42. El padricidio

—Primero mi padre, luego mi mejor amiga y, por último, mi propia hermana. Todos los humanos son iguales: únicamente piensan en traicionarme. ¿Es porque soy un cerdo, pues soy un monstruo? ¿O por las dos cosas? Pero los perdono, porque ellos no saben lo que hacen. Ellos solo son humanos débiles e ignorantes. ¡Por eso mi idea de convertirlos a todos en monstruos es la mejor idea del mundo! Gracias a la Hermana del Dolor, yo podré hacer realidad mi nuevo y gran sueño: ¡convertir a todo los humanos del Páramo Verde en monstruos! Es lógico cuando lo piensas bien: si todos somos monstruos, todos somos iguales y todos querrán jugar todo el rato y hacer cosas divertidas. Son los humanos quiénes lo fastidian todo...

Así hablaba yo en un tejado de la ciudad, un poco cabreado por la forma en que mi hermana me había tratado. ¡Es que es tan tozuda que no sabe cuándo se le dicen cosas completamente lógicas! ¿Qué más da ser monstruo o humano si estás con la familia y con los amigos?

Mi plan era a prueba de tontos: tenía que conseguir que toda la gente del Reino se convirtiera en monstruos y entonces todos seríamos felices. ¡Solo tenía que conseguir que la Hermana del Dolor se adentrase más y más en el Reino llevándose consigo la Maldición! Aunque quizás sería mejor llamarlo Bendición, ¡la Bendición de Fufu!

También podía hacer que se comieran gemas del corazón, pero la verdad es que el resultado con Lucía no había sido el mejor de todos. Creía que era debido a todo el odio que le tenía a mi hermana, pero ya había pensado en cómo solucionar aquel pequeño problema entre aquellas dos.

—¡Oh, las tortitas, qué ricas! ¡Las tortitas del señor Alonso! ¡Las más deliciosas! ¡Qué ricas, ricas, ricas! ¡Ricas y más ricas! —escuché a una voz muy alegre que caminaba por la calle.

Solo había una persona en todo el Páramo tan idiota como para ir cantando por las calles de una ciudad en las que había una gran cantidad de monstruos que no tendría ningún problema de comerte a ti como si fueras tú la tortita: papá.

Iba por una calle, con su gran hacha de doble hoja en la mano, y la cabeza al cielo cantando sobre las tortitas y tuve que morderme los labios para no cantar con él. ¡Me gustaba esa canción y me encanta cantar! Además, era bien cierto que esas tortitas estaban muy bastante ricas.

Sí, me gustaban mucho las tortitas y pronto papá cantaría para mí. Le había perdonado eso de que me dejara a mi suerte, pero si quería vivir en mi mundo tendría que convertirse en mi monstruo.

Me concentré: tenía unos pocos caídos por la zona que podía utilizar para doblegar su voluntad, y decidí utilizar mi mejor baza: un hombre que había sido un caballero de la Apestosa Rosa, pero que ahora era mi lacayo. Era grande el tío, más o menos como papá, y con una mente igual de simple: él solo quería pelear, pelear y pelear. Así que no hizo demasiado esfuerzo para intentar que no entrase en su cerebro de mosquito y lo controlase.

Ahora el tipo ese no era más que una marioneta mía y haría todo lo que yo quisiera. Aunque me molestaba un poco no haber logrado controlar al que iba con él: era bastante más pequeño y tenía un bonito rifle, pero su cerebro no era suave como el del grande, sino que pinchaba como si fuera un erizo y gracias a eso, logró escaparse de mi agarre.

—¡Oh, puedes pelear contra él...! —ordené en voz alta, aunque podía hacerlo solo con pensar, pero le daba un toque bastante guapo eso de utilizar palabras habladas —. ¡Pero no lo mates, solo pégale una paliza, humíllalo, haz que se desespere y se convierta en uno de nosotros!

El antiguo caballero se acercó y papá dejó de cantar, poniéndose en plan serio. Nunca lo había visto pelearse, pero sabía que no tenía nada que hacer: ¡El otro era un caballero! Y esos están en un nivel superior a los leñadores, que lo único que saben hacer es matar árboles y estos ni se defienden, ni devuelven el golpe. Excepto el sauce boxeador, claro está.

Papá le lanzó el hacha y el filo se le clavó al otro en todo el pecho con tanta fuerza que hasta dio unos pasos atrás. Me pareció un ataque a lo desesperado, como de perder la esperanza e intentar hacer cualquier cosa. ¿Para qué desprenderse de tu arma?

Mi secuaz intentó sacarse el hacha del pecho y papá corrió en su dirección, saltando encima del caballero. Yo me quedé a cuadros, ¿pero qué forma de combatir era esa? ¿Estaba mal de la cabeza? ¡Eso no era serio!

—¡Pégale un puñetazo en toda la cara! —le grité, pero mi caído estaba demasiado ocupado intentando quitarse el hacha del pecho.

Papá metió las manos dentro de la herida provocada por el hacha, los músculos de los brazos se hincharon de forma poco natural y tiró con fuerza hacia los lados. Lo cierto es que fue espectacular, porque lo hizo con tanta fuerza que desgarró en dos la parte superior del cuerpo del tipo. Es decir, desde el ombligo hasta la parte derecha del cuello le nació una herida gigantesca que hacía que se le dividiera el tronco en dos partes.

—¡Pero dale fuerte, so inútil! —gemí, es que era mi mejor pieza y estaba siendo salvajemente humillada. ¡Se suponía que tenía que ser al revés!

De la herida abierta ya le estaban naciendo unos tentáculos de carne que se iban juntando los unos a los otros para cerrarse cuanto antes, pero pude ver cerca del estómago la gema del corazón. Y lo peor es que papá también la vio y no tardó nada en cogerla con la mano arrancándosela del pecho. 

—¡Eso es trampa! —grité y me horroricé cuando la estrujó si piedad, rompiéndola.

¡Aquella era la mejor carta que tenía! ¡Y había sido obliterada en cuestión de segundos! Papá se quedó observando en silencio la gema del corazón rota, se quedó completamente quieto. ¿Pero qué estaba haciendo el idiota con la gema del corazón?

Tragué saliva, porque creía saber lo que pasaba: iba a comerse la gema. ¡Era eso! El caballero se había tragado una para hacerse más fuerte y ahora papá pensaba en tomarse una. Y si lo hacía, podría controlarlo, pues estaría a medio camino de ser un caído.

De pronto se tiró un pedo de los que retumban, lanzó unas fuertes carcajadas y tiró la gema por encima del hombro.

—¡Y luego el cerdo soy yo! —grité.

Para hacer bien las cosas, tienes que hacerlas tú. Lo intentaría convencer de que yo tenía la razón o lo mataría, cualquiera de las dos cosas estaría bien. Salté del tejado a la calle y me quedé parado a unos metros de él.

—¡Buenos días, papi! ¿Acaso no hace un magnífico día en esta ciudad? ¿Quieres jugar un poco conmigo? —le pregunté y por su cara bien se veía que no quería jugar.

—Tú... ¡Debí haberte cocinado cuando no eras más que un huevo! —me gritó y eso me dolió un poco.

—Vosotros siempre tan cabreados... Eso no es bueno para tener una vida feliz y larga. Pero papi, no te preocupes. Dentro de poco, todo el Páramo será parte de la Nación de las Pesadillas. ¡Y todos seremos felices para siempre jamás! —No le di tiempo a decir nada, sino que levanté el hocico al cielo y lancé un bramido que me venía de lo más profundo del alma.

Este era otro de mis poderes: con mi grito podía hacer que los humanos se convirtieran en monstruos. Desgraciadamente, con papá no sirvió. Se me quedó mirando con esa cara de cavernícola idiota que no se puede quitar de encima. Y encima hasta se atrevía a sonreír. el muy capullo...

—¡A otros con tus trucos baratos de puerco! —me dijo y se rio —. ¿Tú con quién te crees que estás hablando? ¡Yo formaba parte de las expediciones al interior de la Nación de las Pesadillas! A mí ya no me afectan tus chillidos de rata. Ahora... es hora de hacer chorizo.

—Papi, si no te quieres unir a mí entonces mejor que estés bien muerto —le dije, sonriendo.

Puede que el caballero fuero mi mejor ficha, ¡pero no era la única! Tenía unos cuantos caídos cerca de allí que le podían arrear de lo lindo. ¡Y eso sería lo qué harían!

—¡¡¡Atacad al cavernículo ese, dadle una paliza de las que hacen historia!! —grité y al momento, mis secuaces vinieron.

De una charcutería salió Jimeno: era como una bola de carne con dos poderosos y musculoso brazos, y podía moverse gracias a la fuerza que tenían. Fue el primero en llegar hasta papá y también el primero en morir gracias a un golpe brutal con el hacha, que lo partió en dos dejando a la vista la gema del corazón, que no duró demasiado.

—¡Pero no te mueras tan pronto! —grité yo.

Después vino Juana, que tenía los brazos como si fueran las ramas de un árbol e intentó capturar a papá bajo ellos, utilizándolos como si fuera una red: pero lejos estuvo de caer en la trampa, papá logró esquivarla, y le dio un fuerte cabezazo que se la cargó, porque la idiota tenía su gema en la cabeza. ¡Se suponía que los caídos eran fuertes, pero estaban cayendo como moscas!

¿Por qué no se moría de una vez? ¡Qué se muriese! ¡Qué se muriese, que yo tampoco había olvidado cómo me había dejado para que yo también lo hiciera! El mundo que yo iba a crear sería uno donde solo las personas que me cayesen bien vivirían como monstruos. Los demás, lo único que se merecían era la muerte. ¡Y estaba siendo demasiado generoso!

Pascual tenía la forma de una babosa gigante y tenía un arma secreta: escupía ácido por una boca grande, que tenía unos labios jugosos y bonitos. Se acercaba a papá por la espalda, lento pero letal. Y ya podía saborear el momento en que le lanzase todo el jugo por encima.

Papá giró como una peonza y le lanzó el hacha en todo el cuerpo: Después se lanzó hacia él y le pegó con el puño, con tanta fuerza que atravesó la carne y le dio en toda la gema. La verdad es que parecía que sabía dónde las tenían en todo momento y eso como que ponía a mis caídos en una seria desventaja.

—¿¡Por qué todo me tiene que salir mal!? —grité, porque él solo era un hombre y no uno especialmente inteligente: ¿Por qué costaba tanto derrotarlo? —. ¡Se supone que sois unos monstruos muy fuertes!

De la nada, apareció Ben: este era un caído muy delgado, que casi podía fundirse en el ambiente y tenía una dentadura de las que daban miedo. ¡Y le dio un mordisco en todo el brazo! ¡Y papá le mordió la cabeza! Y después le dio un puñetazo en toda la cara, tanto que se le hundió el puño en el rostro.

—No me lo puedo creer... —murmuré yo, viendo como todos mis caídos morían uno tras otro.

Papá era una máquina de matar, puede que eso de que fuera en varias ocasiones a la Nación tuviera algo que ver con eso de que se le diera tan bien matarlos. Apareció Paola, que era grande como un buey y hecha de puro músculo. Le dio un fuerte abrazo a papá y cayó encima de él. ¡Lo iba a aplastar bajo su propio peso!

Es cierto, para vencer a un tipo bruto, lo que se necesita es a alguien incluso más bruto que él. Una alegría inmensa me invadió: ¡había ganado! Pero de pronto, vi cómo Paola era levantada por los aires y lanzada contra el escaparate de una floristería.

Y al mirar a papá, él ya no era papá: era un monstruo recién nacido. Al final no murió, pero se había transformado y eso era incluso mejor, pues lo cierto es que no es bueno que un hijo mate a su propio padre, por mucho que ese se lo merezca. Era mucho mejor que siguiese vivo y siendo un monstruo y que obedeciese a todo lo que yo dijera.

La verdad es que cambiar no había cambiado demasiado: tenía un poco más de pelo bastante negro por todo el cuerpo y su apariencia era como la de un gorila o algo semejante. No era tan deforme como la mayoría de caídos, pero era uno de ellos y eso, al fin y al cabo, era lo más importante de todo.

—¡Ahora sí que vas a ser un buen papá! Nunca más me vas a gritar, ni intentar matarme, ni ignorarme ya nunca más. ¡Ahora te ordeno que me rasques la barriga! Y luego nos vamos a ir juntos a la Arena a ver a Sabela, creo que será divertido hacer que te peleas contra ella antes de que... —Pero al estar más cerca de él, vi que algo no marchaba bien.

Sus ojos, sus ojos no habían cambiado y me miraban igual que antes. ¡Aquello era una trampa!

—¡Matadlo, matadlo ahora! —grité, pero me horroricé al ver que solo quedaba un caído de pie: era Alfonso.

¡El más débil de todos! Era puro hueso, ni pizca de músculo, era como un esqueleto vestido con piel y cada vez que caminaba parecía que se iba a desmoronar. ¡Pero podía ser la clave para vencer a papá!

Él era como ese granjero de las historias por el cual nadie le da un duro, pero al final resultaba ser el héroe de la profecía y entonces mataba al villano más apestoso de todos y se casaba con la princesa más cerda de todas. Papá le metió tal bofetada que mandó a Alfonso calle al vigésimo quinto pinto y ya nunca más volvió a levantarse.

—¡¡Alfonso!! —grité, con lágrimas en los ojos.

Un puño enorme apareció por encima de mi cabeza e hizo sombra. El puño de papá, ¡dispuesto a aplastarme! ¿Pero qué clase de padre trata tan mal al hijo que mejor le salió?

Salté a un lado de inmediato y el puño se estrelló contra la calle haciendo un buen hoyo. Me quedé pegado a la pared de una casa por los pies, como si fuera un cerdo araña, y sudaba copiosamente: el peligro de muerte crea un estrés que no veas.

No esperé a que papá reaccionase, sino que corrí pared arriba hasta llegar al tejado. Una vez allí, me di el lujo de sentirme a salvo. Papá era demasiado grande, apestoso y pesado como para poder seguirme hasta aquellas alturas.

El bruto de papá consiguió mantener su conciencia en la transformación y eso era algo que no creía posible. Es decir, el caballero también había mantenido parte de su personalidad, pero no tuve ningún problema en controlarlo. Pero papá...

—¡¿Por qué no puedes morirte?! ¡¿Por qué no puedes convertirte en un monstruo?! ¡¡Humanos, humanos idiotas, siempre tenéis que complicarlo todo!! ¡¡Pero todo será bueno cuando todo el Páramo sea parte de la Nación de las Pesadillas y entonces...!! ¡¡IIIIIGGGGHHH!! —chillé al ver como papá había dado un salto de cuidado y aterrizó en el tejado, justo delante de mí.

Al aterrizar, sus pies rompieron varias tejas y me golpeó con tanta fuerza que salí disparado y me metí un buen morrazo contra la calle, hasta hice boquete y todo. Papá saltó a la calle, el golpe había sido duro, pero yo también lo era así que me levanté de inmediato y comencé a correr calle arriba.

Estaba seguro de que mis patas irían superrápido y en nada iba a dejar a papá fuera de combate, pero nada más lejos de la verdad. Al volver la cabeza para atrás, pude ver como el muy imbécil estaba muy detrás de mí.

—¡¡¡IIIGGGHHH!!! ¡¡Aléjate de mí!! —grité, con lágrimas en los ojos y muchos mocos en la nariz.

Corría a toda velocidad, pero el bruto de papá seguía detrás de mí. Entonces me di cuenta de que era idiota: ¡podía volar! ¡Podía volar y dejar al imbécil detrás! Desde el incidente en la cueva de los trasnos, descubrí que podía hacer que aparecieran dos alas bien bonitas en mi espalda, dos alas que me convertían en un cerdo jilguero. No perdí el tiempo, las hice nacer y salieron dos preciosas alas emplumadas y, de inmediato, levanté las pezuñas del suelo.

—¡Púdrete en el Abismo, papá! ¡Ahora soy libre, libre, libre! ¡Libre como un pájaro libre de libre vuelo! —grité lleno de júbilo y miré a la calle, para poder ver la expresión en el rostro de papá.

Pero él no estaba allí, pero lo que puede ver son dos huellas de dos pies enormes en el asfalto. Justo en el sitio donde había estado papá. Tragué saliva: eso me daba mala espina.

Una sombra ocultó el poder del sol y al mirar arriba lancé un grito de puro terror: allí estaba la inmensa figura de papá, con los brazos abiertos.

No tuve tiempo de escapar, papá me dio un abrazo, pero no uno de los buenos. Intenté pirarme, pero era demasiado fuerte para el pobre de mí.

¡Si hay algo peor que un hijo matando a un padre es un padre matando a un hijo! El mundo se volvió oscuridad y la muerte se acercaba. ¿Era ese mi fin?

Yo solo quería un mundo de paz, donde los humanos y los monstruos pudieran vivir sin peligro. ¿Es tan mala la idea? Exigía sacrificios, bien lo sabía, pero nada que merezca la pena sale gratis.

Respirar costaba mucho.

Pero antes de morir aplastado como un caracol que se atrevió a cruzar la calle pensé: yo de verdad no soy un cerdo, sino otra cosa. Soy un monstruo, un monstruo de verdad.

En mi interior, hay dos criaturas bien diferentes. Una es Fufu: el falso cerdo, un cobarde llorón que lo único que quiere es no quedarse solo, comer tres veces al día como mínimo y que le rasquen la barriga bien rascada.

Pero hay otra cosa que se remueve en sus entrañas como una solitaria hambrienta. Es otra cosa, una cosa que tiene poder, el poder suficiente como hacer que nazcan alas de su espalda, el poder suficiente como para rebanar el brazo de Lucía en muchas partes, el poder de controlar a los caídos. Y ese poder era mío.

Mi carne se transformó en numerosos pinchos que penetraron en el cuerpo de papá. Él lanzó un aullido de dolor y se vio obligado a separarse de mí. Tenía una herida profunda que le atravesaba el hombro, otra en el estómago y una le rajaba el costado. Cayó al suelo de espaldas, una caída sin ninguna gracia, pero que a mí me hizo reír.

—¡Esto te pasa por meterte conmigo, bruto! Ahora vas a morir, morir, morir. ¿Y no te di una oportunidad de hacer lo correcto y unirte a mí? Pero no te guardo rencor, papi... Si te conviertes en un caído de verdad te podrás sanar. ¿Por qué no te unes a mí? ¡Mi mundo será perfecto y todos seremos felices! —dije y me acerqué a papá, que intentó huir de mí, pero era inútil: estaba malherido. Ahora su cuerpo volvía a ser como el de antes: un humano, con un poco menos de pelo.

—¡Ejem! —dijo alguien detrás de mí y eso me molestó: ¿Acaso no veía que estaba en un momento muy pero que muy importante de mi historia?

Así que me di la vuelta para lanzarle unos cuantos ladridos, pero la sorpresa se comió mi rabia. Delante de mí había una cosa muy pero que muy rara: era como una araña mezclada con un hacha.

Araña debido a que tenía ocho patas muy parecidas a las de ese insecto feo y hacha porque tenía un mango e incluso la hoja: pero de él le salían unos cuantos ojos y una boca con dientes afilados. Era una cosa bien rara.

—¿Qué quieres tú? ¡Estoy en medio de algo importante!

—Ya veo, ya veo, Fufu. Pero... ¿Acaso te gustaría ser fuerte, eh? —me preguntó el hacharaña.

—¿Cómo sabes mi nombre? —le pregunté

—¿Cómo no voy a saberlo, imbécil? ¡Soy el hacha de Sabela!

—¿Eeehhh? ¿Y desde cuándo hablas?

—Desde hace un rato, pero esa no es la cuestión: vengo a hacer una pequeña proposición. ¡Quiero que seas mi dueño! Eres fuerte, eres rosado, eres... uh... bueno. ¡Creo que eres digno de permitir ser usado por mí!

—Pero tú eres el hacha de mi hermana...

—Lamentablemente, tu estúpida hermana y yo nos hemos ido por caminos diferentes. ¿Te puedes creer que la muy idiota tenía en su mano el cargarse a Maeloc y al final nada de nada?

—¿Qué...? ¡Pero si mató a mamá! ¿Por qué no querría matarlo? —pregunté horrorizado por ese cambio tan antinatural en la personalidad de Sabela: básicamente ella se podía definir como una persona que quería matar a Maeloc y poco más. ¿Qué le quedaba si dejaba de lado la venganza? ¿El pelo rojo?

—Verás, parece ser que la madre no fue asesinada por la momia o alguna tontería del estilo. Pero eso qué más da... ¡Lo que importa es el poder, venga ya! ¿No quieres poder? Pequeño cerdito rosado, podríamos ser grandes, muy grandes...

—Ya, mira... Mejor que no.

—¿Qué dices?

—¿Con qué te voy a sujetar, eh? ¿Con la boca, con las cachas? Anda, lárgate que estoy con cosas importantes.

Parecía que el hacharaña quería decir algo, algo que no parecía ser demasiado agradable, pero al final se tragó sus palabras y se marchó. Por mi parte, tenía que hacer algo un poco agridulce. Pero al mirar a dónde se suponía que estaba papá solo encontré un rastro de sangre que se perdía por un callejón. Chasqueé la lengua y pensé durante unos instantes en ir a buscarlo, pero me acordé de que había quedado con Sabela en la arena de Nebula y no quería hacerla esperar. De todas formas estaba bien eso de que escapase, no es como si quisiera matarlo de verdad. 

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