5. Las fantasías

Después de ver a Fufu me apresuré a coger el camino principal que me llevaría a la ciudad de Nebula. Ese cruzaba un bosque bastante diferente al Púrpura, pues estaba formado por árboles inmensos que se lanzaban a lo loco contra el cielo, como si tuvieran algo en contra de él. Al acercarme a uno de ellos, pude ver que la corteza era dura como el hierro y, además, también tenía un color gris. Me dieron ganas de darle con el hacha a ver qué tal, pero no quería romperla porque me sentaría mal cargarme el regalo de papá.

Después de una hora o así de caminar por aquel lugar vacío, me topé de bruces con problemas. Escuché primero unos gritos agudos que seguramente fueran de una doncella en apuros y después las carcajadas de unos monstruos.

Al fondo del camino vi un carruaje de aspecto entre lujoso y hortera: tenía la forma de un cisne y las puertas eran sus alas. No me gustó nada la cosa esa que siendo vehículo, quería ser pájaro... Las cosas deben ser lo que son y no aparentar cosas que en realidad no son, por lo menos es lo que pienso yo.

Bueno, había unos tres trasnos al lado de los dos caballos que tiraban del carruaje. No me preocupé demasiado por el número porque ya estaba curtida de tanto luchar contra ellos y sabía que podía liquidarlos con facilidad.

—¡Buah, neno! ¡Dale otra manzana, pero ya! —dijo un trasno.

Su compañero le ofreció una fruta roja al caballo que no se esperó nada para lanzar la bocaza sobre la manzana y devorarla. Al ver esto, los trasnos estallaron en escandalosas carcajadas.

Desenfundé mi hacha y me acerqué a ellos, a pesar de que en esos momentos no hacía nada malo yo creía que eran una plaga y la única manera de tratar con ellos era matarlos hasta que no quedase ni uno en el Reino.

Pero antes de que tuviera tiempo de pelearme...

—¡Qué mala suerte habéis tenido, bestias! Sin lugar a dudas, el destino os ha jugado una mala pasada, pues habéis atacado el carruaje donde viajaba yo. ¡Rodolfo Valentín, aventurero de bronce de los Hijos del Sol, os daré vuestro merecido!

La puerta del carruaje se abrió con la fuerza de un huracán y allí apareció un hombre de unos veinte años más o menos, me gustaron sus caballos rubios que llevaba recogidos en una coleta. Vestía de una manera fina, con unos pantalones de pana color caqui y una blanquísima camiseta que llevaba los dos botones de arriba sin usar. Tenía uno de esos rostros hermosos y simétricos, de esos que parecen hechos por escultores y no salidos de una mujer humana.

—¡Preparaos para morir! —gritó y desenfundó un sable, pero antes de atacar se fijó en mí y saltó con agilidad gatuna por encima de las tres cabezas de monstruos, después corrió hacia mí —. ¡Buenos días! ¿Podrías ocuparte tú de esos monstruitos?

Pues me peleé yo contra los trasnos, aunque en realidad solo lo hice contra uno de ellos porque los otros huyeron al bosque antes de que tuviera la oportunidad de matarlos. El trasno que se quedó no me duró demasiado, pero antes de hundirle el hacha en el cráneo él logró arañarme el estómago con sus garras.

—Menuda basura... —dije, mirando mi bonita camiseta rosa desgarrada y manchada de sangre.

—No te preocupes. Te puedo ayudar —dijo Rodolfo, sonrió y puso las manos sobre la herida: de entre sus dedos salió una luz blanca que me curó al instante.

—Ala, ¿tienes Fe? —pregunté, aunque era obvio que era así.

—Uno de los pocos dones que tengo y he de decir que no es gran cosa, me sirve para curar heridas pequeñas, pero poco más. Aunque quizás sea lo mejor porque tener Fe significaría más responsabilidades —me dijo Rodolfo.

—Ya veo... oye, se curó muy bien —dije, pasando las manos por la herida: quedó marca, pero a mí eso no me importaba demasiado.

—Me alegro, es lo menos que puedo hacer por haber derrotado a los trasnos. Es decir, podría haberme ocupado yo mismo, pero no quería estropearme la ropa —me dijo Rodolfo.

—Tú tienes bastante cara, ¿no?

—Te ruego que me perdones. Pero además de curarte, creo que puedo recompensarte de otra manera. ¿No te dirigirás a la ciudad de Nebula, por casualidad?

—Pues sí, ¿por?

—Pues que no hace falta que te gastes los pies caminando, podemos compartir este bonito carruaje que alquilé en la maravillosa ciudad de Cassiria —La frase se quedó cortada cuando el carruaje del cisne emprendió la ruta a toda velocidad.

Rodolfo se quedó en silencio.

—Creo que te robó el conductor —le dije y me sorprendió cuando él lanzó unas carcajadas.

—¡Pues tienes toda la razón del mundo! ¡Qué fácil es perder lo que fácil se gana! En ese carruaje tenía todos los soles que había ganado en el Casino Real de Cassiria. En estos momentos, no tengo nada más que lo puesto—dijo él y, por alguna razón, no dejaba de sonreír.

—Lo siento... 

—No lo sientas. Las pertenencias materiales no son el motor de mi vida. Pero ya que ambos vamos en dirección a Nebula, ¿te importaría que te acompañara? —me preguntó Rodolfo.

—No me importa. Yo me llamo Sabela —le dije.

Después de llevar un buen rato caminando, mi estómago comenzó a rugir bastante. Era algo normal, ya que al final no pude probar bocado en el restaurante del señor Oink y ya iba siendo hora de la cena. Lo malo es que por allí no había ningún local en dónde poder comer. Solo árboles grises que no nacían rectos, sino en ángulos y alguno de ellos bastante inclinados.

—Sabela, ciertas señas me han hecho pensar que tienes hambre y he de admitir que yo también. Además, estoy cansado de tanto andar y se está haciendo de noche. ¿No sería mejor encontrar un establecimiento dónde dormir? No estarás pensando en caminar hasta Nebula incluso en la oscuridad. ¿No? —me preguntó Rodolfo.

—Bueno, como no quieras dormir en el bosque. Yo no veo ningún sitio por aquí.

—No te preocupes por eso, sé que dentro de poco llegaremos a un hostal.

—Oh, pues eso está genial.

La noche cayó de pronto sobre el bosque, pero la oscuridad no llegaba a ser total gracias a unas farolas colocadas a ambos lados de la carretera. Multitudes de insectos se golpeaban las cabezotas intentando llegar hasta la bombilla, una y otra vez, una y otra vez, una y otra vez.

A la izquierda del camino apareció el hostal Bosque Dentadura, el letrero estaba iluminado por unas farolas. El sitio no tenía nada de especial, nada más que un edificio de dos plantas perdido en la inmensidad del bosque. Entramos y vimos una chica de pelo corto detrás de la mesa de recepción, tenía los ojos medios cerrados y parecía estar a punto de dormirse.

—Buenas noches —dijo y puso una sonrisa vacilante, no sé si del sueño o del aburrimiento.

—Querríamos dos habitaciones —dijo Rodolfo.

—Vale, las normales cuestan veinte soles y las grandes cuarenta. ¿Cuáles queréis? —preguntó la recepcionista.

—¿Y tenéis pequeñas que cuesten diez? —le pregunté, es que yo era bastante de ahorrar. Bueno, menos cuando era comida y productos para mi pelo. 

Ella me miró raro y negó con la cabeza.

—La normal estaría bien —dijo Rodolfo, sacando unos billetes del bolsillo y dejándolos sobre la mesa.

—Yo también... —Me dolía un poco separarme de mi dinero, pero era preferible dormir bajo techo que bajo los árboles. 

Rodolfo y yo cogimos las llaves de nuestras habitaciones y la mía era la número 12 y la de él la siguiente. Después nos marchamos al comedor y eso ya me puso bastante contenta: comer era una de las cosas que más me gustaban en la vida.

En el comedor no había nadie y las mesas vestían con manteles de flores. Una televisión colgaba en la pared y estaba echando los dibujos animados de Solman, reconocí el episodio: el Doctor Luna hizo que todo el mundo creyese que Solman era un traidor que quería destruir Ciudad Sol y por eso los otros superhéroes peleaban contra él.

Las paredes estaban cubiertas por cuadros de paisajes entre los cuales destacaba la pintura de un payaso, era uno que parecía salido de una pesadilla: tenía los ojos abultados como por enfermedad y una boca de la cual le sobresalían unos dientes que parecían estar afilados.

Nos sentamos en una de las mesas cerca de la ventana, por la cual no se veía nada, y pronto apareció una mujer gorda de delantal a cuadros. Nos sonrió y pude ver que le faltaba uno de los dientes delanteros. Además, tenía una marca blancuzca a lo largo del cuello y no supe saber de qué podía ser.

—Tenemos solo la olla con carne estofada y verduritas. Os la puedo traer y coméis lo que queréis. ¿Qué decís? —preguntó la señora.

—Por mí bien —dije y era bien cierto: cuánto más pudiera comer, mejor para mí.

—No veo ningún problema, para beber vino de la casa. ¿Tú también querrías, Sabela? —me preguntó Rodolfo.

Yo no era mucho de beber vino, pero supuse que ese día me lo podía permitir porque recién acababa de entrar en los Hijos del Sol. Aunque al pensar eso me puse un poco triste, me gustaría celebrarlo con Lucía, papá y Fufu en casa, no en aquel hostal con un desconocido.

—Un poco sí —dije, intentando no pensar en cosas tristes y me animé al pensar que cuando volviera de Nebula podría celebrarlo como era debido.

Pues en nada la señora volvió con una olla que dejó en la mesa y de ella me serví un buen plato de carne estofada, con patatas, zanahorias, pequeñas cebollas enteras, legión de guisantes... Bueno, lo típico. Aquí lo importante es que me sabía de pura maravilla, y en menos de nada, ya me estaba sirviendo otro plato.

—¿No tienes hambre? —le pregunté a Rodolfo, que ni siquiera se terminara el primer plato.

—No soy de comer demasiado, más bien soy de beber —dijo Rodolfo y eso era bien cierto porque ya se bebiera dos vasos y yo todavía iba por el primero.

Entre cucharada y cucharada, sentí de nuevo aquella mirada cayendo sobre mí: como si alguien que flotaba sobre mi cabeza estuviera mirándome, estuviera intentando comunicarse conmigo. Sacudí la cabeza, aquello eran tonterías y lo importante en esos momentos era comer.

De pronto, los dibujos de Solman se cortaron y aparecieron unas noticias. Apareció un de los periodistas que envían por el Reino adelante a hacer entrevistas y rollos del estilo: Arturo Arteixo.

—Estamos aquí en el Instituto de Investigación Helios, en la Ciudad Sol, con excelentes noticias acerca del pergamino Imbolongolo Enhle. ¡Parece que los investigadores están a punto de descifrar la profecía de este año! Con ustedes, el doctor Honorato Hombreiro. ¿Qué nos puede contar acerca del resultado de las nuevas investigaciones?

Al lado del presentador, se levantaba un hombre que no se ajustaba a mi imagen mental de un doctor: poderoso pecho de leñador y una barba a juego. Pegaría bastante verlo en el Bosque Púrpura cortando leña, sobre todo mucho más que en un laboratorio investigando. El doctor Honorato habló con una voz bastante contenta y dijo:

—¡Mi grupo de investigadores están haciendo unos avances increíbles! ¡Y tenemos grandes noticias! Este año, la profecía se refiere al Rey de los Monstruos Maeloc y, ni más ni menos, estamos completamente seguros de que habla sobre su completa y absoluta destrucción. Ahora mismo, estamos descifrando la parte en que se menciona a la persona que, por fin, logrará matar al Rey de los Monstruos. Por el momento, podemos desvelar que será un aventurero o una aventurera que haya recibido una Marca, es decir, que sea un Marcado. Pero no sabemos la identidad de la Marca la cual se refiere. ¡Pero os podemos asegurar que no tardaremos en averiguarlo y, dentro de poco, Maeloc será derrotado!

Me emocioné. ¿Podría ser yo esa persona? A fin de cuentas, recibí una Marca hace nada de nada, la de Las 900 vidas. Aunque es cierto que en el Páramo Verde existían más Marcados, pero no hacía ningún mal a nadie fantaseando un rato.

—Me encantaría ser el que acabe con Maeloc —suspiré, hablando sin querer en voz alta.

—¿En serio? Tienes unos sueños bastante grandes —dijo Rodolfo.

—¿A ti no te gustaría ser el que se cargarse al Rey de los Monstruos? —le pregunté y Rodolfo se rio.

—¡Oh, no, no! Eso suena demasiado peligroso. Mis sueños son más... íntimos —dijo y se quedó mirando la copa de vino con una expresión de melancolía en el rostro.

—¿A qué te refieres con eso? Si se puede saber, claro —le dije, a mí no me gustaba meterme en los asuntos de los demás, sobre todo teniendo cuenta de que apenas conociera ese mismo día a Rodolfo.

—Una mujer, Sabela. Hay una mujer que estoy buscando a lo largo y ancho del Reino, con la esperanza de encontrarla y con la certeza de que seguramente nunca lo haré —me dijo él y vació la copa de vino de un trago, pero la volvió a llenar en seguida.

—¿Y quién es ella? —le pregunté y Rodolfo se rio, para luego negar con la cabeza.

—Ni idea, no sé cómo se llama. La veo en sueños, a los pies de una hermosa montaña de color azul. Tengo el nombre en la punta de la lengua, creo saber de quién se trata y tengo la sensación de que soñando sé quién es, pero al despertar... la realidad desvanece las fantasías. Pero Sabela, creo que ella es de verdad —me dijo él, ya sin su característica sonrisa y mirándome con seriedad.

—Pero los sueños... solo son sueños, ¿no? —le pregunté, no quería romper sus esperanzas, pero tampoco me parecía bien mentirle solo para quedar bien.

—No te creas que estoy loco, pero quizás merezca la pena intentar descubrir si mis fantasías son algo más —dijo Rodolfo y no supe qué contestarle. 

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