48. Las muertes
Abdón caminaba en silencio y yo iba a su lado, más que muerto de preocupación, ¿sería capaz de llegar a tiempo a la Arena? No podía dejar de morderme las uñas y me parecía que íbamos demasiado lento. ¡Necesitaba ayudar a mi hija cuanto antes! Pero parecía que el camino se hacía eterno, parecía que nunca llegaríamos...
Detrás caminaban Melón y Amanda, tampoco hablaban entre ellos. En realidad, todos teníamos como los labios sellados y era bien cierto que no daba la pinta de que fuéramos el grupo más feliz del Reino. Y era de lo más normal, que no estábamos en situación para ponernos a cantar y a bailar: ese mismo día caería la Mano de Helios y, de no hacer nada de nada, moriríamos todos.
Entramos en una plaza pequeña, que tenía una cafetería con una terraza, las mesas estaban como tiradas por el suelo: parecía que hubo caos allí, como si alguien se peleara. Pero eso no era lo importante: había una tienda de ultramarinos, uno de esos pequeños sitios en los que venden comida y me entraron ganas de coger algo para comer.
Aun así no creía yo que eso le hiciera nada de gracia a mis acompañantes y, además, teníamos que darnos prisa. Pero hambre tenía y sabía que con el estómago lleno rendiría más. Antes de que tuviera tiempo de ir rápido y coger algo para papear, Amanda dijo:
—Qué raro está todo esto... Es decir... Ni hace un día, esto estaba... ¡¿Pero qué es eso?! —gritó de pronto, al ver una cosa que estaba al borde de la fuente.
Era como un gusano, pero un gusano gigante e hinchado. Tan grande que hasta me llegaba a la rodilla. Sentí como una urgencia de irme de allí de inmediato, pero también quería darle una patada para ver si se movía. Es que yo nunca me encontré con un gusano tan grande, y eso es una cosa que me despertó bastante la curiosidad.
—No te acerques... —me dijo Abdón, pero de todas formas fui yo y le di una buena patada. De todas formas, el gusano parecía estar bien muerto. ¿Qué era lo peor que podía pasar?
El gusano se movió, un temblor que podían ser imaginaciones mías. Tragué saliva y me pasé la mano por la frente sudorosa, porque bien sabía que no lo fueran y pensé que lo mejor era irse de allí cuanto antes.
Pero el gusano volvía a moverse, con mayor violencia que antes, y lo peor es que la cosa no acabó ahí. El cuerpo sin vida del bicho comenzó a ascender en el aire. A flotar, flotar y flotar, hasta que estuvo por encima de nuestras cabezas.
—¿Qué estás pasando aquí...? —lloriqueó Amanda, acercándose a Melón.
El cuerpo del gusano comenzó a hincharse cada vez más y más y más, como si fuera un globo. Sucedió lo que tenía que suceder: explotó, y una gran cantidad de pedazos de carne salieron volando en todas direcciones, y uno de ellos le dio en toda la cara a Melón y, a pesar de la situación tan fastidiada en la que estábamos, no pude evitar reírme.
—¿¡Se puede saber de qué te ríes?! —gritó Melón.
—Fue gracioso. ¿Tú no lo viste, Amanda? ¿No te fue...? —le pregunté a la muchacha, pero ella estaba mirando el cielo, con la boca abierta y entonces mi cuerpo enteró tembló.
Algo muy malo iba pasar. O, mejor dicho, estaba pasando.
Sobre nosotros había alguien que tenía la forma de un hombre, pero estaba bien lejos de ser uno de verdad. Iba desnudo y todo su cuerpo era dorado: desde sus pies, su piel, sus brazos, su rostro, sus ojos e incluso su cabello.
—¿Qué es eso...? —pregunté.
—Un ascendido... —dijo Abdón y entonces se volvió en dirección a Amanda y Melón —. ¡Corred!
—Pero... —murmuró Melón.
—¡Iros ya! —exclamó Abdón.
Melón asintió con la cabeza, cogió por la muñeca a Amanda y salieron corriendo. A mí me dieron ganas de ir tras ellos, pero también era cierto que no quería dejar a Abdón allí solo.
El tipo dorado los miró con desinterés, mientras descendía con lentitud al suelo. Los músculos se le marcaban con tanta precisión que más que humano, parecía una estatua de mármol. Además, era más alto que yo y también más ancho.
—Ey... Señor... ¿Eres bueno o qué? —le pregunté, y él me observó con aquellos ojos que eran todo amarillo.
—Bueno... malo... —me contestó.
—¿Eres un ascendido de verdad o qué? —le pregunté.
Abdón desenfundó su mandoble y comprendí que iba atacar al ascendido. A pesar de que él era fuerte, dudaba de que fuera capaz de derrotarlo. Para ser sinceros, lo único que yo esperaba hacer era distraer a aquel monstruo para que Melón y Amanda fueran capaces de escapar.
—Yo... —dijo y frunció el ceño, como intentando recordar algo.
—¿Sí?
—Familia... —dijo, levantando una de sus manos al cielo.
—Esto... bien, bien... —comenté, lo mejor era que continuase hablando. Porque si quisiera hacernos daño, no creo que yo, ni Abdón pudiéramos hacerle ni el más mínimo daño.
—Quiero a mi familia.
—Bueno... eso es... entendible... —dije, y le lancé una mirada a Abdón. Él iba atacarlo, no creía yo que fuera lo mejor. Es decir, que hablase todo lo que quisiera, que hablase y a lo mejor no nos hacía nada.
—¿Dónde... está?
—¿Perdón?
—Mi familia...
—No lo sé... lo siento...
—Quiero a mi familia.
Justo en ese momento, Abdón se lanzó en dirección al tipo raro con una velocidad que hacía que no lo vieras.
—¡No! —le grité, porque no creía que aquella fuera la manera. Pero bien comprendía a mi amigo: una de las cosas que más le gustaba hacer era pelear contra cosas que fueran fuertes.
El ascendido levantó la mano con rapidez, enseñándole la palma, y de ella salió una bola de energía dorada que mandó a Abdón contra la cafetería pequeñita. Se estrelló contra el escaparate, con una fuerza brutal, metiéndose en el interior y adiós Abdón. Tragué saliva, él era un tipo duro, pero no sabía si aquello fue demasiado.
—Mierda, mierda, mierda... —dije yo, ya con el hacha de doble filo en mis manos. Me daba en la nariz que el tiempo de las charlas se terminó.
El ascendido me miraba desde las alturas, con unos ojos en donde no cabía ni una pizca de compasión. Mi último pensamiento fue para mi hija Sabela, lamentaba mucho no poder ayudarla. Pero tenía la confianza de que lograría salir con vida de la ciudad de Nebula.
A mi alrededor solo había oscuridad, una oscuridad espesa como la melaza, una oscuridad en la que me hundía. Recordaba como aquel ascendido me había derrotado de un solo golpe. Derrota, hacía tiempo que no me encontraba con ella.
¿Cuánto tiempo?
En mi mente, se dibujó un recuerdo olvidado: un gigante sentado en una silla, en el interior de una cabaña modesta: él tenía una gran barba y una sonrisa inmortal. Me di cuenta de que no era un gigante, lo que pasaba es que yo era pequeño: era un niño. ¿Quién era ese hombre? ¿Sería mi padre?
No solía pensar en mi pasado, pero en aquella oscuridad no había mucho para hacer, así que intenté recordar. Mis recuerdos eran de yo mismo recorriendo los bosques del Reino, matando monstruo tras monstruos e investigando ruinas y mazmorras.
Pero no recordaba nada de mi infancia, no recordaba a mis padres, no recordaba a amigos de tiempos lejanos, solo a los pocos que había conocido en los últimos años. Llegados a un punto, no había nada. Tenía 20 años... ¿De verdad tenía 20 años?
No, yo me sentía muy viejo, como si llevar décadas caminando por los rincones más recónditos del Reino. Pero ahora poco importaba: había muerto y no había nada que pudiera hacer. De todas formas, bien sabía que algún día algún monstruo más poderoso que yo me mataría.
Sentí como unos brazos surgían de detrás de mí y me abrazaban, sentí el toque de unos largos dedos que me acariciaban el pecho y bajaban hasta el estómago. ¿Qué era aquello que había surgido de la oscuridad?
—Despierta, cielo. Aún no es hora de dormir —me susurró al oído una voz femenina que conocía, pero no sabía decir a quién pertenecía.
—¿Quién eres? —pregunté
Las manos no dejaban de acariciarme, eran demasiadas como para pertenecer a una persona. Quizás seis, siete u ocho... no sabría decirlo.
—Hace ya muchos años, te avisé de que no te internaras en la Nación de las Pesadillas, cielo. Pero pese a mis advertencias, lo hiciste... Y te perdiste en ella. Menos mal que los Hijos del Sol te tienen aprecio. Ellos fueron a por ti y, a pesar de que muchos murieron, lograron rescatarte. Pero ya no eras el mismo... olvidaste quién eras, y lo peor de todo es que no te acordabas de mí —dijo la voz, con un dolor que yo sentía fingido. Por otra parte más que intentar engañar, creía que jugaba conmigo.
—Debería estar muerto... —dije.
—No, no lo estás. Ni siquiera te acuerdas de que eres un Marcado, ¿no es cierto, cielo? —me pregunté.
—Yo no tengo ninguna Marca.
—¿Qué crees qué es lo que llevas en la cara, bobo? —me preguntó ella, y emitió una risa cristalina que cayó sobre mí como lluvia.
—Por eso me curo con tanta rapidez... ¿No? —le pregunté, ya me parecía raro que a mí las heridas no me durasen tanto como a otras personas. Incluso ese mismo día me habían atravesado el estómago con una espada y disparado en el hombro.
—Sí, la violencia te mantiene vivo, Abdón. Pero no lamentablemente mi poder no es tan grande como el de otros... No eres invulnerable y hay heridas de la que jamás te podrías recuperar —me susurró al oído.
Sus manos no dejaban de acariciarme y lejos de molestar, me resultaba agradable. Era como volver a casa después de haber pasado mucho tiempo en tierras extrañas. Lo que más me gustaría hacer era dormir entre sus brazos y estaría bien aunque no me despertase nunca jamás.
—Me encantaría que te quedaras conmigo, pero hay gente que te necesita ahí fuera —dijo la voz.
—¿Cómo te llamas? —le pregunté y ella se rio de nuevo.
—Acuérdate tú mismo y, cuando lo sepas, vuelve a verme —me contestó
Me desperté en medio de una cafetería, entre los restos destrozados de lo que había sido una mesa. Al mirarme el pecho, descubrí que la calavera de la armadura estaba como fundida por el bandazo que se llevó, y hasta echaba humo. Me la quité, también me despojé de un pedazo de cristal que se había incrustado en mi pierna.
Me levanté, me dolía todo el cuerpo, pero era normal después de aquel golpe tan brutal que había recibido. Por lo menos no estaba muerto, y podía seguir luchando un poco más. Además, aquel ascendido era un oponente fuerte y tenía bastantes ganas de pelear con él.
Miré a mí alrededor: encontré mi mandoble cerca, pero estaba roto y ya no me servía para luchar. Había luchado con él durante un largo periodo de tiempo, pero no me importaba demasiado perderlo, porque el maletín estaba en perfecto estado junto con mis nuevas espadas. Lo abrí y las cogí, introduje la que vibraba en el cinturón y llevé la Corta Todo en la mano: esa sería la primera que utilizaría para pelear contra el ascendido.
Salí de la cafetería, pero de esta vez utilicé la puerta y no el escaparate. No había rastro del caído dorado, pero encontré a Godofredo tirado en el suelo al lado de la fuente. Hacía calor, el sol que antes era agradable, ahora me quemaba en la cabeza y comencé a sudar.
—Godofredo... —llamé, pero él no se movió del sitio.
Escuché el zumbar de unas moscas, mientras me acercaba con lentitud. Sentí las patitas de una que me tocaban la frente, haciendo que me picase y me la aparté de un manotazo.
—¿Estás bien...? —le pregunté, llegando hasta su lado.
Pero no lo estaba, la parte derecha de su cabeza había desaparecido, seguramente volatilizada por un ataque del Ascendido. El único ojo que le quedaba miraba al cielo, ya sin nada de vida en él.
Me sentí triste, como si me hubiera puesto encima un peso tremendo y me picaban los ojos. Me pasé la mano por la cara, sintiendo las mejillas mojadas. No era justo lo que le había pasado a Godofredo, no era nada justo.
Habría sido mejor que fuera yo el que hubiera muerto, porque a mí nadie me echaría demasiado de menos. Pero él tenía una familia: sin lugar a dudas, Sabela y Ramona llorarían mucho su pérdida.
Tenía que ayudar a Melón y a Amanda, pero no podía quitar la mirada de Godofredo casi como esperando que en realidad no estuviera muerto. Que se levantaría, sonreiría y me diría que todo estaba bien. Me agaché, para cerrarle aquel ojo, para que por fin pudiera descansar en paz.
Escuché un grito agudo, no venía de demasiado lejos y pude reconocer la voz: era Amanda. Mi corazón dio un vuelco: Godofredo estaba muerto, pero Melón y Amanda continuaba vivas. Tenía que salvarlas, si lo hacía la muerte de mi amigo tendría algún sentido.
Corrí, siguiendo aquel grito, y llegué a una calle, a espaldas del ascendido. Delante de él se encontraba Melón y tenía las manos echadas hacia delante creando un escudo de un color azul, transparente. Ella se encontraba al límite de sus fuerzas y se podía ver como en el escudo se creaban grietas que no hacía nada más que crecer.
Al verme, descubrí alivio en su mirada y me sonrió, era una sonrisa cansada. Bajó los brazos y el escudo desapareció. De la mano del ascendido salió una esfera de energía dorada que le impactó en el pecho. No tuvo la suerte que yo tuve, ya que el ataque le atravesó haciéndole un agujero y matándola en el acto.
Amanda gritó de nuevo, llevándose ambas manos a la cabeza, llorando sin parar. Melón y Godofredo habían muerto, eso era ya algo inevitable. Pero por lo menos podría salvar a Amanda. Le dije al ascendido:
—Pelea contra mí.
Le quité la vaina a mi espada Corta Todo, y el ascendido le dejó de prestar atención a Amanda para mirarme. Corrí hacia él, la espada le cortó el estómago a lo ancho. Durante unos segundos, el cuerpo del ascendido quedó dividido en dos partes.
Las piernas y la cintura por un lado y por el otro su barriga, los brazos y la cabeza. Pero unas hebras de luz surgieron de las heridas y pronto recuperó la forma original: mi ataque había sido completamente inútil.
—Esta espada no sirve... —dije y sentí un fuerte dolor en dónde debería estar mi brazo izquierdo. En él ya no había nada.
El Ascendido meneó mi miembro sesgado y dónde debería estar, solo había un muñón sangriento.
—Oh... —dije.
Tenía otra espada que probar: la Espadaboom, mordí el inicio de la venda y con un fuerte tirón de la cabeza, la arranqué dejando a la vista el filo del arma. Era fino y tenía el aspecto de ser quebradizo, pero vibraba con mucha intensidad y me dio la impresión de que contaba con un gran poder.
El ascendido tiró a un lado mi brazo cortado y me miró, creo que estaba esperando a ver cuál era mi siguiente movimiento.
—A ver si de esta vez... —dije.
Me lancé contra él y blandí la espada contra el pecho del ascendido. Ahí fue cuando comprendí el nombre que le habían puesto a la espada, porque nada más tocar la punta la piel del ascendido, explotó.
Y dicha explosión me mandó por los aires volando y me pegué un buen golpe contra el suelo. No podía escuchar nada, la explosión me había reventado los oídos y notaba mi cara ardiendo, me daba la impresión de que mi carne se derretía dejando a la vista el cráneo. Puede que después de esta me tuvieran que llamar Calavera, y no Araña.
Levanté la única mano que me quedaba: tenía la empuñadura pegada a la mano y el filo había desaparecido. Comprendí la razón de que dicha espada no tuviera demasiado éxito: puede que fuera fuerte, pero era peligrosa tanto para el enemigo como para el que la blandía.
Intenté levantarme, pero mi cuerpo no obedeció y lo único que podía hacer era quedarme tirado mirando al cielo azul. Lo cierto es que hacía un día perfecto para morir, además me gustaba la idea de dejar este mundo después de haber derrotado a un monstruo poderosísimo y de salvar la vida de Amanda.
Algo se movió a mi lado: era un dedo dorado que se arrastraba dejando detrás de sí un rastro de color rojo. Miré hacia dónde se dirigía y descubrí el cuerpo del ascendido: era un amasijo de carne roja. No eran las únicas partes que se movían, un ojo rodaba dando curvas y la mitad de un pie también lo hacía. No lo había vencido, a pesar de que le había dado un golpe mortal, el ascendido contaba con un poder de regeneración asombroso.
No tardó demasiado en tomar forma de nuevo: primero los pies, después las piernas y trozos de carne roja le ascendían por las pantorrillas, creándole de nuevo el trasero, la ingle el estómago. Observé el espectáculo, maravillado y, aunque no lo vencí, sentía que había merecido la pena pelear contra él. Por último, se le formó el rostro. Es ascendido estaba completo de nuevo y caminó hasta ponerse a mi lado.
Me apuntaba con la mano y supe que me mataría, y estaba preparado para que lo hiciera. Aquella era una buena muerte. Pero algo se puso sobre mí, como protegiéndome del caído y eso me sorprendió: normalmente, era yo quién protegía a la gente, y no solía pasar al revés.
Era ella, Amanda, quien se mantenía sobre mí mientras el ascendido me miraba. Pensé que nos mataría a los dos, pero no lo hizo. Supe que dijo algo, porque vi como el ascendido movía los labios, formando una frase corta, pero no logré comprender lo que quería decir: yo no sé leer los labios. Y tenía los oídos hechos trizas.
Después el ascendido se marchó, y me quedé a solas con Amanda, no tenía ni idea si las heridas que había sufrido podían ser curadas por mi poder. Morir o vivir, no me importaba demasiado una cosa u otra, por lo menos había salvado la vida de aquella muchacha. Melón y Godofredo habían muerto, pero por lo menos lo hicieron protegiendo a Amanda.
Sentí algo agradable en el pecho, y al abrir de nuevo los ojos vi a Amanda con las manos sobre mí. Ambas brillaban con un color blanco y puro, comprendí que estaba utilizando su Fe para salvar mi vida. Gruesas lágrimas le caían por las mejillas y eso me sorprendió, ¿estaba llorando por mí? ¿De verdad alguien me echaría de menos si me muriese?
Me acordé de la chica llamada Sabela: le había dicho que la ayudaría, pero al final tenía que resolver el problema ella sola. Pese al poder de mi Marca y a la de Fe de Amanda, dudaba mucho de que fuera capaz de continuar peleando. Y eso fue en lo último que pensé antes de cerrar y ojos, y caer de nuevo en la oscuridad.
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