¡¡IIIHHHGGG!!! —chilló el cerdo y se escapó de milagro, la mano se estrelló contra el suelo y abracé con más fuerza a Lucía.
Ya le pasó suficientes cosas malas a mi amiga como para que le fuera un gigante y la aplastara como si fuera una mosca. Pero no era un gigante, sino una giganta: se trataba de la Hermana del Dolor que miraba a Fufu con la boca abierta y una fascinación bastante infantil.
—¡¿Pero qué...?! ¿Por qué quiere matarme la Hermana del Dolor? ¿No era solo que quería seguirme? —preguntó con terror, encogiendo un poco de tamaño y eso me parecía bien, que la verdad es que me gustaba más chiquito que grandecito.
—Creo que te quiere pillar, pero no sé por qué —le dije.
—¿No lo sabes? —murmuró el cerdo —. ¿Y sabes algo sobre todo este tema?
Yo asentí con la cabeza, para variar yo me sabía muchas cosas sobre lo que sucedía.
—Oh, algo sé... Va caer la Mano de Helios sobra la ciudad. Y si la Hermana del Dolor está aquí... bueno, no sé muy bien cómo explicarlo. Es decir, la gema del corazón como que puede comerse cierta cantidad de daño antes de romperse, ¿no era así? Pero la de la Hermana no se rompe sino que hace que ella se convierta en algo peor que un caído. O en una ascendida, creo que eso más difícil, pero podría pasar. Aunque si se convierte en un caído sus gritos podría afectar a todos los ciudadanos del Reino y entonces ellos se convertirían en monstruos. ¿Me entiendes? —pregunté, la verdad es que yo no me seguía demasiado.
—¿Todo el Reino me dices? Ya me parecía que había olido algo raro en el interior de la barrera. Magia poderosa... ¿Es la Mano? ¿Eso que huelo es la Mano de Helios? —me preguntó y yo me encogí de hombros.
—Yo qué voy saber... ¿Importa? —pregunté y él me miró con una gran sonrisa en la cara.
—Pues claro que importa, hermanita. Creo que sé dónde va a caer la Mano de Helios esa... ¿Y sabes qué voy a hacer? Voy a ir hasta allí, y como esa imbécil de la Hermana del Dolor me sigue a todas partes, pues la colocaré abajo y entonces todos los humanos del Reino se convertirán en monstruos. ¿Qué te parece mi idea?
Yo me quedé boquiabierta: no me esperaba que Fufu faltara a su palabra, para mí eso era que nunca se podría hacer.
—¿Qué...? ¡Pero si ya dije que me iba ir contigo, eh! —grité yo, temblando y odiando mi lengua, ¿por qué tendría que haberle contado todo aquello?
—No... ¡No! ¡Yo ya no quiero eso! —me gritó.
—¡¡Me prometiste que te irías conmigo!!
—¡Sí, y eso estaba bien antes! ¡Pero abriste la boca y un mundo maravilloso se abrió ante mí! ¡Ahora quiero más! La verdad es que la idea de ir llevando a la Hermana hacia el interior del Reino poco a poco se me hacía pesada... Hay muchos aventureros fuertes que seguro que me podrían hacer daño e incluso matarme. Pero... ¡Pero si es tan fácil como llevar a la elefanta al sitio donde caerá la Mano de Helios simplemente no puedo dejar pasar la oportunidad! ¿Para qué voy a contentarme contigo, hermanita, si puedo tener el Páramo Verde entero? ¡Y así todos podremos ser felices! ¡Desde ahora solo habrá alegrías y risas y diversión pura y dura!
Pues sentí un cabreo bastante grande, me parecía increíble lo bajo que cayó mi hermano. El cerdo estaba delante de mí, más grande que el jabalí más grande de todos. La verdad es que ya ni podía reconocerlo, todo lo que quería de mi hermano estaba diluido en aquella apariencia monstruosa.
¿Por qué tenía que ser él así? ¡Si todo el mundo fuera un poco más como yo, todo sería más sencillo, porque no nos comeríamos el tarro con tonterías como las que se le metieron la cabeza a Fufu! Eso fue lo que pensé en ese momento. Bueno, y también en pegarle un buen puñetazo en todo su morro de cerdo, pero no creía que la violencia fuera servir para nada.
—¡Vamos, Fufu! ¡No me compliques más las cosas que ya están bastante complicadas! ¡Ya te dije que me iba contigo, imbécil! ¿Qué más quieres, eh? —le pregunté, en un último intento de lograr convencer a mi hermano de que dejara de lado todas las tonterías.
Era inútil, la idea se le quedó bastante bien incrustada en su cerebro de paquidermo y por la expresión de superdecisión que se le veía en su cara, bien me di cuenta de que no sería capaz de convencerlo de que no lo hiciera.
—Por favor... No lo hagas... —gemí, pero Fufu tenía el corazón bien duro y también imbécil y bien oscuro.
Le nacieron de la espalda aquellas dos horrendas alas de paloma que ahora tenía y, antes de salir volando, me regaló una sonrisa.
—¡A mí nadie me dice lo que tengo que hacer o dejar de hacer! Y tú ya no puedes hacer nada para pararme. ¡Sí estás para el arrastre! Ni siquiera creo que puedas moverte... Anda, sé una buena hermanita y simplemente espera a que caiga la Mano —dijo él y estalló en carcajadas mientras ascendía el cielo.
—Uuuhhh... —dijo la hermana del dolor viendo como el cerdo ascendía y no dudó un instante en ir detrás de él.
Yo me sentía más estúpida que nunca, por culpa de mi bocaza conseguí que el cerdo tuviera la oportunidad de cargarse al Reino de un solo golpe. No me quedaba otra que ir detrás de mi hermano, tenía que pararle los pies porque no sabía si había alguien más que lo pudiera hacer. Laura y Rodolfo deberían estar cerca del Huevo Celestial y papá y Abdón dirigiéndose hacia la arena. Pero no podía esperarlos, tenía que irme cuenta antes, sino que las consecuencias serían desastrosas.
Aunque me hacía trizas el estómago la idea de dejar a Lucía allí sola, rodeada de aquellos caídos que permanecían quietos en sus asientos como si fueran marionetas sin hilos. Pero no sabía si se comenzarían a mover una vez estuviera yo bien lejos.
—¿No deberías ir detrás de él? —preguntó una voz melosa, se trataba de Maeloc que venía en mi dirección acompañado de Gustavo.
¡Me alegré un montón de verlo vivo! Me refiero a Gustavo, no a Maeloc. A pesar de que era un caído, era un buen tipo y no le hizo daño a nadie. Bueno, la verdad es que todavía me acordaba de cómo mató al rubio y cómo le comió las entrañas.
Eso era algo bastante difícil de olvidar, pero después de eso Gustavo era tan pacífico como un caracol. Él se acercó a mí, con el paso ese tan elegante que tenía. Y me dio un lametón amisto en la cara, en la parte que no tenía herida.
—Me alegro de verte... —dije yo y le acaricié el morro a Gustavo —. Sé que tengo que ir detrás de él, pero Lucía...
—Yo me encargaré de que no le pase nada, Sabela —dijo Maeloc.
Yo no me fiaba, pero tenía que confiar en él. Miré a Lucía, y esperaba que no fuera la última, miré su carita dormida y preciosa. A pesar de que le quedara deforme por su transformación en monstruo yo la seguía adorando. Había una cosa que quería decirle desde siempre, algo que tenía escondido en mi corazón.
—Yo... Te quiero Lucía... No solo como amiga, sino como... eres mucho más que eso para mí. Deberías estar despierta, te lo quería decir cuando lo estuvieras. Pero... No sé, puede que no nos volvamos a ver más. Es decir... Yo te quiero mucho... —le dije y sentí las lágrimas.
Le di un beso en la frente, no me separé, quería permanecer ahí para siempre jamás. Congelada en ese momento, besándola para toda la eternidad, sintiendo el latido de su corazón, sintiendo su calor, sintiéndolo a ella de verdad. No la monstrua de los últimos días.
Sentí una mano que acariciaba mi mejilla bañada por las lágrimas. Nunca me sentí más contenta, nunca me sentí más triste. Lucía esbozó una triste sonrisa y ella también estaba llorando lágrimas silenciosas.
—No me merezco que me perdones después de todo lo que hice, pero... lo siento mucho... No sé lo que me pasó, era como... estar dentro de una pesadilla, una en la que por mucho que grites no puedes despertar... Lo siento mucho... —dijo ella.
—No pasa nada, te perdono...
—No me lo merezco... Yo también... —dijo ella y cerró los ojos de nuevo.
Puede que no lo mereciera, pero ella era a quién más quería. Aunque en esos momentos me di cuenta de que puede que la perdonase y puede que la siguiera queriendo, pero no sabía si podría volver a estar junto a ella.
Me hizo mucho daño, eso era cierto. Y no podía simplemente encogerme de hombros y hacer como si no pasara nada entre nosotras dos. Pero esos problemas tendrían que esperar, porque la Mano de Helios amenazaba con caer sobre la ciudad y matarnos a todos.
—Bueno... Te la dejo a tu cargo, Maeloc... —le dije y pensé en soltarle alguna amenaza tipo: si le haces algo, te mato. Pero soltarle eso no me pareció adecuado. Porque si de verdad le quería hacerle daño poco importaba lo que le dijera y si en realidad era un buen tipo yo quedaría como una desconsiderada.
—Tu amigo puede guiarte hasta donde está tu hermano, tiene buen olfato y ganas de ayudar —dijo Maeloc.
—¿Es cierto eso...? —le pregunté a Gustavo, no me contestó.
Se limitó a mirarme con aquellos seis ojos que tenía. Lo cierto es que no confiaba plenamente en Maeloc, pero sí en Gustavo. ¿Qué clase de persona fue Gustavo en vida de humano? Formaba parte de los guardias de la ciudad, así que supongo que era una buena persona que quería proteger a los habitantes de Nebula. Todavía me acordaba como se metieron en la Nación de las Pesadillas y como todo salió mal para los pobres. Por lo menos se podía decir que fue valiente en vida.
—¡Está bien! —exclamé y me levanté el suelo —. Voy a acabar con todo esto de una vez por todas...
Al separarme de Lucía sentí como una daga de fuego que se me clavaba en el corazón. La dejé en el suelo arenoso y la verdad es que no era demasiado buen lugar, pero tampoco es que hubiera ninguna cama cerca. Pero las cosas son como son y no podía hacer nada para que fueran de otra manera.
—Cuídala bien... —le dije y Maeloc asintió con la cabeza.
—No hay razón para preocuparse, Sabela —me contestó, pero no podía dejar de preocuparme.
Entonces me fijé en Gustavo y él dobló las piernas, las cuatro, y supe que su intención era que montase sobre su espalda. Pero había un pequeño problema: estaba completamente desnuda y no creía que fuera demasiado cómodo montar al bicho de esa manera.
—¿No tendrás algo de ropa para prestarme, eh? —le pregunté a la momia y él asintió con la cabeza, eso me sorprendió bastante: ¿Dónde la tendría metida? Ya tenía la ropa en las manos y era parecida a la que me gustaba llevar: camiseta blanca de tiras, pantalones cortos e incluso unas sandalias. También ropa interior, que casi se me olvida mencionarlo —. ¿Pero de dónde sacaste eso?
—¿Importa?
—Supongo que no... —le dije y me vestía con rapidez —. Me largo... Cuando despierte dile a Lucía que la quiero mucho y... bueno, no sé... dile eso y ya está —le dije, cogí a Hacha que estaba tirada en el suelo y me fui al lado de Gustavo, entonces sí me puse encima de él, como si en vez de un caído monstruoso fuera un caballo un poco especial.
—¿Estás preparada? —le pregunté a Hacha.
—¡Siempre lo estoy, jefa! —exclamó ella.
—Eso está bien, ahora vamos... juntas hasta el final —contesté y le acaricié el cuello a Gustavo —. Veamos... ¿Cómo se hace para que te pongas en marcha, Gus? ¿Arre? —pregunté y fue la respuesta correcta, de inmediato salió corriendo en dirección a la pared de la arena —. ¡¿Pero qué haces, so burro?! ¡Qué nos vamos a escacharrar! —grité, pero el Gustavo dio un salto de cabra que nos puso en las gradas y siguió corriendo.
Me gustaba ir sobre él, me gustaba la velocidad, me gustaba todo. Lo malo es que delante de mí tenía una tarea que, para variar, no me gustaba demasiado. Pero esperaba acabar con ella con mucha rapidez y así poder continuar con mi vida normal de siempre. Aunque si lo convencía de que se fuera del Reino a la Nación tendría que irme con él porque yo pensaba en cumplir con la palabra que le diera.
Corría por una calle larga y ancha, que tenía unos altos edificios de apartamentos a ambos lados que eran bastante iguales: hechos de ladrillo rojo y con unas pequeñas ventanas rectangulares. Me llamó la atención, porque se separaba un poco del resto de la ciudad que era como de construcciones bajas y de piedra.
Sonó un trueno y Gustavo tropezó y me caí al suelo. Fue una suerte que rodé y no me hice demasiado daño, porque no quería desperdiciar una vida de una forma tan idiota. Me levanté tosiendo polvo del suelo y todo daba vueltas a mi alrededor. Estaba bien, solo un poco magullada. Y confusa por el inesperado golpe.
Pero Gustavo no se levantó y respiraba con dificultad. Intentaba levantar la cabeza, pero no tenía fuerzas y de su gran boca le salía sangre. Tenía un agujero en el costado y brotaba sangre continuamente. Entonces me di cuenta de que lo que pensaba que era un trueno no fuera tal, sino un disparo.
—Oh... no... ¡No! ¡No, no, no! —grité acercándome a Gustavo, aquello no era bueno, no era nada bueno —. Regenérate... vamos... ¡Tú puedes hacerlo!
Pero nada: la herida no paraba de sangre y formaba un gran charco por debajo de él. Se moría, a pesar de ser un caído se moría.
—Vamos, cúrate... ¡Cúrate de una vez! —le grité, pero nada de nada: se estaba muriendo y no había nada que yo pudiera hacer por él.
—Él no se va a curar, Traidora —dijo una voz desagradable.
Se acercaba por detrás un hombre que no parecía demasiado un hombre. Era más como el cruce de uno con un murciélago: un pelo grisáceo le recorría el cuerpo, tenía unas orejas bastante grandes, unos ojos completamente negros y una nariz achaparrada.
—¿Qué quieres decir? —le pregunté.
—Le disparé en su gema... Supongo que ya sabes lo qué significa eso... —me dijo.
—Asesino... —murmuré yo, bastante cabreada.
—¿De verdad soy un asesino? Él solo era un caído...
—Tú también lo eres... —le dije y él se encogió de hombros.
—No lo soy, por lo menos no del todo.
Yo no quería que Gustavo muriera y solo había una forma de salvarlo: el caído raro de las grandes orejas tenía que acabar con mi vida. Así, se crearía otra realidad y podría vivir de nuevo.
—¿Qué haces, por qué no te cargas al cara gárgola ese? —dijo Hacha.
—No quiero que Gustavo muera...
—¡Pero ya está muerto! No hay nada que se pueda hacer por él.
—Si muero... podrá vivir —dije y di un paso en dirección al caído del rifle y le dije: —. Mátame.
—¿Qué dices? —dijo el hombre caído, por la expresión que puso no le parecía que le hiciera demasiada gracia que yo buscase la muerte de esa manera.
—¡Quiero que me mates! —grité, el hombre murciélago me apuntó con el arma, justo a la cabeza y cerré los ojos esperando el disparo. Pero fue un disparo que nunca llegó.
—Esto no es divertido... —dijo él y agachó la cabeza —. Pensé que esto iba a ser divertido, pensé que tener más poder lo iba a ser, pero... No lo es. Mi hermano murió... Xacobo también y el comandante... No creo que muera, pero... —El hombre dio un fuerte suspiro y se colgó el rifle al hombro.
—Dispárame... —le supliqué, pero él negó con la cabeza.
—No tengo ganas, no tengo ganas de nada... Se suponía que esto iba a ser divertido —repitió y, dándose la vuelta, se fue calle arriba.
Me volví en dirección a Gustavo, no parecía que le quedase mucho de vida. Sentía las lágrimas ya en los ojos. Pero todavía podía salvarle la vida y no me iba rendir.
—Hacha, ¡mátame!
—¿Pero qué dices? —me respondió.
—Si me matas, podré salvarlo. ¡Hazlo!
—No lo haré.
—Te lo ordeno.
—¡Cómeme la mariposa!
—¿Lo que...?
—¡Qué no salvarías a este, salvarías a otro! Y, además, la cosa está mal con Belisa. ¿Tú crees que vas a poder morir muchas más veces? —preguntó ella y me parecía a mí que estaba bastante cabreada.
—Me quedan más de ochocientas vidas —dije yo, aunque lo cierto es que no me acordaba el número exacto.
—No te quedan tantas, idiota. Y si sigues gastando tantas vidas a lo loco los hombres rosados te van a pillar y no creo que de ellos puedas escapar. Gustavo murió y no se puede hacer nada al respecto y si te quedas aquí comiéndote la olla mucha más gente moriría. ¿Es eso lo que quieres?
Tenía razón. Además, me daba cuenta de que si me mataba eso significaría que este Reino estaría condenado. Y aunque salvara al Gustavo de una nueva realidad, este que tenía delante de mí moriría y seguiría muerto.
—Está bien... seguiremos adelante —dije.
De todas formas, no quería que Gustavo muriera solo, así que me agaché a su lado y le acaricie la cabeza. Él abrió la boca y me dio una lamida débil a la mano. Nada más terminar, la cabeza cayó con suavidad en el suelo y entonces no se movió ya más. Gustavo murió, pero yo no podía quedarme allí a lamentarlo: todavía tenía que hacer un último esfuerzo.
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