51. La historia de Melinda
Mientras Sabela peleaba en la arena yo me encontraba rodeada de un montón de caídos y, como os lo podéis imaginar, eran unos bichos raros, pero raros de verdad. No podría decir que estaba rodeada de ellos porque me había sentado en primera fila y delante de mí tenía una visión bastante buena de la arena. Pero sí que los había a mis lados y también detrás de mí. Era de formas y colores bastante variados y lo único que tenían en común era su fealdad absoluta, pero ciertamente a mí eso no me afectaba ni mucho ni poco, ya que estaba acostumbrada a estar cerca de los caídos desde mi más tierna infancia.
Hasta me resultaba divertido mirarlos: el que se sentaba a mi lado era de color azul con un barrigón tan grande que le salía el ombligo para fuera. Su cuello era casi como el de una jirafa y terminaba en una cara que era bastante cómica porque tenía unos ojos gigantescos.
Detrás de mí, había uno que era casi una bola de color amarillo y tenía una boca gigantesca con unos dientes romos, para nada afilados y siempre abierta en un gesto como de sorpresa. Los ojos, abultados como los de una rana, los tenía medio cerrados como si no le gustase demasiado la pelea de mi hermanita.
Otro era todo brazos, muchos, muchos, muchos brazos que le salían de un cuerpo que era como un tubo y no se le veía la cara. Lo estuve mirando bastante rato, pero nada... la debía de tener escondida entre tanto brazo porque no me creía yo que existieran un caído sin cara, normalmente tenían caras. Feas, sí, pero caras al fin y al cabo.
Había uno que sí costaba mirarlo porque tenía el cuerpo abierto en dos y se le veían las tripas retorcidas, los pulmones inflados e incluso tenía el descaro de mostrar la gema del corazón. ¡Ese debía de ser el caído más inútil del mundo! ¿Cómo iba por ahí mostrando la cosa más importante de todas? ¿No sabía que si le daban y se rompía se moría? Pues nada, puede que no lo hiciera adrede y esa fuera la transformación a caídos más desafortunada de toda la historia.
Ahí me encontraba yo sentada en aquel carnaval tremendo de monstruos, viendo como Sabela se peleaba contra un trasno y no podía parar de bostezar. No me gustaba demasiado, y me aburría bastante, ver aquella muestra de barbarie e incluso se me iban cerrando los ojos. Quizás pueda sonar un poco cruel el decir que me aburría mientras mi hermana se jugaba el pellejo, pero eso no es cierto.
Yo confiaba plenamente en mi hermanita, sabía que lograría ganar el torneo del cerdo y por eso mismo podía permitirme el lujo de aburrirme. Ya me hubiera gustado que resolvieran sus problemas de una manera que no fuera tan violenta, como charlando mientras se tomaban un té o jugando a videojuegos, no peleándose que eso es muy anticuado. Si lanzasen bolas de fuego por las manos, quizás fuera divertido de mirar, pero lo único que sabía hacer Sabelita era darle a su hacha como una leñadora cualquiera.
—Siento algo familiar viniendo de ti, Melinda —dijo una voz a mi lado, en el cual se sentaba Maeloc.
Básicamente, él era una momia bastante grande y envuelta en vendas negras. Además, se le adivinaban los ojos a través de ellas con la forma de dos luces rojas. Otra cosa, tenía el título del Rey de los Monstruos y una podía pensarse que solo por eso sería la mar de intimidante. ¡Nada más lejos de la verdad! ¡Qué decepción descubrir la verdad tras la leyenda! Al final, resultaba que Maeloc era un tipo normal y corriente, que se distinguía entre los demás por un estilo al vestir un tanto peculiar. Pero cuando charlabas con él, te dabas cuenta de que era un cualquiera. No tuve ningún problema en hacérselo ver, que una no tiene pelos en la lengua.
—Eres un poco decepcionante... —le dije.
Casi esperaba que se enfadara conmigo, pero en vez de gritarme lanzó una risa pequeñita que no pegaba nada con él porque se suponía que era un villano. ¿Por qué no se comportaba como uno? ¡El mayor villano del Reino! ¡Menudo timo resultó ser! Hay cosas bastante peores que él sueltas por el mundo como, por ejemplo, el Líder del pueblo en dónde vivía. Él sí que era malvado de verdad... y quizás pensándolo mejor era preferible que Maeloc fuera normal, que no me las quería ver de nuevo con alguien como Cris.
—¿Por qué dices eso? —me preguntó e inclinó la cabeza en mi dirección, con lo que creo fue interés.
—¡Se supone que eres malo malísimo, pero no me pareces nada fuera de lo normal! Es que... a ver... ¿Tú no quieres conquistar el Páramo? —le pregunté y él volvió a reírse.
—¿Para qué iba a querer conquistarlo? No quiero gobernar el Reino, Melinda. Lo único que deseo es la paz entre los makash y los humanos —me comentó, eso me sorprendió bastante porque no me esperaba que el mayor villano del Reino me fuera a hablar sobre paz. Pensé que quizás este era un Maeloc diferente y hubiera otro que si fuera malvado hasta la médula.
—¿Makash? ¿Te refieres a los monstruos verdes, no? —le pregunté y él asintió por la cabeza —. ¿Y por qué quieres la paz con nosotros? Los humanos no hacen nada más que hacerles daño... yo mismo chamusqué a unos cuantos. Aunque no me siento demasiado orgullosa porque los trasnos me parecen cucos.
—Es mi responsabilidad, yo fui quién los cree. Quise imitar a las mouras, pues ellas crearon a las baluras —me dijo él.
Supongo que era bueno eso de que quisiera la paz y no la guerra. Aunque en una de estas tendría la oportunidad de lanzar bolsa de fuego a diestro y siniestro, al final eso no era tanta ventaja cuando ves cómo todo a tu alrededor se va al garete.
—Vaya, pues eso está bien. Ya bastante miseria hay por aquí para encima ponernos con guerras. A mí también me gustaría eso de la paz con los makash porque no me gusta nada hacerles daño... Pero fui como obligada cuando me metí en los Hijos del Sol —dije, con voz triste y me descolgué el corazón de bronce de la ropa, le di vueltas en las manos y suspiré.
Necesitaba dinero urgente en mi búsqueda de mamá y pensé que los Hijos del Sol serían una buena opción. Además, sonaba de maravilla eso de ser una aventurera y estaba segura de que sería genial ir por el Reino adelante buscando a mamá mientras realizaba aventuras sin parar, pero más pronto que tarde descubrí que dichas "aventuras" se trataban más que nada de calcinar monstruos que no me habían hecho nada malo.
—Tenemos derecho a cometer errores, Melinda. Pero llegados a un punto quizás lo mejor sea dejar de hacerlo, ¿no lo crees? —me preguntó Maeloc.
—Sí... supongo que tienes razón... ¿Sabes qué? No me gusta ser de los Hijos del Sol, son todos unos cretinos... ¡Adiós y hasta nunca! —grité y, llevada por un impulso, lancé el sol de bronce muy pero que muy lejos. Al librarme de él, me sentí mejor y decidí que desde ese momento sería yo quién elegiría a quién chamuscar y a quién no chamuscar —. Entonces tampoco quieres destruir el Reino, ¿no?
Puede que todo fuera una estratagema para que me confiase y luego, no sé, hacer algo para destruir todo. ¡Sí, quizás toda esa charla no fuera nada más que un engaño para conseguir sus verdaderos objetivos de dominación y supresión! Entonces estaría en mi mano pararle los pies, me convertiría en una heroína maga de leyenda y crearía mi propio gremio de aventureros, uno en lo que no se aceptasen cretinos como los de los Hijos del Sol.
—¿Para qué iba a querer destruir el sitio donde vivo? —me preguntó.
—Jolines, vale... supongo que quieres la paz... Pero eso está bien, me gustaría ser amiga de un trasno —comenté, sería un cambio agradable después de los últimos encuentros que había tenido con ellos que acabaron todos en bolas de fuego.
Nos quedamos en silencio unos segundos y comencé a mover el trasero en el asiento. Era de piedra, así que muy cómodo no me resultaba. Me empezaban a doler las nalgas y Sabela recién había terminado el primer combate. ¡Daba la sensación de que aquello se iba a eternizar un montonazo! Durante unos instantes, pensé en terminar el asunto chamuscando al cerdo gigante, pero no creía que a Sabelita le pusiera contenta que hiciera churrasco con su hermano marrano.
—Un momento... dijiste que sentías algo familiar de mí. ¿Puede que seas mi padre? —pregunté, sin demasiadas esperanzas de que fuera cierto.
Por alguna razón y a pesar de que se lo pregunté unas mil veces, mamá nunca me contó quién era mi papá. Entonces era evidente que no le traía demasiados buenos recuerdos... ¿Y quién mejor candidato para malos recuerdos que el mismísimo Rey de los Monstruos? Sí, en esos momentos era un buen tipo, pero puede que cuando se conocieran y enamoraran Maeloc fuera malo y por eso a mamá le daba vergüenza admitirlo. Mis esperanzas fueron fútiles.
—No, Melinda. No soy tu padre. Lo familiar viene de otro lugar, precisamente de lo que llevas en el interior de tu mochila —me dijo, lanzándole una mirada a la mochila rosa de cara de gato que tenía entre mis piernas. Puse una expresión de desconfianza porque creía a quién se refería.
—¿Libro? —pregunté y, pese a que no me sentía demasiado segura, lo saqué de la mochila. De todas formas, si intentaba robármelo lo iba a chamuscar bien chamuscado y me daba la impresión de las vendas iban a arder de maravilla.
Libro dormía plácidamente, con los ojitos cerrados y abriendo y cerrando la boca como si fuera pez. Me resultaba muy mono verlo así y me dieron unas ganas tremendas de darle un gran abrazo.
—Oh, sí... Libro. Se podría decir que somos viejos conocidos —dijo Maeloc con una voz que parecía que sonreía.
Pero yo no lo hacía porque quizás el Rey de los Monstruos quisiera recuperar esa amistad robándome a Libro.
—Me alegro, pero ahora es mi amigo y está conmigo, que después de todo lo que hemos pasado no se lo voy a dar a nadie —le dije, con tono defensivo, abrazando a Libro y jurando mentalmente que nunca jamás me iba a alejar de él.
Maeloc asintió con la cabeza y me dijo:
—Por supuesto, Melinda. No es mi deseo romper tan bella amistad. Pero... si te soy sincero, me interesa bastante saber cómo llegó a tus manos. ¿Podrías contármelo?
Eso ya me gustó más, es que me encanta hablar sobre mí. ¡Hasta podría escribir libros enteros sobre mi vida! Y si alguien quería escuchar mis historias y ocurrencias, pues eso me ponía tan feliz como una perdiz. Normalmente, la gente no quería hacerlo porque, por alguna razón, les resultaba un poco irritante y hasta había sujetos que me habían deseado la muerte. ¡Y luego dicen que los aventureros son heroicos! Además, el pelo quemado vuelve a crecer.
—¿De verdad quieres saberlo? —pregunté y contuve un poco mi emoción porque a lo mejor si descubría la ilusión que me hacía cambiaba de opinión.
—Por supuesto, creo que sería una historia bastante interesante —me dijo y no podía evitar sonreír como una boba.
Así que no perdí más tiempo, me senté bien en el asiento y me aclaré la garganta. ¿Por dónde comenzaría la historia? No quería aburrirlo haciendo un relato desde mi primer recuerdo, aunque ganas no me quedaban, ni tampoco desde la primera vez en que conocí a Libro. Me di cuenta de que lo mejor sería centrarme en cómo conseguí a Libro y, en el proceso, acabé quemando el pueblo en dónde vivía. ¡Pero que conste desde el principio que eso fue un accidente!
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